El patrullero de la filmo: Ray, Vidor, Japón

Por Don Quiterio

Debido a los recortes, el área de programación de la filmoteca de Zaragoza se ve en la encrucijada de resolver un problema. O se despide a algunos de sus empleados o se reducen las sesiones. Leandro Martínez, director del área, resuelve el asunto de un modo salomónico: adiós a las seis sesiones semanales, o sea, unas veinticinco mensuales, y desaparición de la sesión de noche. Decisión discutible, por supuesto, porque se podía haber llegado a un pacto intermedio, pero así estamos y así nos encontramos.

Así las cosas, los ciclos se alargan en el tiempo, muchas veces sin poder proyectar un mismo filme en dos sesiones, lo que complica, también, su visionado. Sin ir más lejos, la retrospectiva a King Vidor, que se inicia antes del verano, sigue su curso, fluyendo lentamente por la pantalla de la sala de actos del palacio de los Morlanes. Otro tanto ocurre con el cineasta Nicholas Ray, cuyo ciclo se va a alargar, como la goma de mascar, hasta el bien entrado 2013. Finalmente, la estimulante mirada al cine japonés y la empresa Daeie también la estamos saboreando con cadencia, como los buenos vinos.

Desde estas líneas del “patrullero de la filmo” unimos las reseñas realizadas en su momento para que nuestros desocupados lectores se ubiquen correctamente en el concierto y desconcierto cinematográfico de esta época de crisis. No soy sociólogo ni tampoco vidente, pero como individuo, ciudadano y espectador detecto una tensión y un pesimismo social evidente que no se puede mantener por mucho tiempo. Yo, personalmente, soy optimista (“un optimista”, dice Truffaut, “es un pesimista con conocimiento”) y creo que los responsables econtrarán una solución a lo que han provocado. Pero quiero insistir en que para la salida de la crisis no basta solo con la imaginación al poder, ese eslogan de mayo del 68, sino que, desde el poder, deben fomentar y atender, antes de nada, a la educación, la cultura, la sanidad y el desarrollo social. Dicho lo cual, vayamos a lo nuestro.

NICHOLAS RAY

El “maccarthysmo”, ese tristemente célebre comité de actividades antiamericanas, esa lamentable lista negra de personalidades del entorno de la cultura, el espectáculo y la política a quienes se acusa de subversión en contra de Estados Unidos durante los primeros años de la guerra fría (y de participar en un plan para introducir la ideología comunista en los proyectos), clausura, entre otras muchas cosas, el cine negro, que alcanza su plenitud en los años cuarenta del siglo XX y que tarda muchos años en renacer bajo renovadas formas. Por ello, los policiales de la década de 1950 pierden los claroscuros estéticos y morales de la genuina serie negra, y solamente la presencia de grandes cineastas tras la cámara asegura la supervivencia de vínculos con la misma. Así sucede con “Chicago, año 30”, realizada por Nicholas Ray en 1958, la última de sus grandes películas, ya que a continuación su talento es pasto de superproducciones de dudosa reputación (“Los dientes del diablo”, “Rey de reyes”, “55 días en Pekín”). “Chicago, año 30” es, en efecto, una de sus películas más armónicas y plenas de vida, una historia de amor y de recuperación de la dignidad individual narrada con tanta sinceridad como intensidad. El filme, basado en una novela de Leo Katcher, con una fotografía en color de Robert Bronner, combina un violento relato de gángsters con un apasionado romance entre un abogado corrupto y una chica del espectáculo. Y, en cierto modo, cierra un modo de entender el cine que el propio Ray aún amplía ese mismo año con el apoyo de un argumento de Budd Schulberg en “Muerte en los pantanos”, un filme ecológico que explora las fuentes del género de aventuras para dirigir una mirada lúcida sobre el devenir del hombre, a través de un joven profesor, a finales del siglo XIX, que se enfrenta al líder de un grupo de cazadores sin escrúpulos.

De verdadero nombre Raymond Nicholas Kienzle (1911-1979), menor de cuatro hermanos, este ciudadano de Wisconsin y del mundo estudia arquitectura y sigue un curso especial de la mano de Frank Lloyd Wright. El alcoholismo de su padre, un alemán católico convertido al luteranismo, y la dedicación de su madre al mundo del escenario, marcan su destino. Licenciado por la universidad de Chicago, el verdadero interés de Ray se centra, no obstante, en el mundo del espectáculo y, poco después de concluir su carrera estudiantil, se enrola como actor en el seno de una modesta compañía teatral. Durante la segunda guerra mundial trabaja en el medio radiofónico y dirige para la CBS una serie de programas que alcanzan una enorme popularidad. Con la ayuda fundamental del productor John Houseman, quien ya le proporciona algunos empleos en la televisión, Ray regresa al teatro y dirige numerosos montajes desde 1941. Tres años después se acerca profesionalmente al cine al colaborar como ayudante dirección de Elia Kazan en “Lazos humanos”. Después de esta experiencia retoma brevemente al medio televisivo, en el que se encarga de la realización de una versión del drama “Sorry, wrong number”. Acepta, poco después, el ofrecimiento de la modesta productora RKO y dirige sus dos primeras películas, “Los amantes de la noche” (1947) y “Un secreto de mujer” (1948), que marcan el inicio de una apretada filmografía.

Adaptación de una novela de Edward Anderson, “Los amantes de la noche” es un gran filme romántico del que Robert Altman rueda en 1974 una versión muy diferente de la misma historia (“Ladrones como nosotros”), sobre una joven y rebelde pareja que habita en los bajos fondos de una gran ciudad y se ve empujada a la delincuencia y la marginación. Tanto la noche como los adolescentes se convierten, a partir de esta “ópera prima”, en las constantes más fuertes de su director. Por su parte, “Un secreto de mujer” adapta a Vicki Baum y nos introduce en un melodrama de relaciones existenciales, cargado de matices, entre lo romántico y lo policiaco, sobre una exactriz que ha perdido la voz y dedica su vida a crear una figura de cualidades excepcionales, pero sin ambición profesional. Ya para el productor Robert Lord, dirige sus dos siguientes filmes: “Llamad a cualquier puerta” (1948) y “En un lugar solitario” (1950), dos magníficas tramas policiales basadas en las novelas respectivas de Willard Motley y Dorothy Hughes. Construida a base de flash-backs (la pobre planificación no le deja a Ray otra alternativa), “Llamad a cualquier puerta” es un interesante thriller que destaca por la escena del juicio y del discurso final, en el que un prestigioso abogado liberal, surgido de los barrios bajos y la pobreza, asume la defensa de un joven delincuente acusado de asesinar a un policía. Bella combinación de melodrama y cine negro, “En un lugar solitario” es otra trama policial sobre un guionista escéptico y amargado, conflictivo y violento, empujado a la autodestrucción por su malsano carácter, que se ofrece como una aguda reflexión sobre el cine y la imposibilidad de crear una obra enteramente personal.

Sus siguientes filmes están producidos por las pequeñas compañías RKO –de nuevo- y Republic Pictures, al tiempo que rueda escenas adicionales para los filmes “Una aventura en Macao”, de Josef Von Sternberg, “Soborno”, de John Cromwell, “Roseanna McCoy”, de Irving Reis, y “Androcles y el león”, de Chester Erskine. Así, “Nacida para el mal” (1950), según la novela de Anne Parrish, es un estimable y particularmente extraño melodrama de grata atmósfera, complejidad psicológica y talento narrativo, y recuerda el “Caught” rodado un año antes por el gran Max Ophuls, en torno a una joven de apariencia dulce e ingenua que esconde a una mujer fría, ambiciosa y calculadora, a la que lo único que le importa es el dinero. Adaptación de la novela de Gerald Butler, “La casa en la sombra” (1950) es el retrato de un solitario y neurótico policía, alejado de la ciudad por sus jefes y enviado a una región montañosa para esclarecer un crimen, dando un giro su personalidad cuando el amor se introduce en su vida, en un soberbio y lírico encadenado de ambientes. Con “Infierno en las nubes” (1951) realiza un vulgar encargo bélico, marcial y militarista, absolutamente prescindible, después de negarse a filmar “I married a communist”, con la que carga más tarde Robert Stevenson. Ejemplar estudio de la sociedad americana a través del rodeo, donde el mito de la vuelta al hogar es analizado con acierto, “Hombres errantes” (1952) es su primer western, según la novela de Claude Stanush, una magnífica crónica sobre la difícil supervivencia de unos modelos de vida. Por su parte, “Johnny Guitar” (1954), de marcado carácter intelectual, es otro filme del oeste basado en el convencional texto de Roy Chanslor adaptado por el gran Philip Yordan, con el que Ray trasciende una historia melodramática en un filme psicológico y poético, sobrio y expositivo, para contarnos el arrepentimiento de un pistolero que vuelve a encontrarse con el amor de su vida: “¿A cuántos hombres has olvidado? / A tantos como mujeres tú. / Dime algo bonito. / ¿Qué deseas oír? / Miénteme y dime que me has esperado estos cinco años. / Te he esperado todos estos años. / Y que todavía me quieres, como yo te quiero a ti. / Te quiero como tú me quieres a mí. / Gracias, muchas gracias”.

A partir de este año, y después de dirigir el episodio televisivo de treinta minutos “El gran muro verde” para la serie de aventuras “General electric theater”, con Joseph Cotten de protagonista y un papel secundario para Ronald Reagan, Nicholas Ray abandona las pequeñas productoras y se afianza en compañías más potentes: Paramount, Warner Bros, Columbia, 20th Century Fox, Metro-Goldwyn-Mayer… Con “Busca tu refugio” (1955) realiza un vigoroso drama disfrazado de western, sobre una obra de Harriet Frank junior e Irving Ravetch, donde un exconvicto acaba de salir de prisión, tras cumplir seis años de condena por un crimen que no cometió, y es confundido con un asaltante de trenes, con una última escena, angustiosa, en que el protagonista espera la sentencia.

Con “Rebelde sin causa” (1955), acaso demasiado sentimental y algo desfasada adaptación de un libro escrito por el psiquiatra Robert Lindner, vuelve al ideario de su primer filme, a través de la difícil maduración de un joven, recién llegado a Los Ángeles, que debe enfrentarse a su familia, al amor, al gamberrismo de sus compañeros y a los caciques locales. La Warner tiene los derechos de esta obra sobre la violencia adolescente y piensa en Marlon Brando como protagonista y en Sidney Lumet como realizador. Finalmente es Ray quien se lleva el proyecto, pero no le interesan ni el psicópata ni el hijo de una familia desestructurada y reescribe con el productor David Weisbart una cruda historia de diecisiete páginas trufada de escenas violentas y delitos dando la vuelta al absurdo arquetipo según el cual la maldad anida en las familias pobres y salva a los ricos como los buenos. Ray recurre al joven y dinámico guionista Stewart Stern y apuesta por James Dean frente a Robert Wagner, Tab Hunter o John Kerr que quieren los estudios. Dean muere una semana antes del estreno mundial y se crea el mito que aún pervive.

Con “Sangre caliente” (1956) fabrica un discreto melodrama –en principio se plantea como comedia- por imposición de la productora, una simple historia de amor que Ray dirige con manifiesta despreocupación casi sin tiempo para concluir “Rebelde sin causa”, a partir de un argumento de Jean Evans que expone el tema de las difíciles relaciones entre gitanos y payos, símbolos respectivos de libertad y opresión. Tampoco anda excesivamente fino en la realización de “Más poderoso que la vida” (1956), según un artículo de Berton Roueche, una reflexión algo descafeinada sobre la adicción, centrada en la crisis emocional de un profesor de mediana edad que, para evadirse de las realidades cotidianas, toma un fármaco que le provoca alucinaciones. Ese mismo año, sin embargo, Ray vuelve por sus fueros con “La verdadera historia de Jesse James”, según el guion del libro de J.D. Horan rodado en 1938 por Henry King, un magnífico western sobre los hermanos forajidos, desde su participación en la guerra de Secesión hasta la muerte de uno de ellos por la espalda. Con “Amarga victoria” (1957), sobre la novela de René Hardy, el cineasta wisconsiniano realiza un extraño bélico, un alegato antimilitarista, aunque no es el asunto armado lo que verdaderamente interesa (el ataque contra los cuarteles de Rommel en Libia), sino el conflicto interno de los dos oficiales británicos que aman a la misma mujer.

Estos filmes son de caracteres, en los que las crisis profundas de los personajes se exteriorizan en términos visuales. Ray capta de manera extraordinaria el clima de los conflictos juveniles particularmente difíciles, confusos y desorientados, que provocan escozor en la década de 1950: rebeldía, sexualidad, vértigo, incomunicación… La peculiar crispación lírica da un sello personal al estilo de su cine y encuentra una de sus manifestaciones más directas en el género negro, sucesivas incursiones en relaciones y ambientes turbios, con perfectas reconstrucciones de sórdidos crímenes o pasiones patológicas. Es importante insistir en los buenos modos de Ray en esta etapa, en estos filmes de género, de estudio, porque si, ciertamente, hay un abismo entre estas magníficas cintas y los exagerados y aparatosos filmes-río de su última etapa, más comercial, vale la pena intentar localizar la relativa lógica de su evolución. Y la respuesta, posiblemente, está en que, al igual que Rossellini en sus películas, Ray trata de subrayar la contemporaneidad de los hechos que presenta, a la que dota de un notable carácter de novedad. Sus ideas acerca del inconformismo, la libertad y la violencia hacen de Ray uno de los mayores poetas del cine. El hombre, para Ray, se debate entre la posibilidad de la acción y la contemplación. Por eso, acaso, la justicia y la amargura son los temas centrales de la obra del director, que destaca mayormente por la nerviosa sobriedad, narrativa y cromática, con la que unos argumentos en principio convencionales adquieren, muchas veces, rasgos inusuales y una dimensión artística y un sentido dramático casi fascinantes.

Ray es un electrón libre, un rebelde con muchas causas, que tiene sus más y sus menos con la industria y quienes mueven sus hilos en Hollywood. Alterna genio y figura y utiliza un lenguaje cercano que sale de lo más hondo de la vida que ha compartido con la gente que lo ha acompañado en una travesía brutal de la que el cineasta saca con pinzas unos momentos de felicidad para que se disuelvan enseguida en la inmensidad de la tragedia. Son historias trágicas sobre la amistad, y sobre todo la ilusión como eficaz motor en la vida, y también sobre el trabajo y la adversidad, pero son, además, obras que indagan, quizá bajo planteamientos argumentales un tanto forzados, en el determinismo biológico y en el determinismo ambiental, en la violencia y la muerte, y, lo que es más importante, en el cisma que los seres humanos experimentan, y no siempre resuelven de manera acertada, entre su inteligencia y su moralidad. “Cuanto más inteligente, más cabrón”, dice uno de los personajes de su cine.

La carrera de Ray se extiende con filmes de casi todos los géneros. El cineasta pasa por el western, la comedia, el melodrama, el policial y negro, el cine histórico, el bélico, en unos casos como superproducción, en muchos otros como simples trabajos artesanales. Lo cierto es que en Nicholas Ray se encuentran múltiples elementos de interés, incluso en aquellos títulos de evidente esquematismo, olvidando claras excepciones como la insufrible “Infierno en las nubes”. Los actores son otra constante y otro gran motivo de atención de su obra, pues dirige a casi todos los grandes, que ya es decir: Humphrey Bogart, Joan Fontaine, Robert Ryan, Mel Ferrer, Farley Granger, Maureen O’Hara, Melvyn Douglas, Gloria Grahame –esposa de Ray, entre 1948 a 1952-, Ida Lupino, John Wayne, Susan Hayward, Robert Mitchum, Arthur Kennedy, Joan Crawford, Sterling Hayden, Ernst Borgnine, John Carradine, James Cagney, James Dean, Natalie Wood, Sal Mineo, Dennis Hopper, Jane Russell, Cornel Wilde, James Mason, Barbara Rush, Walter Matthau, Robert Wagner, Jeffrey Hunter, Alan Baxter, Richard Burton, Curd Jurgens, Christopher Lee, Christopher Plummer, Peter Falk, Robert Taylor, Cyd Charisse, John Ireland, Anthony Quinn, Peter O’Toole, Charlton Heston, Ava Gardner, David Niven…

Star system, desde luego, pero en la mayor parte de los casos sabiamente utilizado por Ray, que es elevadamente cotizado por actores y actrices. Muchos de ellos, ahí está Robert Ryan, consiguen con este cineasta algunos de sus mejores papeles. Una relación que el propio Ray describe así: “Nunca discuto el guion con los actores. Si veo que un actor –ya sea una estrella o un figurante- hace un esfuerzo, trata de trabajar, soy muy paciente. Si es flojo, o indolente, soy muy impaciente y muy rudo. Solo ensayo tres o cuatro semanas antes del rodaje. Los actores y yo nos reunimos durante todo el día y leemos el guion. Yo lo explico y ellos me hacen preguntas. De esta manera nos ponemos en forma, porque prefiero que el actor tenga la impresión de haber contribuido de alguna manera”.

Actor ocasional (a sus propias órdenes o a las de Milos Forman y Wim Wenders), y argumentista de la mediocre “El fabuloso mundo del circo” (Henry Hathaway, 1964), la etapa final de Nicholas Ray se compone de una desdichada trilogía en forma de superproducciones y unos últimos filmes experimentales. “Los dientes del diablo” (1960), la primera de las tres superproducciones, es una discutible adaptación de la novela de aventuras de Hans Ruesch ambientada en el Polo Norte. Coproducción entre Estados Unidos, Inglaterra, Italia y Francia, el filme trata de los conflictos de un pueblo primitivo con la civilización, a través de las dramáticas consecuencias que tienen lugar cuando unos esquimales son perseguidos por dos policías blancos, debido a que uno de aquellos, en un arrebato de furia, mata fortuitamente a un sacerdote.

Nicholas Ray es también uno de los creadores que intentan aportar una visión diferente de la figura estereotipada y encorsetada de Jesucristo. Resulta muy difícil resumir la cantidad de filmes inspirados en la vida y obra de Jesús de Nazaret, pero sería injusto no dedicar una reseña a “Rey de reyes” dirigida por el megalómano Cecil B(lount) DeMille en 1927. Esta producción es considerada en su tiempo como la obra definitiva gracias al tratamiento plenamente cinematográfico que el autor de “Los diez mandamientos” imprime a un argumento que renuncia a su interés por describir todos y cada uno de los episodios evangélicos. Nicholas Ray, con su nueva versión de “Rey de reyes” (1961), aporta una nueva perspectiva que nos ayuda a comprender la fenomenología de un personaje universal excesivamente divinizado. Con un guion escrito por Philip Yordan y en el que también participa activamente el escritor de misterio y ficción científica Ray Bradbury, el resultado es un fallido, impersonal y plano encargo dedicado a Cristo y ejecutado, al menos, por personas a las que el cristianismo no les importa nada. La primera intención de este proyecto es la de hacer una reconstrucción de la historia de Israel entre los años que van de la entrada de las legiones romanas en Jerusalén hasta la muerte de Jesús. Reconstrucción, en efecto, que, aparte de no ocultar su marcado acento sionista, convierte a Jesucristo en un personaje más de la época. Es decir, los hechos de su vida adquieren igual (o menor) importancia que la profanación del templo por las tropas del romano Pompeyo o a la descripción de los movimientos de resistencia antirromana. Ray se esmera a la hora de eliminar con mucho tacto cualquier circunstancia que recuerde la condición divina de su protagonista y hace un especial hincapié en el asunto de los milagros. Dejando de un lado estas peculiaridades ideológicas, otra de las obsesiones del guion es la de conseguir realismo y originalidad: Jesucristo visita al Bautista en la cárcel y Barrabás figura como líder de la guerrilla nacionalista antirromana. Jeffrey Hunter lleva a cabo una aplicada interpretación del hijo de Dios que es triturada por un gran sector de la crítica que rebautiza la película como “Yo fui un Jesús adolescente”. Lo cierto es que, tras protagonizar este filme, la carrera de Hunter cae en picado. En beneficio del actor cabe destacar que su Jesús resulta cercano, afable y carente de afectación, todo lo contrario a la figura arquetípica que el cine siempre crea para este personaje.

Al igual que “Rey de reyes”, “55 días en Pekín” (1963) es otra superproducción mastodóntica que Samuel Bronston lleva a cabo en la España franquista, con gran despliegue de medios y masas y un espectacular reparto, cuyo mayor interés reside en la correcta historia de amor. Dejando a un lado el tono declaradamente colonialista que impera en su trama, se trata de un tan entretenido como irregular filme épico, de aceptable lirismo y nulo estudio histórico, sobre el levantamiento de los bóxers contra las grandes potencias internacionales que quieren exprimir al máximo las riquezas de China. En 1900, en efecto, la ciudad de Pekín alberga gentes de las más diversas nacionalidades y una gran efervescencia política intenta sacar al país del control de las potencias extranjeras. Pese a su irregularidad, cuando se advierte la mano de Ray, el filme brilla a cierta altura. Sin embargo, al sufrir un ataque cardiaco durante el rodaje, el equipo de técnicos rueda lo que falta de metraje, dándole un sentido épico que no corresponde con la intención del director. Esta epopeya marca el principio de su decadencia.

Una década después de marcharse de Hollywood, expulsado de un rodaje por sus problemas con el alcohol y las drogas, y tras refugiarse temporalmente en España, donde abre un bar de copas y dirige dos películas que no le interesan, Nicholas Ray da con sus frágiles huesos en una universidad neoyorquina, donde es contratado para dar clases de cine. Allí, con la ayuda de sus estudiantes, pone en pie un proyecto inclasificable en el que trabaja hasta su muerte y que nunca termina: “No podemos volver a casa”. En el filme, tanto Ray como sus alumnos se interpretan a sí mismos en el proceso de rodar una película, lo que se utiliza como excusa para hablar del conflicto generacional –“crees que lo sabes todo solo porque has hecho películas y eres viejo”, le espeta un estudiante- y de los problemas políticos y sociales de entonces. La película recoge el fracaso de los jóvenes de entonces para conseguir cambios en la sociedad, un fracaso del que Nicholas Ray es la personificación. Con su parche en el ojo –“¿por qué lo llevas?”, le preguntan en el filme; “por vanidad”, responde-, su pelo blanco alborotado y su eterno cigarrillo en la boca, al final de su vida este cineasta de carrera fulgurante –apenas catorce años- es la imagen del artista maldito, rebelde con muchas causas, “el portavoz más sensible y elocuente de la soledad, el desarraigo, la violencia y la angustia de su tiempo”, en palabras del estudioso José Luis Guarner.

En 1974 preside el jurado del festival de cine de San Sebastián. En París monta la versión internacional de “Cenizas”, de Andrzej Wajda, e inicia una colección de pintura. En 1965 trabaja en el fallido proyecto de “The docteur and the devils” sobre unos traficantes de cadáveres y asesinos. En 1967 experimenta con pantalla múltiple en Checoslovaquia y se establece en la isla de Sylt, en el mar del Norte. Su vida errante y sus proyectos frustrados minan su moral. En 1968 deja inacabada “What”, que interpreta junto a su hijo Timothy, un largo sobre la juventud, su complejidad, sus esperanzas y sus relaciones con la generación mayor. En 1969 regresa a Chicago y rueda con los encausados del “Conspiracy trial” el proceso contra seis líderes de los movimientos juveniles de izquierda juzgados por traición del que surge “Conspiracy: the seditious movie”. En 1970 colabora en “The murder of Fred Hampton” sobre el asesinato del líder de los “panteras negras” a manos de la policía. Se somete a una cura antialcohólica e intenta inútilmente rodar “City blues”. En 1978 pasa sus últimos meses como bebedor y jugador compulsivo dilapidando su fortuna.

Un abismo que termina por alcanzarle. Ray, para quien “un hombre jamás logrará encontrar una vida equilibrada”, termina desterrado de Hollywood, destrozado por la muerte de James Dean, su amigo y protegido, y destruido por el alcohol y las drogas. En su última etapa pasa más tiempo entrando y saliendo de curas de desintoxicación que en unos rodajes de los que a menudo es despedido, como en los casos de “Muerte en los pantanos” y “55 días en Pekín”. Después trabaja en varios proyectos frustrados en Francia, Checoslovaquia, Alemania y España, hasta que desembarca en Nueva York y comienza “No podemos volver a casa”. “Esa casa que su título evoca no es otra que la de los orígenes perdidos –del arte en general, del cine en particular-, a la que ya es imposible regresar”, escribe el director Víctor Erice.

“No podemos volver a casa” (1971-1976) es una película excepcional, rabiosamente experimental, novedosa tanto por su contenido, por su forma de narrar y por su forma de realizarse, rodada, esto es, en todos los formatos y en la que el propio cineasta es un personaje: un viejo y famoso director de Hollywood que imparte clases de cine a sus alumnos de la universidad de Binghamton. La empieza a rodar como una manera de enseñarles cómo hacer películas, porque piensa que la única manera de enseñar realmente a realizar películas es que los alumnos puedan meter mano en ellas, palpar el proceso ellos mismos. La historia muestra esa interacción de los alumnos y el profesor, en este caso el director. La realización de películas y la relación con los jóvenes son, precisamente, dos de las pasiones de Nicholas Ray. Su principal pasión es realmente la experiencia del ser humano, con todos sus colores y todos sus matices. A mitad de este rodaje, el cineasta filma también “El conserje”, episodio del filme colectivo “Sueños húmedos” (1973), una historia de diez minutos interpretada por el propio Ray en el papel de un predicador de sermones obscenos. El resto de episodios están dirigidos por Max Fischer, Jans Joergen Thorsen, Lee Kraft, Hans Kanters, Heathcote Williams, San Rotterdam, Oscar Cigard, Falcon Stuart y Geert Kooiman.

“Relámpago sobre agua” (1979), en ocasiones citada como “Nick’s movie”, realizada en colaboración con Wim Wenders, es un estremecedor e insólito trabajo que recoge los últimos días y la agonía del cineasta, llegando a filmar su último suspiro, un caso único en la historia del cine que ilustra como pocos la identificación entre el artista y su medio, entre el hombre y el cine. Lo ilustra muy bien el estudioso Jean Tulard: “En abril de 1979, Wenders llega a casa de Nicholas Ray en Nueva York. El cineasta está afectado por un cáncer del que va a morir. El equipo de Wenders filma a Ray hablando de sus películas y reflexionando sobre el cine”…

Como cierre a este apasionante ciclo que ofrece la filmoteca de Zaragoza, cuyo departamento de exhibición y programación dirige Leandro Martínez, se ofrece el documental de Susan Ray, viuda del cineasta, “No esperes demasiado” (2010), un análisis de la evolución creativa de Nicholas Ray, centrándose en los diez últimos años de su vida, a través de materiales inéditos y entrevistas (Víctor Erice, Jim Jarmusch, Tom Farell, Ferry Bamman), del tormentoso romance entre el realizador y Hollywood, su exilio europeo autoimpuesto y su regreso a Estados Unidos. Dejo la palabra a Susan Ray: “La gente se ha centrado en sus excesos y adicciones, pero realmente, a corta distancia, era un hombre muy cariñoso y sensible, que se preocupaba mucho por los demás y tenía la asombrosa capacidad de captar el alma de las personas y elucubrar sobre el futuro. Nick rodaba con gente normal, con cuerpos imperfectos, decorados y localizaciones imperfectas, y buscaba la verdad de sus emociones, de la cultura que había en ese momento. Desde luego no era un santo. Además tenía muchas contradicciones y su convivencia no era fácil, pero su cariño y su generosidad eran muy reales. Nick era sobre todo una persona muy valiente, tanto intelectual como moralmente. Buscaba por encima de todo la verdad”.

Mirar atrás, en efecto, es abrir la ventana para que los vientos del pasado nos refresquen la memoria. En estos últimos filmes repasa su biografía lejos de la ficción, sin entrar en el espacio nebuloso y ambiguo que permite la autoficción. No hay afán en estos relatos, sí de repasar el álbum vital para rememorar los episodios que surgen, inesperadamente o por sorpresa, que le han dejado más huella. Es inevitable el desorden, la elipsis, los saltos en el tiempo, lejos de toda estructura lineal. La pasión vital es algo que nos contagia el autor en casi todas las imágenes, a pesar de haber seleccionado muchos episodios de sus vivencias no necesariamente gratos, los más espectaculares, aquellos en que la velocidad o la violencia nos arañan en secuencias más vividas. Nos advierte de un sempiterno consumo de alcohol, tabaco y estupefacientes, y nos invita a acompañarlo por una vida tumultuosa, un mundo fundamental, para quien ya no cabe el arrepentimiento pero sí la insatisfacción por episodios lejanos, la extrañeza que acompaña al cineasta y que le ha servido de inspiración o búsqueda en su gran capacidad de adaptación al mundo. Y sabe confesarnos sus carencias sin caer en derrotismos ni victimismo. Es importante mantener viva la memoria porque, desgraciadamente, viene a decir Ray (y Wenders), esta cultura de mercado que nos invade tiende a borrarla. Sin embargo, la memoria es nuestra conciencia. La grandeza del ser humano está en su capacidad de revivir el pasado, porque si no es así, se vive como un animal. El arrogante ser humano cree que con la tecnología vence a la enfermedad, al tiempo. Esto es una presunción que nos ha llevado a ignorar la muerte, y la hemos convertido en tema tabú, pero no se puede cancelar porque es un hecho de la naturaleza.

Nick, como le llaman sus íntimos, es un cineasta genial, pero no un cineasta sencillo: ni en sus películas, ni en su vida, ni en sus conversaciones intelectuales, tan suyas, donde mezcla, con sabio caos, un afán de conquistar y amalgamar todo el saber del mundo… En Ray hay un afán de remover todos los resortes del sentimiento y pensamiento humanos. Pero, asimismo, más secreto, otro afán trascendente, místico, que permite averiguar y conocer a los hombres libres, quienes saben, sin embargo, que son unos asnos y quienes los guían son los escribas al servicio del poder, que, sin fuerzas que los controlen, acaban tratando a las personas como a una banda de saltamontes o de hormigas, a los que les arrebatan la cerveza, el pescado o el trigo. Una filmografía, si olvidamos los inevitables tropiezos, unitaria y coherente con la simetría de un espejo roto, con la velocidad de las imágenes de la piel, descarnadas y fértiles. Cine de amor, poesía, poder, locura y muerte, del desgarro de la vida, desnudez cinematográfica y afonía existencial.

Decididamente, Nicholas Ray es, para los que alguna vez hemos caído en la insensata tentación de realizar películas, una transfusión de sangre, hierro y aguijón para los anémicos y los indecisos, un cineasta que es tormenta, deleite, asombro y fascinación. Un cineasta, en efecto, que se deleita con el ansia del explorador de un relato que descubre un objeto mágico. Bofetada, puntapié para los insulsos cineastas de la nadería, los apadrinados y los ególatras. La furia, el genio y el gozo compatiendo la misma amante.

 

KING VIDOR

-Vamos hacia el oeste.

-Estamos en guerra, ¿cómo pueden dirigirse al oeste?

-Primero íbamos hacia el norte y luego giramos a la izquierda.

La adaptación al cine, sobre un guion de Laurence Stallings y Talbot Jennings, que King Vidor hace de la primera parte de la novela de Kenneth Roberts “Northwest passage” nos deja este primoroso diálogo, todo un alegato sobre el honor y la lucha por la supervivencia. El director encauza la acción de manera limpia y fluida de modo que los diálogos chispean en los espacios escénicos llenos de brío e interés, que tiene en los intérpretes una de sus principales bazas. Spencer Tracy como el mayor Rogers, Nat Pendleton como el capitán Huff, Louis Hector como el reverendo Browne, Donald MacBride como el sargento McNott, Lumsden Hare como el lord Hamherst, y los penetrantes Robert Young, Ruth Hussey, Walter Brenan, Robert Barrat e Isabel Jewell establecen unas formas de ser y estar en el mundo durante un conflicto armado. “Paso al noroeste” (1940) nos habla de estos personajes broncos, rezongones, borrachines y fracasados, ariscos y sarcásticos, lúcidos, enérgicos, dipsómanos, y, en el fondo, tiernos e inocentes, que forman la expedición de un grupo de “rangers” para destruir un poblado indio. Un filme violento, lleno de penalidades y una salvaje batalla final, rodada por Jack Conway por ausencia de Vidor al no realizarse la segunda parte de la novela. El resultado es un impresionante relato épico que supone la primera película en color en la filmografía de Vidor, aunque en “El gran desfile”, en un imponente blanco y negro del operador John Arnold, ya fotografía algunas secuencias con el denominado technicolor.

Texano de Gavelston, King Vidor (1894-1982) se inicia en el cinematógrafo como portero y, luego, proyeccionista en un “nickelodeon” de su ciudad natal. Se entusiasma tanto con este espectáculo que decide dedicarse a él. Trabajando con una cámara que construye personalmente, empieza a vender a los noticiarios de Nueva York reportajes cinematográficos sobre los acontecimientos de la región. Un documental sobre un huracán en Gavelston, realizado en colaboración con Ray Clough, y la filmación del paso de las tropas americanas por dicha ciudad, con la ayuda del camareraman John Boggs, son el inicio de una serie de cortometrajes realizados por Vidor entre 1913 y 1915. Esta práctica amateur le conduce a ser operador de actualidades, poco antes de su llegada a Hollywood. También, en 1914, es productor, guionista, ayudante de dirección y actor en dos cortometrajes de Edgar Sedgwick. Escribe una cincuentena de guiones cinematográficos antes de lograr vender el de “When it rains it pours” (1916) para el productor William Wolbert, de la Vitagraph. Paralelamente trabaja como actor secundario en “Intolerancia” (David W. Griffith, 1915) o “The intrigue” (Frank Lloyd, 1916), para entrar después en la Universal, donde consigue un empleo de contable. A continuación escribe varios guiones, bien bajo su propio nombre, bien con el pseudónimo de Charles Wallis, y dan lugar a dos cortometrajes dirigidos en 1917 por William Beaudine, “What’ll we do with uncle?” y “A bad little good man”. Inmediatamente pasa a trabajar en calidad de operador para George Brown, obteniendo, al mismo tiempo, un contrato por parte del juez Willis Brown para el que realiza un veintena de cortometrajes educativos entre los que se conservan “Danny asks why”, “The deman of Dugan” o “Gimdrops and overalis”.

El debut como director de King Vidor en el campo del largometraje se produce en 1919 con “La vuelta del camino”, una realización para un grupo de médicos de la secta cristiana Eddysmo sobre una “ciudad de los muchachos” situada en Salt Lake City, capital de los mormones. El filme produce un gran beneficio económico y, animado por este éxito, rueda unos cuantos títulos, sin excesiva trascendencia, hasta 1925, basados en originales de Ellis Parker Butler, Ralph Connor, William Nathaniel Harben, Henry Kitchell Webster, Katherine Hill, Henry Rowland, Hartley Manners, Henry Kistemaeckers, Austin Strong, Winchell Smith, Joseph Hergeshelmer, Hartley Manners, Rachel Crothers, Elinor Glyn, Cyril Hume o Lawrence Rising: “Tiempos mejores”, “The other Half”, “Poor relations”, “Jack Knife man”, “El honor de la familia”, “The sky pilot”, “El amor nunca muere”, “Woman, wake up!”, “The real adventure”, “Del crepúsculo al alba”, “Conquering the woman”, “Tintín de mi corazón”, “La mujer de bronce”, “Tres solteros discretos”, “Flor del camino”, “Happiness”, “Wine of youth”, “Su hora”, “La mujer del centauro” y “Mujer altanera”.

Después de aparecer en el filme de Rupert Hughes “Almas en venta”, en el elenco de celebridades como él mismo, y producir para Rowland Lee “Alice Adams”, su primer éxito artístico se lo ofrece el poderoso productor Irving Thalberg, de la Metro-Goldwyn-Mayer, para llevar a la pantalla la primera parte de “El gran desfile” (1925), trilogía de Laurence Stallings sobre la guerra, el trigo y el acero. Se trata de un trágico, amargo, lírico y desencantado encadenamiento de situaciones por las que pasa un hombre obligado a participar en enfrentamientos militares. El sentimentalismo de la trama queda sobrepasado por extraordinarias escenas, sobre todo el desfile final que da título a la película. La alternancia de dos historias, la del conflicto armado durante la primera guerra mundial y la de los amores desgraciados de un soldado, se convierte en el hilo motor de la acción y el cineasta establece una especie de lazo de unión entre ambas líneas del argumento. No pueden olvidarse tampoco el carácter de tragedia épica que poseen algunos momentos del filme. Las salidas hacia el frente, la caravana de camiones con soldados o la secuencia de los soldados enemigos juntos en el hoyo del obús sirven para manifestar el punto sangriento y deshumanizador que hay en toda guerra.

Con el propio Thalberg realiza Vidor sus siguientes películas: “La bohème” (1926), sobre la novela de Henri Murger y con Lillian Gish en el papel de Mimí y John Gilbert en el de Rodolphe; “El caballero del amor” (1927), de nuevo con Gilbert de protagonista en una adaptación del texto de Rafael Sabatini; y, como última colaboración con el productor, “…Y el mundo marcha” (1928), una reflexión, trágica y puntillosa, amarga y angustiosa, sobre la soledad e individualidad del ser humano. A partir de aquí, el propio Vidor participa, en ocasiones, de las producciones: “La que paga el pato” (1928), basada en una obra teatral de Barry Connors y con escenas viradas en azul; “Espejismos” (1928), una cariñosa parodia sobre una actriz solterona desencantada y que es devuelta a los escenarios por un antiguo compañero de fatigas; “¡Aleluya!” (1929), su primer filme sonoro, un musical interpretado exclusivamente por negros y lleno de cantos religiosos, con la magnífica secuencia de la persecución y crimen en el bosque, donde los ruidos naturales adquieren un significado psicológico; “Dulcy” (1930), una discreta comedia que delata el origen teatral del texto de George Kaufman y Marc Connelly; “Billy, el niño” (1930), un western con actores poco adecuados basado en la novela de Walter Noble Burns; “La calle” (1931), un penetrante estudio de la clase media neoyorquina sobre el texto teatral de Elmer Rice; “El campeón” (1931), un enfoque sentimental del mundo del boxeo basado en un argumento de Frances Marion, del que Franco Zeffirelli realiza una nueva versión todavía más melosa; “Ave del paraíso” (1932), un eficaz relato entre la aventura y el melodrama situado en los mares del sur según la obra teatral de Richard Watson Tulli, y del que Delmer Daves realiza una nueva versión más espectacular, con un final en el que la protagonista, cumpliendo un rito pagano, se precipita a un volcán en erupción; “Su único pecado” (1932), según una pieza teatral de Robert Gore Brown a través de un largo flash-back en el que un abogado cuenta a su esposa el desarrollo de una aventura extraconyugal que concluye con el suicidio de su amante; y “The stranger’s return” (1933), una desangelada comedia pero con un interesante retrato de personajes basada en la novela de Phil Stong sobre una joven divorciada que decide volver a sus raices rurales.

Aunque el conjunto de su producción resulta extremadamente desigual, King Vidor pone en marcha su máquina desbrozadora para plantarnos en el terreno de lo real y se empeña en desvelar las falacias y trampas urdidas por los poderes, y las complacientes almas bellas, en el terreno de la ideología. Aplicando el impulso de lo real, lo simbólico y lo imaginario, se empeña en un análisis concreto de una situaciones concretas y visita distintas mistificaciones humanistas, ecologistas, globalizadoras, y otra serie de cuestiones enraizadas en su actualidad. Lo hace subrayando que la verdad de lo universal no puede articularse más que en el compromiso de lo particular de la singularidad, en el que el eslabón más débil en la cadena imperialista se sitúa en los pequeños pueblos. Reivindica, a su vez, el derecho a pensar de nuevo muchos de los temas que se dan por sabidos por el peso de las ideas heredadas. En “…Y el mundo marcha”, crónica social del sistema capitalista estadounidense, contada a través de la historia y el fracaso de un modesto empleado, Vidor concreta su idea general de pintar al americano medio de manera individual, en un país donde el hombre se siente inmerso y prisionero en la masa. Es, por decirlo de algún modo, la simple narración de una vida vulgar, de “uno en la multitud” –así se iba a titular la película-, un drama que se acerca al documental, sin violencia, ni amargura, ni tesis.

Con “El pan nuestro de cada día” (1934) el cineasta texano consigue una de sus grandes obras, lógica continuacion de “…Y el mundo marcha” en la época de la gran crisis. El filme, con guion del gran Joseph Leo Mankiewicz sobre un artículo aparecido en “Reader’s digest”, cuenta la historia de una pareja (Gary Cooper y Anna Sten) con grandes apuros económicos que hereda una granja y la convierten en una cooperativa. La secuencia de la llegada del agua a los campos resecos puede considerarse como uno de los mejores momentos épicos del cine, dentro de la extrema sencillez de sus medios. Le siguen “Noche nupcial” (1935), un argumento de Edwin Knopf sobre un célebre escritor en decadencia que descubre el amor puro en una chica de campo, con uno de los momentos mas emocionantes de su cine: el monólogo final de Gary Cooper –otra vez- ante la destrucción de sus sueños; “Paz en la guerra” (1935), discreta adaptación de la novela de Stark Young con el pétreo Randolph Scott; “The Texas rangers” (1936), excelente western con abudante acción según la novela de Walter Prescott Webb y objeto de un remake a cargo de Leslie Fenton; “Stella Dallas” (1937), una nueva versión del tremebundo folletín de Olive Higgins Prouty que Henry King rodara en 1925, con una sobria y desmedida Barbara Stanwyck; y “La ciudadela” (1938), bello filme sobre un médico rural que afronta la hostilidad de sus colegas y la desconfianza de los mineros escoceses a los que atiende, según una novela de A.J. Cronin.

Un año después, Vidor dirige las tres últimas semanas de rodaje, aunque sin figurar en los títulos de crédito, de “El mago de Oz”, la célebre fábula de Frank Baum dirigida por Victor Fleming y producida por Mervyn LeRoy, con unas curiosas escenas de apertura y cierre en sepia. Con “Camarada X” (1940) realiza el cineasta una delirante sátira de Rusia, para contarnos las peripecias de un comisario político soviético que cita a los corresponsales extranjeros –entre ellos un espía- para controlarles muy estrechamente. Con guion del gran Ben Hecht, este intento de recuperar el éxito de Lubitch en “Ninotchka” se anima en las escenas finales con una persecución de tanques al estilo Mack Sennet. Tras “Cenizas de amor” (1941), un drama sereno y equilibrado que adapta el original de John Marquand en torno a un hombre que renuncia a un amor pasional a favor de una vida rutinaria, Vidor realiza “American romance” (1944), su soñada película sobre el acero que pasa desapercibida, debido, tal vez, a una exaltación patriótica más que dudosa para contar la historia de un emigrante sin recursos que asciende en el escalafón social hasta dirigir una gran empresa de construcción de aviones y automóviles.

Posteriormente se incorpora al cine de gran espectáculo con “Duelo al sol” (1946), anticipación de la violencia que va a dominar su cine en los próximos años. Se trata de un notable y elegante western con un particular sentido romántico, una versión del mito de Caín y Abel con un duelo final entre las rocas que posee una rara intensidad. El filme, basado en una novela de Niven Busch, es, en realidad, una producción de David O. Selznick especialmente diseñada para Jennifer Jones, su esposa por aquellos tiempos, y por eso realizan algunas escenas (sin aparecer en los créditos) William Dieterle, Sidney Franklin, William Cameron Menzies y Josef Von Sternberg. Después de codirigir junto a Leslie Fenton “On our merry way: a miracle can happen” (1947), Vidor introduce, por primera vez, el tratamiento exaltador de un individuo por encima de la colectividad en “El manantial” (1948), una adaptación de la novela de la escritora rusa exiliada en Estados Unidos Ayn Rand sobre un arquitecto supuestamente progresista en una de sus películas más vigorosas y sensuales, más ambiguas y apasionadas. Con “Más allá del bosque” (1949), según el texto literario de Stuart Engstrand, el melodrama (una mujer malvada vive con su marido en el campo) es llevado a unos límites bastante discutibles. Otro melodrama es “La luz brilló dos veces” (1951), la asfixiante historia de una mujer que cree estar casada con un asesino, sobre la novela de Margaret Echard. Después del discreto “Japanese war bride” (1952), con Don Taylor, Vidor rueda una adaptación de la novela de Arthur Fitz-Richard, “Pasión bajo la niebla” (1953), un conseguido e intenso drama sobre un fanático religioso que pretende ser el timón moral y la voz de la conciencia de su hermana. Dos años después, en 1955, el cineasta texano vuelve al western épico con “La pradera sin ley”, el enfrentamiento entre rancheros y los cultivadores, interpretado por un Kirk Douglas en plenitud de facultades.

Máximo exponente de un cine social americano de características propias, unas veces valerosas y disconformes, otras sentimentales y con soluciones utópicas, King Vidor responde al espíritu de su país, cuya sociedad sabe pintar con exactitud y maestría. Sus dos últimas películas son dos discutibles superproducciones históricas: “Guerra y paz” (1956), sobre el original de Leon Tolstoi, y “Salomón y la reina de Saba” (1959), basada en un argumento de Crane Wilbur. La primera es un fresco que cuenta una historia de amor durante la invasión de Rusia por Napoleón, con unas escenas bélicas filmadas por Mario Soldati. La segunda es una fracasada versión del famoso pasaje bíblico, que interpreta, en un principio, Tyrone Power, pero, al fallecer este durante el rodaje, le sustituye el calvo Yul Brynner.

En torno al tradicional enfrentamiento entre el bien y el mal, con el planteamiento de la vuelta a la naturaleza como forma de recuperar la pureza, King Vidor plantea en sus obras la idea de los contrarios: el campo y la ciudad, el individuo y la sociedad, lo femenino y lo masculino, lo abierto y lo cerrado, dentro y fuera, felicidad y tristeza… Para ello, el realizador se sirve, técnicamente, de operadores de la valía de Henry Sharp, John Seitz, Gordon Avil, George Barnes, William Daniels, Gregg Toland, Victor Milner, Rudolph Mate, Harry Stradling, Joseph Ruttenberg, Ray June, Harold Rosson, Lee Garmes, Robert Burks, Sid Hickox o Jack Cardiff; de compositores de la talla de Alfred Newmann, Louis Levy, Herbert Stolhart, Bronislau Kaper, Dimitri Tiomkin, Max Steiner, Nino Rota o Mario Nascimbene; y de un puñado de guionistas de primera fila: Wanda Tuchock, Louis Stevens, Victor Heerman, Charles Lederer, Lenore Coffee, Silvia Richards o Borden Chase. Además, artísticamente, emplea en sus repartos conocidos rostros del mundo cinematográfico: Gregory Peck, Audrey Hepburn, Henry Fonda, Mel Ferrer, Charlton Heston, Karl Malden, Bette Davis, Joseph Cotten, Paulette Goddard, Fred MacMurray, James Stewart, Hedy Lamarr, Clark Gable, Robert Donat, Rosalind Russell, Dolores del Río o Joel McCrea. Al mismo tiempo, en sus filmes se oyen los ruidos de la naturaleza, los soplidos del viento, ese rumor que solo saben plasmar los más grandes, tanto en sus melodramas (bien entendidos) como en sus aventuras, sus comedias, sus relatos históricos, sus westerns, sus hazañas bélicas…

-Vamos a donde sopla el viento.

-Estamos al borde de la guerra, ¿cómo pueden dejarse llevar por el viento?

-Para que soplen vientos de guerra.

 

JAPÓN

Con la colaboración de Hiroyuki Ueno y Alejandro Rodríguez, de la fundación Japón, y de Catherine Gautier, de la filmoteca española, el departamento de programación de la filmoteca de Zaragoza, que dirige Leandro Martínez, inicia un sugestivo ciclo sobre la empresa Daiei, uno de los grandes estudios clásicos japoneses que producen cintas de género (el de espadachines hace furor en ese momento) y otras de mayor calado intimista. Fundada en 1942, esta productora explota de manera continua los dramas de época y cierra su periplo en 2004, tras varias décadas de intenso desarrollo, donde no faltan los altibajos económicos, los cambios de dirección y los tiempos muertos. El ciclo se compone de diez cineastas con algunas de sus obras más representativas, que suponen, en muchos casos, auténticos estrenos para el aficionado más avezado.

Se inicia esta muestra de cine japonés con el realizador Hiroshi Inagaki y sus filmes “Muhomatsu no issho” (1943) y “Te o tsunagu kora” (1947), película esta última de la que también se ofrece una segunda versión realizada en 1964 por Susumu Hani. A estos autores se suman Kôzaburo Yoshimura con “Itsuwareru seisô” (1951), Teinosuke Kinugasa con “La puerta del infierno” (1953), el gran Kenji Mizoguchi con la imprescindible “Cuentos de la luna pálida de agosto” (1953), Takuzô Tanaka con “Akumyô” (1961), Yuzo Kawaghima con “Shitoyakana Kedamono” (1962), Daisuke Itô con “Jshô” (1948), “Benten Kozô” (1958) y “Yosaburo” (1960), Kon Ichikawa con “Man’in densha” (1957), “Enjô” (1958), “Nobi” (1959), “Kagi” (1959) y “Hakai” (1962), para finalizar con Kiyoshi Kurosawa y sus filmes realizados en 1998 “Kumo no hitami” y “Ja no michi”.

La entrada de Japón en la segunda guerra mundial hace que el gobierno fusione en 1941 todas las firmas cinematográficas en tres: Shochiku, Toho y la recién creada Daiei (Dai-Nihon Eiga), y los noticiarios y el cine documental adquieren notable auge. Este difícil periodo es rico en experiencias estimulantes y permite el afianzamiento de nuevos talentos. El triunfo del filme de Akira Kurosawa “Rashomon” en Venecia, y el nuevo esplendor consiguiente del drama de época, hace que la Daiei insista en este género y se sitúe en primer término entre las producciones nacionales, con filmes como “Cuentos de la luna pálida de agosto” y “La puerta del infierno”, cuyos éxitos estimulan la producción de filmes en color especialmente destinados al mercado extranjero. También se dan a conocer cineastas prometedores como Kon Ichikawa, especializado en comedias a la americana.. En 1950 nace una nueva productora, la Toei, que pronto alcanza gran impacto por sus filmes destinados al público popular. A partir de 1953 la empresa Daiei entra en una fase de gran prosperidad, produciendo un filme semanal. La comercialización creciente del cine japonés impone una extrema racionalización del mercado con la creación de géneros bien determinados dirigidos a una clientela muy concreta: filmes de terror, de ficción científica, melodramas, bélicos, dramas de adolescentes… Los resultados más estimables se logran en el campo del cine histórico gracias a la labor de algunos directores. En 1957 las cinco grandes compañías existentes se unen para frenar la actividad creciente de las firmas independientes, que sufren un grave colapso, ya que la imposición de contratos exclusivos significa un retroceso para la industria, una nueva feudalización. En la década de 1960 inician su actividad tres jóvenes directores que llevan a cabo las obras más interesantes del cine nipón de la época: Shohei Imamura, Susumu Hani e Hiroshi Teshigahara. En 1961 la Shintoho cierra sus puertas tras una grave crisis financiera, mientras que la Daiei rueda el primer filme japonés en setenta milímetros, “La leyenda de Buda”, de Kenji Misumi.

Ahora, la filmoteca de Zaragoza nos ofrece la oportunidad de ver diversas obras de algunos realizadores de la Daiei, como Hiroshi Inagaki, ese ayudante de Daisuke Itô que se especializa en cine histórico. O el propio Daisuke Itô, con su gusto por la sangre y la violencia, la acción y el realismo. O Susumu Hani, con unas dotes excepcionales de introspección y sensibilidad en la descripción de caracteres femeninos. O Teinosuke Kinugasa, acaso de escasa originalidad aunque de gran calidad plástica. O Kenji Mizoguchi, que se incorpora en 1951 a la Daiei, en la que permanece hasta su muerte, en 1956, y donde lleva a cabo las obras culminantes de su carrera, entre sus tendencias románticas y líricas, realistas y naturalistas. O Kon Ichikawa, con sus filmes de gran violencia erótica y con sus filmes bélicos de excesiva atrocidad. O, para terminar, Kôzaburo Yoshimura, caracterizado por su gran versatilidad y adaptándose a los temas y estilos más variados, que recrea con una constante eficiencia: el drama bélico, la decadencia de la aristocracia, la corrupción de la postguerra, las luchas sociales, la leyenda histórica…

Un ciclo, pues, de visión obligatoria, con obras que se estrenan por vez primera en Zaragoza y otras que merecen un profundo respeto, casi místico, como “Cuentos de la luna pálida de agosto”, una auténtica obra maestra, de las de verdad, sin trampa ni cartón, una voluntaria locura que encierra todo el secreto de un alma sensible en la que se entremezclan sin solución de continuidad, sin clave resolutiva, sin prejuicio, el bien y el mal, la moral instituida y el loco lanzamiento, el romanticismo y el realismo, la tranquilidad y el éxtasis, el paroxismo y la paz, el sueño y la razón, la quimera y la experiencia, la cámara casi estática y la cámara enloquecida, la fotografía en “flou” y el contraste violento, la interpretación liberada de todo freno y la contenida, los fantasmas y los cuerpos vivos. La vida. El verdadero cine.

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