Por Don Quiterio
En el documental de Kike Mesa ‘Jesús Franco: manera de vivir’ (2007), el realizador y cinéfilo tratado auguraba con su particular humor: “Como deje de fumar, me muero”.
Por Don Quiterio
Hospitalizado, finalmente, en una clínica malagueña y semiinconsciente, no puedo disfrutar en sus últimos días de una de sus pasiones, el tabaco. Y, claro, fue dejar de furmar y… se acabó. Hubiera cumplido este mes de mayo ochenta y tres años. “´Fijaos si hay gente malvada”, decía con sorna a los periodistas, “que dicen que he nacido ¡en 1930!”. Todo un personaje. Y mentiroso, como todo buen amante del cine como juego.
Nunca me gustaron la mayoría de sus películas, pero entiendo el culto que han despertado las sicotrónicas bandas sonoras que acompañaban esas casposas historias. Creo que es el típico caso del personaje que es mucho más interesante que su obra. Por eso daba gusto oírle hablar, con esa rebeldía innata que nunca le abandonó. Siempre hizo lo que le vino en gana, sin importarle la opinión de los demás, un ejemplo de cineasta incuestionablemente libre. ¿Cuántos pueden decir hoy en día lo mismo? “Jamás, por decirlo claro, he aceptado una sola subvención”, repetía con la rabia de sentirse solo e iluminado. “Mis películas son baratas, pero no pierden dinero. Francamente, creo que el cine subvencionado no es cine, es otra cosa. Es un contrasentido. Siempre he luchado por trabajar en libertad. Y las subvenciones no la permiten”.
Hijo de un médico militar turolense y una ama de casa que parió doce hijos, tío del cineasta Ricardo Franco, del escritor Javier Marías y del antiguo director de la filmoteca española, Miguel Marías, el madrileño Jesús Franco Manero, al que en 1967 el Vaticano declaró el director más peligroso del mundo junto a Buñuel, visitó Zaragoza en varias ocasiones: en 2002 recibió un premio del festival de jóvenes realizadores y en 2010 apareció para inaugurar una exposición sobre la “serie b” y la “serie z” en el cine de terror español.
Cortometrajista (‘El árbol de España’, ‘Pío Baroja’, ‘La isla del tesoro’), script, actor (memorable en ‘El extraño viaje’, de Fernando Fernán-Gómez), guionista (y coguionista junto a Alfonso Paso, Suárez Carreño, Dibildos, Luis de Diego), músico (compositor en varios de sus filmes y en ‘Historias de Madrid’, de Ramón Comas), ayudante de dirección (de Bardem, de Berlanga, de Romero Marchent, de Rovira Beleta, de León Klimovski, de Julio Bracho, de Fernando Soler), ayudante de producción y productor (con su sello ‘Manacoa films’), escritor (sardónica e impagable su autobiografía ‘Memorias del tío Jess’, que recuerda, por su tono, al último suspiro buñueliano) o montador (“el trabajo de montaje”, repetía, “siempre me ha gustado, me apasiona, ya que entiendo que es la fase en la que una película cobra su estilo”), la filmografía de este héroe del celuloide comprende cerca de los trescientos títulos –sí, ¡trescientos!, y solo un director en la India ha sido más prolífico que él- desde que debutara en 1959 con ‘Tenemos dieciocho años’, coproducido por Luis García Berlanga, una de las comedias más enloquecidas que recuerda el cine español, llena de apuntes e ideas, y con ese sentido de la demencia que pronto pasará a caracterizar el cine de su autor, independientemente del género abordado.
A este título siguen, ambos de 1960, ‘Labios rojos’, de cierto clima e inquietudes y con un sentido del humor personal y eficaz, y ‘La reina del Tabarín’, el primero de los dos filmes de cuplés (el otro es ‘Vampiresas 1930’, realizado un año después) que Franco realizase con Mikaela de protagonista, un filme musical realmente simpático y narrativamente ágil. Con ‘Gritos en la noche’ (1961), realiza un encomiable melodrama de terror, quizá su mejor película, llena de evocaciones cinéfilas y con una soberbia fotografía del gran Godofredo Pacheco, e inicia su mejor etapa, pese a la pobreza de medios y la mediocridad interpretativa, unas historias sucias y crueles y unas estéticas a medio camino entre el goticismo norteamericano y el expresionismo alemán: ‘La muerte silba un blues’ (1962), ‘La mano de un hombre muerto’ (1962), ‘Rififí en la ciudad’ (1963), ‘El secreto del doctor Orloff’ (1964), ‘Miss Muerte’ (1965), ‘Cartas boca arriba’ (1966), ‘Necronomicón’ (1967), ‘La ciudad sin hombres’ (1968)…
Son historias repletas de homenajes y gags cinéfilos, de un cautivador y enfermizo fetichismo, relatos oníricos de enrarecidas y fantasmales atomósferas con un atractivo sentido del erotismo. La sed de dominación y el erotismo sofisticado como principales constantes de su obra se van acercando paulatinamente a una narrativa del cómic desenfadado y sensual (Guido Crepax, especialmente) y a un entusiasmo por los entrañables seriales de la época dorada del cine de género, de las amazonas, de las selvas, de las tribus, de las diosas, de las esclavas, de las hechiceras, de los caníbales, de los indígenas.
Así, entre relatos criminales, intrigas de espionaje en ambientes exóticos, “westerns” pamperos, melodramas de horror, fantasías, ficciones científicas, agentes secretos, filmes de romanos y de chinos, de samuráis y de karatekas, hazañas bélicas y aventuras infantiles se va desarrollando una filmografía prolija y prolífica, mareante e imposible: ‘El castillo de Fumanchú’ (1968), ‘Eva en la selva’ (1968), ‘Fumanchú y el beso de la muerte’ (1968), ‘El conde Drácula’ (1969), ‘El diablo que vino de Akasawa’ (1970), ‘Las vampiras’ (1970), ‘La venganza del doctor Mabuse’ (1970), ‘Vuelo al infierno’ (1970), ‘Drácula contra Frankenstein’ (1971), ‘El muerto hace las maletas’ (1971), ‘Un capitán de quince años’ (1972), ‘La hija de Drácula’ (1972), ‘La maldición de Frankenstein’ (1973), ‘Los ojos del doctor Orloff’ (1973), ‘Un silencio de tumba’ (1974), ‘Maciste contra la reina de las amazonas’ (1976), ‘El tesoro de la diosa blanca’ (1979), ‘La tumba de los muertos vivientes’ (1981), ‘La sombra del judoka contra el doctor Wong’ (1982), ‘Bahía blanca’ (1983), ‘En busca del dragón dorado’ (1984), ‘Juego sucio en Casablanca’ (1985), ‘Bangkok, cita con la muerte’ (1986)…
Su obra se multiplica en coproducciones de la más variada índole (Francia, Alemania, Italia, Suiza, Portugal, Holanda, Estados Unidos, Luxemburgo, Liechtenstein) y ha trabajado escondido en un montón de pseudónimos, heterónimos y trampantojos (Jess Frank, Robert Zinnemann, David Khunne, Clifford Brown –en homenaje al mítico trompetista-, James Lee Johnson, J.P. Thompson, Hans Billian, Rick de Conninck, Toni Falt, Frank Hollman, Daniel White, John O’Hara, Pablo Villa, Bruno Nicolai). Máximo exponente, pues, del cine de bajo presupuesto, Franco siempre pudo con todo lo que se le plantase por delante y siempre se consideró más un músico de jazz que hace películas que un cineasta. Una mayoría opinará que jamás realizó una buena película, pero a él, francamente, eso le importaba un bledo. Y es que este hombre siempre se reconoció como un currante, que ambicionaba todo menos dejar un mensaje en la mente del espectador.
Poco a poco, como hila la vieja el copo, el cine de Jesús Franco va perdiendo frescura, fuste, y sus filmes se convierten en amorfos y desangelados, fríos e impersonales, híbridos e inconexos, endebles y autoparódicos, pintorescos y desmañados, cutres y deslavazados. ’99 mujeres’ (1968), ‘Los amantes de la isla del diablo’ (1972) o ‘Sadomanía’ (1980) son, entre otras muchas, películas del género “carcelario femenino”, por así decir, entre el sadismo, el lesbianismo, el masoquismo y algún que otro “ismo”. Lo mismo ocurre en sus adaptaciones de la obra de su idolatrado marqués de Sade: ‘Justine’ (1968), ‘Eugenie’ (tres versiones: 1969, 1970, 1980), ‘Diario íntimo de una ninfómana’ (1972), ‘Las noches de Linda’ (1973), ‘Placer a tres’ (1974), ‘Cocktail especial’ (1978), ‘Sinfonía erótica’ (1979), ‘Gemidos de placer’ (1981)…
Su filme ‘Lilian, la virgen pervertida’, rodado en 1983, se considera el primer porno duro (el llamado cine “X”) facturado en España después de la dictadura. A este siguieron otros muchos como ‘Orgasmo perverso’, ‘Las chicas del tanga’, ‘Una rajita para dos’, ‘El ojete de Lulú’, ‘El chupete de Lulú’, ‘El abuelo, la condesa y Escarlata, la traviesa’, ‘Entre pitos anda el juego’, ‘Un pito para tres’, ‘Las chuponas’, ‘El mirón y la exhibicionista’, ‘Para las nenas, leche calentita’ o ‘Falo Crest’, y le precedieron casi un centenar de pornos blandos (el clasificado “S”), llegando a realizar hasta diez por año: ‘Diario íntimo de una exhibicionista’, ‘Historia sexual de O’, ‘Las orgías inconfesables de Emmanuelle’, ‘El hotel de los ligues’, ‘La noche de los sexos abiertos’, ‘Macumba sexual’, ‘El lago de las vírgenes’, ‘Orgías ninfómanas’, ‘Colegialas perversas’, ‘Aberraciones sexuales de una mujer casada’, ‘El sexo está loco’, ‘La chica de las bragas transparentes’, ‘Ópalo de fuego’ o ‘Sexorcismos’. En la mayoría de los casos, la protagonista era Lina Romay. Estas producciones pornográficas, que se desarrollaron hasta el final de la década de 1990, solían venir firmadas por Lulú Laverne o Candy Coster, que es, precisamente, Lina Romay, alias a su vez de Rosa María Almirall, la “musa” de Jesús Franco, quien, en realidad, se encargaba de todo. El cineasta, en efecto, además de escribir el guion –lo que hizo a lo largo de una filmografía imposible-, también producía, montaba y fotografiaba su cine porno. “He llegado a la conclusión”, decía, “de que el cine porno es cine erótico rodado por imbéciles”.
En esa época, el que esto escribe, y espero que no me lea mi santa señora –como le pasa a Melero con las putas-, conoció al dichoso tío Jess en Madrid y me propuso participar en una de esas producciones, al conocer el corte erótico del corto ‘Un triángulo de cuatro lados’ que hiciera con mis amigos Javier Peña, Teresa Cosculluela o Pedro del Campo en la Zaragoza de aquellos años. Dicho y hecho. Al día siguiente, el mendas, en pelota viva, fue filmado por el pornógrafo en varias escenas subidas de tono y con unas mozas que cortaban el hipo, la hipotenusa y lo que hiciera falta. Unas escenas, por cierto, que se emplearon en montajes y remontajes para un sinfín de producciones de dudosa catadura. Y entre toma y toma, entre polvo y polvo, cigarrillos y más cigarrillos. ¡Venga cigarrillos! Demasiado humo.
Jesús Franco, que recibió el premio “goya de honor” en 2008 por toda su carrera, siempre me ha recordado una suerte de William Castle, uno de los realizadores más destacados de la serie b norteamericana, cuya filmografía, como la de Roger Corman, incluye bastantes chapuzas, pero también unas cuantas películas tan curiosas como delirantes. En la década de 1990, en efecto, se convierte Franco en un verdadero mito entre las nuevas generaciones españolas de cinéfilos, algo que ya era en la de 1970 entre la afición del extranjero.
El final de su carrera, ya en pleno siglo XXI, es de una vertiginosa y progresiva decadencia, que no tiene parangón con la de ningún otro cineasta de la historia, unos bodrios propios antes de un aficionado sin ideas ni cultura que de un realizador otoñal con medio siglo de dedicación profesional detrás. Eso sí, siguió trabajando sin descanso y así lo demuestran películas como ‘Helter Skelter’ (2001), ‘Blind target’ (2002), ‘Killer barbys contra Drácula’ (2002, segunda parte de ‘Killer barbys’), ‘Vampire junction’ (2003), ‘Incubus’ (2004), la saga ‘Flores de pasión’ (2005) y ‘Flores de perversión’ (2006), ‘La mujer serpiente’ (2007), la saga ‘La cripta de los condenados’ (2008) y ‘La cripta de las mujeres malditas’ (2009) o el experimento de ‘Paula-Paula’ (2010).
No diré que admiraba a Jesús Franco solo por su obra cinematográfica, de la que mucho discrepo y conozco bastante concienzudamente. Me gustaba ese hombre porque había envejecido con absoluta lucidez y ajeno a la dichosa vanidad, prudente y humilde, como si temiese que le echasen en cara su longevidad en este mundo banal y trepidante en el que son muchos los que razonan sin haber pensado y eructan sin haber comido, casi tantos como los que creen que un hombre deja de ser interesante cuando se le cansan los brazos al partir la leña para la chimenea. Él sí que las soltaba, y a la cara, a todos aquellos demasiado propensos a ordenar en cajones su propia estupidez. Su voz cerró unas cuantas bocas y tuvo el arranque de emplear, en su rebeldía, el aliento que otros, en su posición, habrían empleado en el contrasentido de enfriar la boca.
“No quiero pasar a la historia”, decía, “como aquel prócer que hacía películas sobre campesinos abandonados y cosas de esas. Yo quiero hacer películas cojonudas, que la gente se lo pase bien, que se divierta o que se ponga cachonda, o que sufra mucho. Tengo predilección por los géneros, lo otro es puro aburrimiento. Estoy hasta los huevos del cine con mensaje hecho para finos que, además, cuando van a una sala no pagan porque son amigos de los productores. Hago cine para el público. El cine no es un panfleto ni un discurso. Es, fundamentalmente, un espectáculo. Olvidarse de ello es olvidarse de la necesidad de hacer cine. Yo nunca he hecho cine para que me den el nobel como otros, o para cambiar el signo de los tiempos. No, reconozco que nunca he rodado una obra maestra. Pero es que rodar una obra maestra es muy poco frecuente. Los que dicen o presumen o pretenden hacer obras maestras es por incultura, por desconocimiento de la historia del cine. Soy, por eso mismo, un admirador de los grandes maestros del melodrama y por ahí sale mi vena romántica. La perversión también la juzgo necesaria en un buen melodrama y quizás se oculta tras mi devoción por Sade, del que he leído todo, o tal vez por mi admiración hacia ese gran director de cine que fue Luis Buñuel. No sería director de cine si no fuera un voyeur, como el calandino. Intento no disponer de la mujer como objeto en una película, sino como eje dramático de una historia”.
Escritor de novelas de a duro, pornógrafo, operador a las órdenes de Orson Welles en ‘Campanadas a medianoche’ (quien quedó seducido por el desprejuiciado juego con las claves del cine negro en ‘Rififí en la ciudad’), moroso, esteta y antiesteta, Jesús Franco bordó algunas de las más notables cintas de terror español –‘Gritos en la noche’ (1961), ‘La muerte silba un blues’ (1962), ‘El secreto del doctor Orloff’ (1964), ‘Miss Muerte’ (1965) o ‘Necronomicón’ (1967), esta última muy estimada por el mismísimo Fritz Lang-, antes de decidir que el arte le importaba un pimiento (verde o rojo). En consecuencia, comenzó a barrenar su viejo talento a base de inoportunos “zooms” y brutales saltos de eje. Encarna, para qué negarlo, el gusto de encuentro entre la vanguardia y el cine basura. Pero… ¿quién puede presumir de haber rodado ‘Phollastia’ y, después, haberse encargado del montaje del póstumo ‘Quijote’ de Orson Welles? Su testamento cinematográfico, ‘Al Pereira versus the alligator ladies’, “una historia contada por un idiota, lleno de ruido y furia, sin ninguna importancia” y que supone una vuelta a las peripecias de un detective interpretado sucesivamente por Eddy Constantine, el propio Franco o Antonio Mayans, data del año 2012. También fue entonces cuando perdió a su esposa y última musa: Lina Romay.
Ellla ha sido para el cineasta ese soplo vital por el que el día amanece y que, de vez en cuando, te lleva en bicicleta (o en silla de ruedas), te espera en la ventana o corona un paseo de la mano de dos ángeles delante o dos demonios detrás. Lina Romay, en efecto, fue su memoria, su (in)sensatez, su equilibrio. También su compañera, su colega, su socia, su secretaria, su amante algunas noches, su confidente otras.
Su escandaloso legado -una filmografía imposible, más bien- supone una pesadilla para todo historiador que pretenda ver en él algo más que un síntoma, un síndrome más o menos berberisco del oficio de cineasta (también, por qué no, de un desmedido y quizá no correspondido amor por el cine y el fumeteo). “El cine es la vida y en la vida se folla”, solía decir para justificar su pasión por el erotismo, un vicio, como el del tabaco y el del terror, al que nunca renunció. Sea como fuere, y como advierte la autoridad sanitaria, “fumar perjudica gravemente su salud y la de los que están a su alrededor”. O bien, “fumar puede reducir el flujo sanguíneo y provoca impotencia”. O, tal vez, no. Al fin y al cabo, todo se mezcla en el humo de la vida.