“La ruta de la peste”, cortometraje de Adrián Martínez


Por Don Quiterio

Lo mejor que uno puede hacer después de ver un cortometraje como “La ruta de la peste” es ponerse a cubierto. No lo dude. Si encima la pieza es de terror y no busca más que el susto por el susto, el aficionado al género está de enhorabuena.


Por Don Quiterio

Puede disfrutar los veinticinco minutos de un cóctel explosivo y cinéfilo: voces, golpes, puertas que se abren y se cierran, bañeras que tragan sangre, grifos que expulsan líquidos viscosos, muertos vivientes, guiños al autor de “Malditos bastardos”, al “giallo” italiano, a la “nouvelle vague” francesa, a un David Lynch acaso mal asimilado… Si, al verla, no está a favor ni en contra porque es de esas personas tiquismiquis que quiere saber de qué van las cosas para decidirse, está, admitámoslo, en un error. O gusta o no gusta. No hay opción. El que esto escribe es de los segundos. “En cualquier momento de decisión”, decía Theodore Roosevelt, “lo mejor es hacer lo correcto, luego lo incorrecto, y lo peor es no hacer nada”.


He de reconocer, también, que he tenido que ver dos veces “La ruta de la peste” (estrenado con dos pases en la filmoteca de Zaragoza) por si era capaz de sacarle al corto algo más de lo poco que me quedó en claro con el primer visionado. Pues… ni a la segunda, porque la sensación con la que acabo es la misma: me deja frío. La realización de Adrián Martínez (Zaragoza, 1993) no funciona. Es un combinado demasiado recargado, de música machacona, redundantemente variada, de montaje rápido (del mismo Martínez), como queriendo tapar las carencias de una historia enrevesada que se complica más de la cuenta. Pero todo suena a gratuito, a efectista, a confusión. Es el amontonar por amontonar, con un desarrollo argumental lleno de giros y más giros, de liosas trampas que provocan una dispersión de la atención. Y eso que parece que uno esté en un garito “de bacalao”. O en un manicomio. No pasa nada, en cualquier caso. “Cada fracaso”, afirmaba Charles Dickens, “le enseña al hombre algo que necesita aprender”.


Adrián Martínez intenta crear cierta angustia en el espectador, una atmósfera onírica, repleta de misterio, con influencias surrealistas, para contarnos el camino plagado de obsesiones y visiones que emprende su joven protagonista. Ella, en efecto, se despierta una mañana y comienza a vivir lo que será el comienzo de su nueva vida: una verdadera pesadilla. La realidad se mezcla con los sueños y las alucinaciones en este debut de Adrián Martínez, un realizador que tiene maneras y se le nota que ha visto mucho cine… de terror. No deja indiferente. Hay que estar atento a este creador. Tiene cosas que decir y lo dice de manera inquietante. Ahora bien, la forma nunca debería apoderarse del fondo, y, si nos damos cuenta, las mejores obras –del género que sean- son las que desarrollan personajes y situaciones, aderezados, naturalmente, con la correspondiente dosis de estéticas y asuntos formales. De lo contrario, todo tiende, como digo, a lo gratuito. Como primer ejercicio fílmico sirve. En adelante, hay que mejorar, porque mimbres parece tener el cesto.

‘La ruta de la peste’ tiene tantas claves y signos superpuestos que se necesitaría un tratado de descodificación para poder transmitir de manera ordenada todo lo que se acumula en la retina, el oído, la piel, el cerebro del espectador. Todo es un mundo de pesadilla, de horror, se intenta que aparezca como casual, como si se intentara acotar un espacio cerrado, unos seres humanos que son tan vulgares en su apariencia como paranormales en sus actos (la joven que duerme, el muchacho que lee el periódico en la calle, la familia que ve la televisión en el salón…) y crean espacios conquistados y vueltos a ser ocupados por la intransigencia de los sueños y las proyecciones. Una acumulación de sensaciones que van sucediéndose en un ritmo propio, veloz, en una fragmentación narrativa que provoca una disfunción asociativa, en un relato que va mutando hacia un hiperrealismo caótico.

Ciertamente se trata de una obra fragmentada, desvertebrada, cruce de vidas malditas sin más conexión que la miseria moral y la violencia, hasta la devastación desoladora de los personajes, con sus escasos placeres, acaso algún amor clandestino y precario. Hay lejanos ecos bergmanianos, muy lejanos, en esos primerísimos planos (cejas, ojos, techos, objetos, ese recorrido por la correa de la ducha), en la soledad crispada de los personajes, en los problemas de pareja, en las aristas insolidarias de un grupo lleno de filos y cristales, aromas venenosos siempre en el abismo entre las personas, la nada inmensa que los une y, tal vez, separa.

Hay que reconocer, al mismo tiempo, la valentía del director para enfrentarse a un género escasamente explotado en el audiovisual aragonés, casi siempre con las mismas monsergas, la comedia de chiste fácil y el folletín familiar o de pareja. En ese sentido, la propuesta es mucho más loable que su realización práctica, porque está lejos de ofrecer ningún tipo de nueva mirada a un género ya de por sí manoseado. Tampoco el contenido ofrece nada nuevo ni transgresor, con un uso limitado y reiterativo del espacio (un piso, su pasillo, su dormitorio, su cocina, su cuarto de baño, la mirada al exterior desde una ventana). La acción termina por desaparecer casi por completo y la sensación de que no pasa nada se acentúa. Hay, es cierto, momentos concretos inspirados (el epílogo, con esa “proyección” en una sala de cine) y la fotografía en blanco y negro de Enrique Caricoba es eficaz, pero el conjunto, ay, se hace reiterativo, cansino, y, desde luego, no impacta, que es de lo que se trataba.

Si lo que se pretendía conseguir es lo que anuncia el título, he de reconocer que, ciertamente, “La ruta de la peste” produce un aturdimiento similar al de algunas enfermedades. En consecuencia, cabe pensar que la historia que aquí se desgrana es un tanto mecánica, efectista, llena de tópicos y lugares comunes, a la manera de múltiples e irregulares piezas de un rompecabezas que el espectador a de ir recomponiendo sin un modelo o una guía claros.

No lo dude: o está en contra o a favor. Lo de menos es entender nada. Porque si le gusta, podrá decir que ha visto una película de terror como dios manda. Y si no, que es un horror de cortometraje. Sea como fuere, póngase a cubierto.

 

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