Fritz Lang III / Fernando Usón Forniés


Por Fernando Usón Forniés

ESTUDIO.

FRITZ LANG.- LA TELARAÑA DEL DESTINO.

Finalizamos este estudio con el análisis de las cuatro extraordinarias películas que nos quedaban, en muchos aspectos la culminación de la obra de su autor.

 

 Parte 3.

El ciclo Grahame.

     Las dos películas que Lang rodó con Gloria Grahame no presentan una unidad tan clara como las pertenecientes a los ciclos Sidney y Bennett; más bien, parecen bastante diferentes entre sí: “Los sobornados” (1953) es un trepidante film de gángsteres, uno de los más patentemente americanos de su autor, mientras “Deseos humanos” (1954) es más secreto y germánico, y su pertenencia al género negro, menos ortodoxa, si bien no tan discutible como la de “Perversidad”. Sin embargo, aparte de la misma actriz encarnando a dos de las más desafortunadas heroínas languianas, tienen en común a ese excelente actor que fue Glenn Ford y a la compañía productora, Columbia; también comparten una conclusión similar, la de un protagonista abocado a la grisura existencial, aparte de destilar ambas una ferocidad inaudita incluso para Lang, tal vez por ser las primeras que rodó tras su inclusión en las listas negras no escritas del nefando MacCarthy. Harry Cohn pudo sentirse satisfecho de haberle dado esta segunda oportunidad al inmigrante izquierdista y haberle otorgado, sin duda, una gran libertad: Lang le entregó dos obras maestras, las mejores películas jamás rodadas en la Columbia.

     “Los sobornados” presenta una nueva historia de venganza y tiene notables paralelismos con “Encubridora”. De nuevo, hay un hombre perdidamente enamorado, el sargento Dave Bannion, aquí de su esposa; de nuevo, Lang muestra la profunda unión de la pareja con un beso, sólo que  en escala todavía más próxima, en primerísimo plano, añadiendo además esa preciosa idea de los cigarrillos y las cervezas compartidos sobre la marcha; de nuevo, la muerte de la amada sume al hombre en la amargura total y lo aboca al odio y a la venganza, traducido semejante estado de ánimo, gracias a la extraordinaria interpretación de Glenn Ford, en algunas de las miradas más intensas de la obra languiana; y de nuevo, otra mujer pierde la vida en la consecución de los objetivos del justiciero, cuya victoria, por tanto, lejos de suponerle un bálsamo relativo, le proporciona un regusto aún más amargo.

     Pero en esta ocasión la venganza no se desarrolla en un ambiente pretérito ni de fábula, sino dentro de un entramado social amplio y concreto, que aporta la más rica galería de personajes de toda la obra de Lang, superior incluso a la de “Los verdugos también mueren”; muy especialmente, en lo que toca a los delincuentes, cuya presentación en el film, enlazados mediante conversaciones telefónicas (lo que, a su vez, sugiere la noción de una telaraña invisible), es modélica: de la recién viuda Bertha Duncan al capo Mike Lagana, y de éste a Vince por mediación de Debby. Así, Debby se presenta tumbada en el sofá, como corresponde a una mujer entregada a la vida muelle, ya que es la amante del hampón Vince; posteriormente, en numerosas ocasiones, la vemos admirándose o acicalándose frente a distintos espejos: lógico, ya que su belleza es su carrera. Así, el sicario Larry, siempre ataviado con trajes chillones, también gusta de contemplarse a sí mismo, en ocasiones a continuación de Debby, engrosando la lista de los narcisistas. Así, Vince, aunque no tiene una característica peculiar en primera instancia, acabará definiéndose evidentemente por su brutalidad, y más sutilmente, por la decoración de su lujoso apartamento, pródiga en muestras de ese arte moderno, de contornos primitivos y deformados, que, para Lang, es sinónimo de monstruosidad disimulada. Así, el capo Lagana, aparece por primera vez en la cama, avisado por su secretario en albornoz de la llamada de la viuda, sin inmutarse ni dignarse siquiera alzarse del lecho, lo que deja entrever que los dos hombres son amantes; es más, el director le hace mantener un brazo extendido, como si fuera una auténtica garra, mientras la extraordinaria fotografía de Charles Lang proyecta unas sombras sobre su cabeza, lo que le da el aire de una fiera en su cubil. Más tarde, veremos que en el lugar de honor del despacho del mafioso, sobre la chimenea, cuelga el retrato de su difunta madre, lo que sugiere un ascendiente inquietante, máxime cuando en la obra de Lang los cuadros que dominan los espacios de los personajes constatan una influencia negativa, si no maligna (y es de notar la evolución hacia referentes cada vez menos transparentes: del estridente Lucifer sobre Mabuse en “El doctor Mabuse” y Hitler sobre los jerifaltes nazis en “Los verdugos también mueren” a Homer sobre Adele en “Perversidad” y a mamá Lagana). Y finalmente, así, Bertha Duncan, cuyo rostro es el primero que se ve en el film y que es el personaje más admirablemente modulado de entre todos los malhechores: se la presenta a las tres de la mañana con los rulos puestos, y secuencia a secuencia, se le va adecentando el aspecto físico y mejorando el peinado a la par que crece su podredumbre interior, hasta culminar en su última aparición, envuelta en joyas y en un visón, arreglada con un elaborado tocado. Eso, por no hablar de la evolución de sus entrevistas con Bannion: la primera la muestra frente al tocador, como una actriz que se prepara en el camerino; la segunda, en el rinconcito de la ventana con amplios cortinajes, como si estuviera en el escenario; y la última, cuando ya no considera necesario fingir, en la planta baja, en la habitación donde se suicidó su esposo.

     “Los sobornados” cuenta, además, con una serie de brillantes ideas formales, presentadas con tal naturalidad que manifiestan que el camino hacia la austeridad en la obra de Lang ya ha culminado. Por ejemplo, la presencia de ciertos objetos, cuya gran densidad no necesita de subrayados, como es el cuadro de la madre de Lagana o son las pistolas que cunden por el film. O también, ese montaje que suele unir dos imágenes por su relación oculta. Así, cuando Dave por fin encuentra a una persona que le ayuda en su batalla, un primer plano suyo funde con la muñeca de su hija huérfana en el carricoche; la niña aparece en plano, coge la muñeca, la cámara retrocede y se ve a Dave contemplándola: la ayuda exterior lo anima a revivir. O bien, ese plano de Bertha Duncan asomándose a la ventana como una fiera al acecho, realzado por un pertinente travelling de avance, que funde con la notificación del asesinato de la amante de su marido: nada se dice (todavía), pero es evidente que la rencorosa mujer ha llamado al mafioso Lagana para que elimine a su rival. Y en especial, destaca el uso del símbolo, esa herramienta con la que tanto bregó Lang durante los años 20 y 30, y que en “Los sobornados” resulta magistral por su limpidez y contundencia. Basta con situar a Lagana en la terraza del apartamento de Vince, con los rascacielos iluminados de la ciudad tras él, para ilustrar toda su ambición. O ver el mecano de la hija de Dave derrumbándose para comprender que la vida del hombre se está desmoronando. O que la cámara se detenga sobre la portezuela del coche, destrozada por el atentado en el que Katie Bannion muere, para saber que la vida de Dave va a estar rota para siempre. O luego, mostrar a Dave pasando frente a un desguace repleto de coches ruinosos para sentir la enormidad de su vacío existencial tras la pérdida de Katie…

     La sociedad que muestra Lang en “Los sobornados” está muy próxima a la dominada por los nazis en su ciclo antifascista. Lagana controla todos los niveles de la sociedad, incluidas las altas esferas de la policía, y para las personas corrientes es imposible salirse del plan trazado sin que la organización tentacular del mafioso las delate y castigue impunemente. [Algo no tan lejano de nosotros como pudiera parecer: baste con pensar en la violencia y coacción etarras, cuyos rescoldos aún perduran. Anacronismos aparte, cabe aventurar cómo Lang podría haber tratado el tema en un hipotético film.] Hay también sicarios peripuestos (Larry no está demasiado lejos del comandante Haas de “Los verdugos también mueren” o del petulante Mr. Jones de “El hombre atrapado”), brutales verdugos que disfrutan torturando (el zafio Vince viene a ser como el Mr. Hyde del elegante Quive-Smith de “El hombre atrapado” o del bonachón Ritter de “Los verdugos también mueren”) y mujeres que, sin quererlo, se ven envueltas en una trama criminal (Debby sustituye aquí a la Jerry de “El hombre atrapado”). Y cualquiera puede acabar en las manos de los mafiosos. Con su mirada implacable, Lang muestra que los métodos nazis, su omnipotencia y temible dominio, son ahora patrimonio de los gángsteres, por muy americanos que sean: el peligro está en casa, o puede estarlo. En una situación así, la violencia acecha en cada esquina y el miedo es generalizado, por lo que cada cual sólo mira por sí mismo (como el satisfecho barman, cuya estulticia realza Lang en un oportuno contrapicado; como el orondo Mr. Atkins, que parece que vive para sorber cocacolas). Por ello, los revólveres son un leit-motiv del film, ya desde el impactante y extraordinario plano de apertura que nos muestra un inserto del arma, y en la misma toma, el suicidio de Duncan; por ello, personajes de ambos bandos y fronterizos también llevan pistola, como Dave, Larry, Debby y la viuda Duncan. No sólo el miedo, la soledad también acecha a infinidad de personajes: se adivina que Lucy Chapman y la mujer coja viven solas, y se sabe, porque se ven en sus viviendas y apartamentos, que la viuda Duncan y Larry también. Incluso los dos protagonistas, Dave y Debby, bien arropados al inicio del film, acaban solos, en sendas asépticas habitaciones de hotel, que más bien parecen jaulas. El momento más elocuente al respecto, y uno de los más bellos del film, es aquél en que Dave, finalizando la mudanza tras la muerte de su esposa, se queda solo en la casa vacía, sin muebles, absolutamente desnuda, tratando de contener la congoja que lo abate.

    Es de notar que, como quiera que, debido a la represión gangsteril, todo el mundo está indefenso y solo, la venganza de Bannion acaba convirtiéndose en un acto de justicia. Para comprobarlo es necesario atender al uso de la violencia en este film, en líneas generales la más explícita y espeluznante de toda la obra de Lang. Por lo general, los actos violentos de los maleantes vienen elididos, pero ello, lejos de restarles fuerza, les otorga mayor poder maléfico, los hace más incontrovertibles; por el contrario, tan sólo la mirada de Dave a los mafiosos parece un escupitajo, y sus arranques agresivos, que para sí quisiera el tildado Lagana, suelen registrarse frontalmente: lo vemos peleando furiosamente en varias ocasiones, e incluso intentando estrangular a Larry y a Bertha Duncan. En su sed de justicia, Dave acaba contagiando a un segundo personaje, a Debby, la cual, al haber sido desfigurada por Vince en esa antológica escena, una de las más crueles del cine, en que el rabioso le arroja café hirviendo a la cara, tomará el relevo como diosa vengadora; y es notable, por lo rarísimo en el cineasta cuando la violencia es de este calibre, que también Lang muestre frontalmente las agresiones de Debby, aún más furibundas que las del policía viudo: el asesinato de la viuda Duncan y la desfiguración de Vince. Tenemos, por tanto, la planificación fría y metódica, invisible, de los delincuentes frente a las descargas emocionales e incontrolables, visibles, de Dave y Debby, las cuales parecen enarbolar, inseparables de la venganza, el afán de justicia y el agradecimiento, respectivamente. Se ha solido considerar que, al mostrar las agresiones ejercidas por los personajes positivos y ocultar las perpetradas por los negativos, Lang tenía por objeto incomodar al espectador y cuestionar el sentido de una venganza furibunda, pero no creemos que éste sea el caso en absoluto en este film, y más bien pensamos que el director, y el espectador con él, condenan a los criminales alevosos y comprenden y perdonan a los vengadores, aplaudiendo el violento ajuste de cuentas con esos dos personajes tan detestables como son la arpía Bertha y el animal Vince. De hecho, Dave y Debby son dos de los personajes que se sienten más próximos emocionalmente, con los que la identificación es mas profunda, de toda la filmografía de Lang. Y es que la cuestión fundamental en “Los sobornados”, como en todas las anteriores películas antinazis de su autor, no es quién ejerce la violencia, sino hacia quién va dirigida, y que no mostrarla es un acto de respeto que se debe a las víctimas, pero no a los verdugos. Son esclarecedoras al respecto dos rimas convergentes en el personaje de Debby. Primera: Vince le arroja el café hirviendo, pero Lang no registra el momento del impacto, sino que se detiene, en un inserto diabólico, en el fuego al rojo de la cafetera; sin embargo, cuando Debby, en revancha, le tira el café a Vince, el impacto tiene lugar en cuadro. Segunda: al comienzo, el policía Duncan muere sentado al escritorio, en off, y la pistola y su cuerpo inerte caen sobre el mueble; ya hacia el final, su viuda, tiroteada por Debby, muere también junto al escritorio, pero en pantalla, y en una muestra del desprecio que le provoca a Lang, su cuerpo cae al suelo, más bajo que su marido; luego, Debby arroja la pistola junto al cadáver. Un detalle más de singular sutileza: en su trayecto final de vengadora, Debby, como la justicia, lleva la cara vendada, convirtiendo su estigma en soberanía…; aunque ciertamente no sea tan imparcial: a la diosa Justicia la venda le tapa ambos ojos, y a la furia Debby, el lado izquierdo del rostro, sólo un ojo por tanto…

     Pero la justicia, aunque necesaria, no conlleva el triunfo. La muerte de Debby es una de las rarísimas detalladas por Lang y, de éstas, la única glosada líricamente, merced a los primeros planos que el cineasta le dedica y al gesto de la joven de taparse su enorme cicatriz con el visón que le sirve de almohada. Su agonía, asistida por Dave, demuestra que, pese a haberse unido en la venganza, los personajes siguen estando solos, incomunicados, cada cual en su tanda particular de primeros planos, concentrado en sus propios pensamientos. Dave, por fin, en uno de los grandes momentos románticos del cine de Lang, se sincera con alguien rememorando a su mujer, transmitiéndole a Debby los momentos más tiernos de su convivencia…, pero está tan absorto en su desahogo, en su arrebato, que no se apercibe de que la joven expira… Dave volverá a su vida normal, al trabajo, sólo que el plano secuencia final, sin música, muy anodino y nada heroico, lo muestra emprendiendo una vida monótona y vacía.

    “Deseos humanos” tiene un curioso nexo de unión con “Perversidad”: también es un remake de una película anterior de Jean Renoir basada en una obra literaria preexistente, en este caso “La bestia humana”, de Zola. Y como ya había sucedido, de nuevo la elaboración del austriaco supera a la del francés, si bien no de modo tan abismal, pues el precedente es un film estupendo, uno de los mejores Renoir. Aun así, las modificaciones del guión ya apuntan a la superioridad de “Deseos humanos”: la acción transcurre en el desapacible invierno; hay todavía mayor concentración espacial que en el original y la renuncia a los exteriores idílicos es total (por ejemplo, Vicki y Jeff congenian en el mismo tren del crimen, frente a Sévérine y Lantier, que lo hacen en un parque); lejos de cierta suavidad inherente a Renoir, Lang define a los personajes más aceradamente, en especial a los Buckley, zafio y brutal, Carl, impenetrable y rematadamente mentirosa, Vicki, aún más que la Kitty de “Perversidad”, en ese afán del vienés por despojar a sus patéticas antiheroínas de todo atisbo de sinceridad que sí tenían sus antecesoras francesas; eso, sin olvidar que Carl obliga a Vicki a coquetear con Jeff descaradamente, empujándola al adulterio más evidentemente que su correlato francés. Incluso si se compara el inicio, muy similar en ambos filmes, pequeñas diferencias en los emplazamientos de cámara decantan la balanza a favor del film germano-americano, a pesar de que ambos comparten el parti pris de colocar la cámara en el tren: es el caso de la mayor insistencia en los planos desde el frontal de la locomotora, abundando en la idea de los raíles como un camino predeterminado; o es el del cruce de trenes, que en la película de Renoir se da algo asépticamente, mientras que en la de Lang se ofrece con la cámara entre ambos y en plano contraplano, añadiendo a este encuentro tan fugaz como programado una violencia soterrada que profetiza las relaciones posteriores entre los personajes…

    Casualidad o no, “Deseos humanos” resulta, al comienzo, muy próxima a “Clash by night”, la otra película que Jerry Wald le produjo a Lang con guión de Alfred Hayes: la introducción es casi puramente documental, no sólo por el trayecto inicial, sino por ciertos detalles que se muestran del funcionamiento de los trenes y de la estación; los personajes viven en una comunidad cerrada, casi como en un pueblito, donde trabajo y vivienda se localizan en el mismo entorno y donde, muy probablemente, muchas casas pertenecen a la compañía ferroviaria. Sólo que en “Deseos humanos” todo resulta mucho más agobiante y deprimente: los pitidos de los trenes se escuchan en las viviendas; la vuelta del bar a casa supone cruzar toda una retahíla de vías; los amantes furtivos se encuentran en los almacenes de la compañía, entre pilas de carbón… Ni siquiera existe el respiro, como en “Clash by night”, de una tarde en la playa, y cuando los personajes viajan, muy significativamente para una película americana de los 50, nadie usa coche, sino que todos toman el tren, emprendiendo ese camino predeterminado que marcan las vías.

    “Deseos humanos” es el film más asfixiante de su autor…, y también el más lábil e incierto, merced en gran medida a los prodigiosos claroscuros de Burnett Guffey y al personaje de Vicki Buckley, admirablemente encarnado por Gloria Grahame. De toda la insuperable galería de mentirosos de Lang, sin lugar a dudas, Vicki se lleva la palma; y eso que el embuste en ella recubre, como en el caso de la Ellen de “You and me”,  una gran inseguridad, a la que se debe añadir un miedo atroz. Su inseguridad queda apuntada en ese momento en que, con la sola posibilidad de reencontrar a Owens, Lang la retrata asomada a la ventana, de espaldas a cámara, sugiriendo la existencia de un pasado oculto y traumático que la joven aún no ha sido capaz de superar; y se hace patente cuando Carl le hace chantaje con la carta que Vicki escribió a Owens, amenazándola si intenta dejarlo (detalle inexistente en el original francés), haciendo que la joven viva con el alma en vilo a partir de entonces. Por otra parte, su miedo se trasluce en la exacerbada, histérica, reacción a la primera torta de Carl, tras la que la joven se pone a gritar como una loca; una trifulca de la que más tarde hará a Jeff un relato exagerado, puede que en esta ocasión no por mentir, sino porque ella misma lo crea así…; aunque, ciertamente, en una escena posterior se dejen adivinar maltratos más graves. También se percibe su miedo, de forma más sutil, cuando Vicki va, obligada por Carl, al encuentro de Jeff en el vagón, en la aprensión y duda que experimenta al ver el humo del cigarrillo del hombre…; si bien, más adelante, como entre otros amantes languianos (“Clash by night”, “Los sobornados”, “Más allá de la duda”), el rito del tabaco demostrará la complicidad entre la pareja. Sea como sea, el carácter, el pasado, las motivaciones de Vicki, le dan a “Deseos humanos” ese carácter tan ambiguo y movedizo, donde nunca se sabe a ciencia cierta qué pasa por la mente de los personajes (ejemplarmente de Vicki, pero también de Carl y de Jeff), ni qué ha sucedido realmente, pues cada versión contradice a la anterior o a lo visto por el espectador. Ni siquiera, al final, cuando, aparentemente, Vicki se sincera con Carl, se tiene la certeza de si todas sus palabras son verdad, o por el contrario, hay exageraciones tendenciosas, simplemente para zaherir a su odiado marido. No obstante, Lang aporta ciertos detalles en descargo de Vicki, pues si sus palabras no suelen ser de fiar, sus actitudes o atuendos dan claves sobre sus auténticos sentimientos. Así, si a Carl lo rehúye con asco, con Jeff busca un contacto físico que se modula de lo interesado a lo posiblemente sincero: le posa la mano en el brazo (un poco intempestivamente, en el tren), en la rodilla (junto a los almacenes), en los hombros (en su casa, al final). Y conforme se consolida su relación con el ferroviario, Vicki efectúa una especie de despojamiento en el vestuario: se desprende de sus característicos aros, que le dan ese aire tan llamativo y disponible, y tiende a vestirse de colores claros y suprimir los escotes, culminando en la última secuencia entre los amantes con el jersey de cuello alto, blanco, como si Vicki se hubiera purificado. Aún más, el film se cierra con una ironía terrible, y es que esta femme fatale de provincias, que empujaba a un bonachón excombatiente al asesinato de su posesivo marido, en el fondo tenía razón: su miedo, por más exagerado que pareciera, estaba plenamente justificado, pues efectivamente, como ella temía (aunque tampoco se recate en provocarlo), Carl acaba matándola. Su deseo de eliminar a su cónyuge no era, pues, más que defensa propia. [Tangencialmente, apuntemos la actualidad de la obra languiana, pues los malos tratos siguen siendo, por desgracia, una lacra de la sociedad…; si bien el tratamiento del cineasta es mucho más complejo que la simplificación política que hoy en día rodea la cuestión.]

    Lang no parecía tener demasiado aprecio por “Deseos humanos”, lo cual resulta sorprendente, siendo como es una película de riqueza prodigiosa. Quizá, ello se debiera a limitaciones en el rodaje que le obligaron a desechar ciertas ideas; o a algunas renuncias obligadas durante la elaboración del guión; o tal vez, a la poca sensibilidad del montador Aaron Stell, que da la impresión de, tal vez para reducir metraje, haber ensamblado algunos planos un poco precipitadamente, cuando no de haber eliminado pequeñas acciones, modificando, sin duda, el tempo original de Lang (hay un ejemplo de indudable desaparición: en la secuencia final, Vicki debería haberse quitado los guantes). Pero las imperfecciones del montaje no son tantas ni tan determinantes como para mermar la gigantesca fuerza del film; y puede que incluso los condicionantes de producción repercutieran positivamente en el alarde de concentración que debió realizar el director, que es precisamente uno de los aspectos más admirables y modernos de la película. El caso es que “Deseos humanos” es, a buen seguro, la película más representativa de su autor; y desde luego, aunque rara vez se le haya reconocido, quizá porque su majestuosa elaboración interna queda disimulada bajo esa apariencia ligeramente anodina que le da su máximo despojamiento, la cumbre absoluta de su carrera: cuenta con poquísimos elementos de base que se repiten obsesivamente, entremezclándose y generando múltiples asociaciones; se potencia limpiamente el uso del símbolo, sin que nunca se perciba como algo externo; los decorados son ya tan desnudos como en “Los crímenes del doctor Mabuse”, pero ello no les impide ostentar una rotunda expresividad; la ambigüedad, gracias a los continuos vaivenes de Vicki y a ciertas lagunas de Carl y Jeff, es constante, haciendo del film uno de los más sinuosos y movedizos del cineasta; hay un completo catálogo de los principales temas languianos: el destino, la venganza, la prisión, la culpa, la mentira, la tortura…, sólo falta la persecución; y aquí, como nunca, los instintos del sexo y de la violencia aparecen inextricablemente unidos, concentrados en la figura de los trenes.

     Aunque Lang, según declaraba a Bogdanovich, no creía que Renoir hubiera pensado en los trenes como símbolo sexual, es evidente que él sí lo hizo: en un compartimento sucede el crimen pasional de Carl (igual que, ciertamente, en “La bestia humana”), pero poco después, en otro, tiene lugar el primer acercamiento entre Vicki y Jeff, coronado por su primer beso (en el original este encuentro es muy fugaz y carece de toda connotación sexual); Lang retrata a Vicki viajando en el tren, cada vez que planea un encuentro furtivo, con Owens y con Jeff (no hay nada semejante en “La bestia humana”); en el primer caso, cuando le dice a Carl que verá ella sola a Owens, Lang corta a un plano exterior del tren atravesando el encuadre, y en el segundo, tras un plano de Vicki sentada y otro de Jeff guiando, se sucede el plano frontal, en movimiento, del túnel en el que entra el tren; el beso de los amantes en el apartamento de Chicago funde con el tren que llega a la estación; cuando Jeff rechaza los requerimientos amorosos de Ellen, ésta baja de la locomotora, y acto seguido, Vicki sube a su vagón; en fin, cuando a Carl ya le queda claro que la vida con Vicki, marital y sexual, ha tocado a su fin, éste, cerrando el bucle, la asesina en otro compartimento, aunando lo sexual con lo mortuorio (mientras en “La bestia humana”, es Lantier, el equivalente a Jeff, quien asesina a Sévérine, y no en el tren, sino en la casa de ella). Pero el ferrocarril también está asociado en “Deseos humanos” al crimen, a un crimen de raigambre sexual: en el preciso momento del asesinato de Owens, como Renoir, Lang impide al espectador toda visibilidad en el compartimento (Carl cierra la puerta; Roubaud, su equivalente, bajaba las cortinas), sólo que a continuación el austriaco añade un plano del tren, con su característico estruendo, atravesando la oscuridad y acompañado por un rápido barrido de seguimiento, lo que violenta sobremanera el momento; es más, cuando Lang vuelve al compartimento, igual que había hecho antes del asesinato tras otro plano exterior, lo primero que muestra es un inserto de la navaja de Carl, cuyas connotaciones fálicas son evidentes; más tarde, cuando Jeff sigue a Carl para eliminarlo, un tren de mercancías cruza el encuadre, impidiendo la visión del encuentro y relacionándolo con el crimen anterior. En “Deseos humanos”, la presencia de los trenes, sin tener en cuenta que el tema fundamental de la banda sonora se asemeja a su traqueteo, recorre prácticamente todas las secuencias del film, aun cuando las máquinas no sean visibles. Así: el único momento de cierta ternura entre los Buckley, en su primera secuencia juntos, tiene como fondo amortiguado el lejano paso de un tren; más tarde, Vicki, asomada a la ventana, oye el silbato, que le recuerda, impenitente, el asesinato de Owens; y el beso apasionado de Jeff y Vicki en uno de los cobertizos de la compañía viene sellado por el ruido de un tren que pasa, atronador, y la luz de su faro que los delata en la oscuridad… No sólo eso, tras haberse conocido Jeff y Vicki y haber llegado el tren a su destino, el inopinado encuentro de la pareja en el andén, con Carl presente, viene sellado por el tren que vuelve a ponerse en marcha, generando una serie de vertiginosas líneas horizontales tras Jeff, semejantes a esa infinidad de vías de las estaciones; líneas horizontales que se recuperan en algunos momentos clave: en su furtivo encuentro con Vicki, paseando entre los almacenes; en su escena con Ellen, con las sombras de las persianas venecianas proyectándose en las paredes de la habitación…

     Mención aparte merece la extraordinaria fotografía de Burnett Guffey, una de las mejores, y esto es decir muchísimo, de un film de Lang. Son numerosos los claroscuros ofrecidos por este gran director de fotografía, que inciden en esa cualidad de umbral, de la conciencia, de lo prohibido, que ostenta el film; las conversaciones en que un personaje iluminado frontalmente se enfrenta a otro difuminado a contraluz; los momentos en que la oscuridad da un aire furtivo a los encuentros, la penumbra les aporta un regusto erótico e íntimo, y la luz intensa se erige en una especie de acusación o de amenaza. Hay una idea sublime de iluminación que recorre algunos puntos álgidos del film: la de un rectángulo de luz que hiende la oscuridad, deslumbrante, casi cegadoramente…, como si fuera el haz del crimen; o mejor, de la culpa. Surge, por primera vez, cuando Carl ya ha asesinado a Owens y Vicki ya ha alternado con Jeff con objeto de desviar las sospechas: Vicki abre la puerta del compartimento y un haz de luz rectangular ilumina el cuerpo de Carl, que aún sostiene la navaja criminal, quedando su frente en sombra. Es más, en uno de esos abundantes momentos en los que en “Deseos humanos” varias ideas confluyen limpia y prodigiosamente en un mismo plano, la sombra de Vicki se proyecta nítidamente sobre su marido, añadiendo al crimen pasional representado por la navaja y a la idea de una culpa acusadora ejemplificada en el haz de luz, la noción de la insatisfacción sexual. Ese cuadrángulo luminoso será el que, luego, asista, denuncie o tal vez aceche en los encuentros de los amantes Jeff y Vicki: camufladamente, en su segundo beso, en el cobertizo de la estación; luego, abiertamente, en su cita en el apartamento de Chicago y en su entrevista final en la casa de los Buckley. En ambas viviendas, los amantes hablan o se abrazan en el salón a oscuras, mientras el haz cuadrangular de luz llega del dormitorio adjunto. En el apartamento de Chicago, la luz se interpone entre ellos, como si el crimen impidiera la consumación de su amor, y los personajes se desplazan de un lado a otro dependiendo de su aproximación a un punto común, de la superación de los escollos que estorban su relación. En casa de los Buckley, cuando ya la conspiración los ha unido, el rectángulo luminoso ya no los separa el uno del otro; pero aún más, Lang y Guffey añaden una rima genial, donde el personaje determinado al crimen se ilumina totalmente y se deja en penumbra al reticente: igual que en el tren Vicki estaba a contraluz, aquí está Jeff, e igual que la luz antes se desparramaba sobre Carl, ahora lo hace sobre Vicki, cuya frente queda sesgada por la sombra. Aún se sugiere más, por tanto: a la culpa, a la impotencia, se les añade la venganza.

    Prácticamente todos los planos de esta impresionante lección de cine que es “Deseos humanos” están cargados de sentido, muy especialmente en lo que a los Buckley se refiere; lógico, ya que el resto de los personajes, salvo quizás Ellen, y claramente Jeff al ser arrastrado por Vicki, viven una existencia monótona. Destaquemos la primera secuencia, absolutamente magistral, entre el matrimonio mal avenido. Cuando Carl llega a su casa, un árbol sin hojas ocupa el centro del encuadre, y la panorámica que acompaña al hombre no hace más que certificar la caducidad del entorno, en consonancia con las relaciones del matrimonio. El plano de presentación de Vicki la muestra como un ser sensual: con un fondo de música algo arrabalera (luego sabremos que procede de un tocadiscos), tumbada en el diván, su bien torneada pierna se estira en vertical en el centro del encuadre. Una vez ha entrado Carl, Vicki se sube al diván, se arremanga la falda y su pierna aparece junto al hombre sentado, acusando su dominio sentimental sobre éste. Carl le pide que llame a Owens, el protector de la joven, para que interceda por él en el trabajo, y Vicki se asoma a la ventana, de espaldas a cámara, como tantos héroes languianos de esa época (Dave Bannion, Jeremy Fox) con un pasado traumático. Cuando Vicki decide consentir a los requerimientos de su marido, primero, deja de mirar por la ventana y se coloca cara a cámara, y a continuación, la banda sonora reproduce la sensual música que antes sonaba en el tocadiscos, ahora extradiegética, como emanando de la mujer dispuesta a entregarse al placer. Vicki entra en el salón, Carl se lleva el whisky al sillón y la cámara efectúa un travelling curvado de acercamiento que acaba incluyendo, premonitoriamente, la jaula del pájaro. Vicki se sienta sobre Carl, incitante, para pedirle que se asegure de su petición, pero cuando el hombre se reafirma en ella, sus caricias se ven respondidas por un respingo de la joven, que va a llamar por teléfono a Owens, ocupando de nuevo la posición predominante en el cuadro: a partir de ese momento ya no se va a dejar tocar por su marido. Hay que añadir que esta maravillosa secuencia está pautada por varios planos medios de Vicki, registrados en cuatro tomas distintas, y que, por el contrario, no hay ni una toma donde Carl aparezca solo. Una lógica implacable, pues que Carl empuje a su esposa a su antiguo amante es el detonante de la tragedia que acabará estallando, y estos planos cercanos de Vicki, insertados en momentos clave, marcan admirablemente la progresiva evolución de su conciencia…, aunque no de modo evidente, sino de forma algo velada, secreta, como corresponde a esta mujer manipuladora: desde una inicial y jovial precaución hacia su torpe marido (parece estar acostumbrada, parece esperarlo, a que Carl le venga siempre con alguna chiquillería) hasta su decisión final de serle infiel, por el apocamiento y la falta de dignidad que muestra su petición.

    Ahora bien, esos planos densos y elocuentes de “Deseos humanos” no se limitan a esa secuencia germinal. En el apartamento de Chicago, cuando el marido celoso empieza a sospechar de la infidelidad de Vicki, su busto queda atrapado en el espejo (una idea que tendrá sus rimas más adelante). Cuando Vicki vuelve de su encuentro con Owens (del que el cariz sexual es evidente, mientras que en “La bestia humana” el adulterio parecía relegarse al pasado) y entra en el dormitorio del piso, Carl se acerca a ella dispuesto a abrazarla, y la cámara efectúa un tímido travelling de avance hasta plano medio largo; pero Vicki lo rechaza, y entonces la cámara retrocede, también en travelling, hasta un plano general de la habitación, que certifica el distanciamiento impuesto por la mujer. Vicki, obligada a improvisar unas excusas, miente permaneciendo en off, u ocultándose tras el vestido, al quitárselo, o tras la puerta del armario. Justo en ese momento (y en más de una ocasión posterior), será la sombra de Vicki, no su cuerpo, la que pase sobre el anhelante Carl. Cuando el furioso marido le pega a Vicki, ésta, presa de un terror animal, se cubre la cara con los brazos en cruz (un gesto, por cierto, que recuerda el ademán protector de Chris Cross en “Perversidad”).

     Ya en el tren, Vicki, previamente al asesinato de Owens, mira la navaja de Carl con una aprensión incontrolable que tiene mucho de premonición. Tras el asesinato, cuando el matrimonio cómplice debe volver a su compartimento, los desnudos pasillos de los vagones, como el rellano de “La mujer del cuadro”, se convierten en un obstáculo gigantesco. El inquietante plano donde la presencia de Jeff viene apuntada por el humo de su cigarrillo, casi como una amenaza, unido a los elocuentes gestos de Vicki, revela que, al inicio, la joven es renuente a alternar con Jeff. Por el contrario, los travellings que preceden a la pareja por los pasillos, con Vicki antecediendo a Jeff, muestran que la mujer dirige al hombre, pero también sugieren la posibilidad de un trayecto común; y ese plano en que ella se contempla en el espejo de otro compartimento, el mismo plano donde los amantes se darán el primer beso, no sólo recuerda el adulterio con Owens sospechado por Carl, sino que anuncian un cambio de disposición sexual en Vicki.

    De vuelta a una relativa normalidad, Carl se niega a destruir la comprometedora carta de Vicki; ésta sube la escalera, de espaldas a cámara, y Lang monta con un plano de Ellen avanzando de frente: la una se encuentra en un callejón sin salida; la otra tiene la vida por delante. Vicki cena sola en casa, con la sombra de la jaula del pájaro tras ella. Cuando Carl vuelve, durante la discusión de la pareja en la cocina, las sombras proyectadas al fondo indican en cada momento quién obsesiona a quién (Carl desea a Vicki, Vicki teme a Carl). Tras el rifirrafe, el hombre va al dormitorio y descubre que las dos camas, antes juntas, ahora se han reubicado y están separadas por las mesillas. Vicki se queda fregando y Carl sale de casa, ambos a distancia en un gran plano general, reencuadrados por los marcos de las respectivas puertas, de la cocina y del recibidor. Tras comprobar que la carta no se encuentra en el escondite de Carl, la consternada Vicki soporta, una vez más, el traqueteo de un tren; pero su pitido la lleva a otra idea, a una esperanza: como antes llamó a Owens, ahora telefonea a Jeff. En un sublime momento posterior, cuando Jeff acompaña a los Buckley a casa y ayuda a acostar al borracho Carl, Vicki vuelve a mirar por la ventana y suenan el silbato y el traqueteo de un tren: a ese pasado traumático se suma, una vez más, la angustia del reciente asesinato de Owens.

     Sobre los encuentros de Jeff y Vicki ya hemos hablado previamente, así que efectuemos un salto hasta la vuelta de su cita en Chicago. Al bajar de la locomotora, lo primero que ve Jeff es precisamente a Carl; el hombre engañado ni siquiera ve a su rival y se aleja, borracho y abatido, siguiendo el camino marcado por la vía: es incapaz de elegir la dirección de su vida. Cuando Vicki le confiesa a Jeff su insoportable convivencia con Carl, las dos lámparas del dormitorio están presentes al fondo del plano; Vicki siempre iluminada y Jeff en penumbra. Vicki, impotente, le cuenta a Jeff que debe marchar con Carl (“I’ve got to go with him”), y a lo lejos suena un tren, añadiendo a sus muchas asociaciones la idea de viaje y separación. Cuando Vicki deja caer la posibilidad de eliminar a Carl (“If something happened to him…”), un travelling de aproximación aísla a Jeff, que, seguido por una panorámica, avanza hasta el umbral del dormitorio, enfrentado, a contraluz y de espaldas a cámara, a las dos lámparas de mesilla. Tras el hipotético asesinato de Carl sugerido por el tren que cruza el encuadre, un demoledor efecto de montaje muestra a Vicki, en un eco moderno de “Las tres luces”, apagar una de las lámparas del dormitorio… Cuando Vicki, exasperada al descubrir que el asesinato no ha tenido lugar, se aleja de Jeff, un travelling que la precede acaba por descubrir en el salón una nueva lámpara de mesa, encendida. Vicki decide sincerarse totalmente con Jeff y avanza hacia él, de forma que los dos comparten plano; sin embargo, en el contraplano la escala es más amplia (plano medio de Jeff frente a primer plano de Vicki), lo que transmite cierto distanciamiento por parte del hombre: piensa que Vicki miente. En esta tanda de planos y contraplanos, Vicki se mantiene en primer plano, pero la escala sobre Jeff aumenta hasta plano medio largo, cuando la separa de sí. Jeff la abandona, y la derrotada Vicki, abortada ya su venganza, por primera vez en esta secuencia aparece a contraluz.

    En el tren que va a alejarla definitivamente de Jeff y de Carl, Vicki, de nuevo con sus sempiternos aros, aparece acurrucada en un rincón del compartimento, como una mancha negra en el entorno grisáceo. Vicki se mira en el cristal, no para arreglarse, sino para estudiarse; mientras tanto, Jeff, que guía la máquina, mira la invitación de Ellen. Carl entra en el compartimento de Vicki: un ligero contrapicado recuerda su primera agresión a su mujer, y la sombra horizontal tras él, el asesinato de Owens. Vicki se refleja en el cristal, abismándose en él, ¿igual que Carl cuando intuyó la infidelidad de su esposa?, ¿o como ella misma se reflejaba cuando sedujo a Jeff? Carl avanza y su sombra se interpone amenazadora entre ambos. En otro plano, la acerada sombra de Vicki trae a la memoria el deseo insatisfecho de Carl. Vicki se levanta y, como en el caso de su marido, una sombra horizontal aparece tras su cara, recordando ese momento en que planeó su venganza definitiva con Jeff…, sólo que ahora el desquite es de palabra y no por obra. Tras el forcejeo final de la pareja, un pronunciado contrapicado vuelve a denunciar el lado bestial de Carl: Vicki muere estrangulada, en off, y Carl arroja al suelo su cadáver. De vuelta con Jeff, éste sigue conduciendo, ignorante de lo sucedido, ilusionado e incluso algo ufano. El tren continúa su trayecto por la misma vía de siempre: Jeff, tras el cruce fugaz de su vida con Vicki, la gran infeliz, volverá a la suya habitual, monótona y tranquila. Seguramente, se casará con Ellen y olvidará que también él, en cierto modo, fue responsable de la muerte de Vicki.

La aventura.

    Durante toda su obra Lang había mostrado una irresistible atracción por la aventura: “Las arañas”, el episodio final de “Las tres luces”, “Los nibelungos”, sus películas con Mabuse, “Spione”, “La mujer en la luna”, casi todo su ciclo antinazi, “Espíritu de conquista”. Sólo que siempre la había camuflado bajo otros ropajes: el cine de espías, el cantar de gesta germánico, la ciencia-ficción, el western, la propaganda política… Por ello, era de justicia que acabara abordando el cine de aventuras abiertamente en algunas de sus formas más canónicas, que en concreto fueron la capa y espada y las aventuras exóticas, convirtiéndose, junto a Schoedsack y Tourneur, en el mejor cultivador de este, por lo común, menospreciado género. El resultado fue deslumbrante, sus mejores títulos aventureros y dos de las cumbres de su filmografía: “Moonfleet” (1955), también conocida en España como “Los contrabandistas de Moonfleet”, y ya de vuelta a Alemania, las dos partes de “El tigre de Esnapur” (1958). Ahora bien, de nuevo, como en el ciclo Grahame, el tratamiento de ambas obras por el cineasta fue sumamente diferente.

     “Moonfleet”, por sus tenebrosos paisajes, por la concepción pictórica de sus encuadres, por su inclinación a un ambiente fantástico, por su hincapié en el sentimiento y por la empatía que despiertan sus personajes, por la, esta vez sí, acertada partitura de Miklós Rózsa, es un film abiertamente romántico, la culminación de esta tendencia en la obra de Lang tras el lejano tanteo de “Las tres luces” y las excelentes “Sólo se vive una vez” y “Encubridora”. Por ello, también por el entusiasmo que destila su rodaje en magníficos decorados, interiores y exteriores reconstruidos en estudio, por su mirada inequívocamente europea, y a pesar de que sin duda el proyecto estaba más condicionado por la productora que las películas precedentes para Columbia, “Moonfleet” es, apropiadamente, uno de los filmes alemanes colados de contrabando en Hollywood por su autor. De hecho, no deja de resultar sorprendente que no pocas situaciones de la película provengan de anteriores títulos suyos, especialmente de la próxima “Los sobornados”: Jeremy Fox, como Debby Marsh (y como, en menor medida, Vicki Buckley), oculta una horrorosa cicatriz que es correlato de un estigma interno; como a Dave Bannion, Lang lo retrata de espaldas a cámara, asomado a la ventana o mirando al vacío, cada vez que piensa en su gran amor, la difunta Olivia, cuya muerte le ha supuesto un trauma insuperable; hay también una banda de delincuentes, si bien en esta ocasión Jeremy es su cabecilla. Y Lang transmite igualmente una sensación de decadencia moral de toda una sociedad, disimulada por la entrega a la diversión: el fox-trot que se bailaba en la casona del mafioso Lagana aquí se transmuta en un minueto ejecutado en el palacio del corrupto aristócrata lord Ashwood. También son numerosas las imágenes recuperadas de otros filmes. Por ejemplo, igual que se hacía con el Johnny de “Perversidad”, se equipara a Mrs. Minton con una serpiente, ahora tejida en un tapiz y en 1945 pintada por Chris, aunque el símil se sustenta aún mejor gracias a una adición de mayor sutileza: los sinuosos rizos de la dama se retuercen como una culebra. O asimismo, la cortina tras la que moría uno de los pistoleros de “Espíritu de conquista” vuelve a  aparecer aquí, sólo que el contrabandista, al caer, queda envuelto en ella como si fuera una mortaja…., salvo la mano que asoma, dándole un cariz más siniestro; y aún se recupera la imagen de nuevo, tras una de esas brutales peleas típicas de Lang, cuando Fox acaba envolviendo a otro desafiante rufián en una red de pescar. De hecho, en ese proceso de despojamiento de lo llamativo que caracteriza, a grandes rasgos, la evolución de la obra del cineasta, muchas de estas imágenes están recuperadas tan disimulada, tan naturalmente, que casi pasan desapercibidas: la flecha y las armas que suben y bajan en “M”, “La mujer del cuadro” y “Perversidad” se transmutan en el bastón agitado por lord Ashton en ese plano que sigue al muy sensual de la bailadora gitana realzando sus pechos, sugiriendo la probable impotencia del caballero rufián, y explicando por tanto el extraño triángulo en proyecto formado por Jeremy Fox y lord y lady Ashton. O los cirios menguantes de “Las tres luces” se transforman en la candela que, al final, Jeremy deja para alumbrar a John en la cabaña y que, a su vuelta, herido de muerte, ya casi se ha consumido: el símbolo tópico se ha convertido en orgánico e irreprochable, en una idea preciosa, máxime cuando, en planos y más planos, como previendo el destino de una vida que toca a su fin, Lang ha retratado obsesivamente a Jeremy Fox junto a diversas velas.

     Ahora bien, si “Moonfleet” es una gran película, no es sólo, evidentemente, por la elegante decantación de temas e imágenes languianos. De manera harto elocuente, la película comienza con el punto de vista de un niño huérfano, John Mohune, el cual, obedeciendo el deseo póstumo de su madre, Olivia, se encamina a la mansión de Moonfleet para que Jeremy, el gran amor imposible de la difunta, se haga cargo de él. Es mérito del film comenzar con el punto de vista del niño, y poco a poco, ir cambiándolo por el de Fox, proponiendo un camino de maduración del que el infante John Mohune todavía no es consciente, aunque sí lo sea el espectador. Por ello, comienza la película casi como si se tratara de un film de terror: noche cerrada (es antológica la iluminación de Robert Planck), páramos desolados, cementerios, manos que surgen de las tumbas, ahorcados, un jardín que parece una selva, criptas, ataúdes que se desprenden y liberan esqueletos, delincuentes que, en plano subjetivo de John, asemejan ogros… Mención especial merecen: por su misterio, el envolvente travelling que introduce a John en el jardín de Moonfleet, como si la mansión fuera un mundo ignoto por explorar; y por su ambigüedad, el personaje de Grace, la niña aristócrata, que siempre aparece de modo fantasmal, sin que nunca se vea cómo ha llegado, montando en su pony, en medio de la inhóspita noche, o esperando de pie, en el asilvestrado jardín. Y muy especialmente, se ha de destacar la gran relevancia que adquieren las estatuas, las cuales para el infante John son signos indescifrables, arcanos cuyo sentido real se le escapa: el ángel sin ojos, o mejor, con los ojos blancos (rasgo que reaparecerá en “Los crímenes del doctor Mabuse”), que custodia el cementerio; la colosal figura de su antepasado Barbarroja, cuya apostura tan sólo tiene parangón, con justicia, en la de Jeremy Fox, y a la que el niño, en una sucesión de planos cada vez más próximos, parece interrogar insistentemente; también las menos abrumadoras esculturas del jardín, como muestra ese mágico plano en que John toma un busto y lo estudia intrigado…

     Evidentemente, la presencia de Jeremy Fox poco a poco va cambiando el punto de vista y el tono de la película. Su antológica primera aparición no sólo lo dota de un imán del que no podrá desprenderse John, sino que marca ya un importante punto de inflexión en la imaginería terrorífica que hasta entonces ha dominado el film: Fox entra en la cabaña y la cámara retrocede respetuosa ante él. Pese a las abundantes correcciones de cámara, Lang, en un plano de minuto y medio de duración, siempre mantiene a Fox a la derecha de cuadro, opuesto a la banda de contrabandistas, a la izquierda; y junto a él, la bella gitana que lo acompaña, con sus coloridas vestimentas, ya le asocia los colores rojizos, en contraste con el resto de los personajes. Tras este soberbio largo plano de presentación, en escala entera y americana, será la mención de su amor perdido, Olivia, la que, con gran pertinencia, provoque, por corte, el primer plano de acercamiento a Jeremy, significativamente, con una vela tras él, en la pared… En estos dos prodigiosos minutos ya se articula la esencia del personaje principal. Por un lado, obsesionado por la difunta Olivia, y con esas velas que suelen lucir tras él como marcando la inexorable cuenta atrás de su existencia. Por otro, en sus apariciones públicas, ataviado siempre con alguna prenda de un rojo vivo (o bien, por delegación, como en este caso inicial, en la gitana): esté donde esté, reunido con la banda de malhechores con sus atuendos ocres, o en los salones rococó con las vestimentas y los rasos de color pastel, Jeremy Fox siempre llama la atención, lo que indica tanto su atractivo (las mujeres lo reconocen por sus besos)… como su exclusión de todas las capas sociales.

    Sin embargo, en los momentos íntimos, con John y con Mrs. Minton, siempre pródiga en lucir colores violentos, Jeremy cambia el rojo por el negro: es un hombre escindido, cuya apostura oculta un dolor lacerante que puede llegar a ser terrible, como prueban esos truenos y esa tormenta que, como un eco de su fuero interno, rugen y se desatan cuando la sibilina Mrs. Minton hurga en la llaga… La llegada de John Mohune, por un lado, contribuye a reabrir la herida, y por otro, supone un revulsivo: el niño le ofrece su amistad desinteresadamente, una amistad sin fisuras que tiene mucho de enamoramiento. Sólo que esa dádiva tiene doble filo, pues en el entorno emponzoñado en el que se mueve Jeremy la pureza es un escollo. Así que en “Moonfleet” Lang da la vuelta a su tema favorito del inocente maleado por el entorno, y en esta ocasión es el puro e ingenuo el que, a fuerza de bondad indestructible, acaba desestabilizando al truhán, cuya toma de conciencia viene ofrecida, significativamente, por una cadena de hechos violentos. “Hay más peligro en que él me destruya a mí” (“It’s far more dangerous him destroying me”), advierte Fox a Mrs. Minton… Por ello, la secuencia final en que Jeremy por fin le devuelve la amistad a John (preferimos obviar el pegote impuesto por la Metro, detestado, lógicamente, por el director), esa secuencia en que el hombre herido de muerte retira la cruel carta de despedida al niño, colocada bajo la candela prácticamente consumida; en que luego, contemplado por John, en el mismo plano gracias a una genial transparencia, reencuadrado por el ventanuco de la choza, se dirige a la barca; en que el bote, con esa vela ominosa, roja como la sangre que ya asomaba por la casaca de Jeremy, se hace a la mar; en que el inocente John se despide, sonriente, incapaz de captar el auténtico destino de su amigo; esa secuencia final es una de las más hermosas y emocionantes de toda la filmografía de Lang.

     De vuelta a Europa, Lang rechazó varios de los proyectos que le propuso el productor Artur Brauner, que estaba empeñado en reverdecer los laureles silentes del cine alemán, hasta que le llegó el turno a “El tigre de Esnapur” (1958), el cual, al igual que tantos de los títulos mudos de su autor, acabaría fragmentado en dos partes debido a su larga duración: “El tigre de Esnapur” y “La tumba india”. Que este díptico ejemplar volvió a confirmar la fuerte personalidad y el gran talento del cineasta lo prueban dos comparaciones. Primera, con otro film producido por Brauner con presupuestos similares (aventuras, remake de un éxito mudo alemán, separación en dos partes), “Los misterios de Angkor” (1960), pues allá donde Dieterle fracasó estrepitosamente, Lang ofreció una película extraordinaria; y eso que el bávaro era un director de categoría. Quizá la cuestión de fondo sea que Dieterle nunca llegó a ser un auténtico autor en el sentido estrictamente cinematográfico, sino que era un artesano (eso sí, uno de los más excepcionales que ha dado el cine, como bien demuestran tantas películas excelentes, superiores en número y calidad a la de tantos reputados autores), pero, como tal, excesivamente dependiente de unas condiciones favorables de producción (de la organización de los estudios, de la presencia de solventes colaboradores). En cambio, Lang, acababa llevando todo a su propio terreno, situaciones, ideas e imágenes, y si el guión de partida lo permitía, y el de “El tigre de Esnapur” es prácticamente suyo, y el presupuesto no era ridículo, era capaz de extraer un potencial insospechado de sus proyectos. La segunda comparación es con el original, “La tumba india”, dirigida por Joe May también en dos partes en 1921, que es un film muy estimable pero indudablemente inferior a la prodigiosa reelaboración languiana. Lo cierto es que la película de May se basaba en un guión original del propio Lang y de von Harbou, que finalmente no pudo rodar su inventor porque gustó tanto a May, en un principio sólo productor, que decidió, para el disgusto del austriaco, dirigirla él mismo. Sin duda, el cine salió ganando con la usurpación, pues es dudoso que en 1921 Lang hubiera conseguido una obra tan extraordinaria como es su versión tardía. De hecho, el cineasta introdujo numerosas modificaciones, de forma que tan sólo conservó la situación de partida (un arquitecto europeo que es requerido por un maharajá indio para construir una monumental tumba) y un par de peripecias, ubicadas en momentos distintos (la criada eliminada por las intrigas palaciegas y el acoso de los leprosos a la mujer europea). Y para hacer el film todavía más suyo (evidentemente, en 1958 el hombre no podía ser el mismo de 1921), mantuvo el protagonismo del maharajá, pero cambió la balanza, que pasó de favorecer al matrimonio inglés de la primera versión (alemán, en el remake) a centrarse en la pareja interracial, de mayores posibilidades trágicas (aunque, a diferencia del original, no lleguen a morir) y que le posibilitaba recuperar su muy querido tema de los enamorados perseguidos por un sistema coercitivo (“Las tres luces”, “Sólo se vive una vez”, “Cloak and dagger”).

     Siempre ha sido “El tigre de Esnapur” un film polémico, y casi siempre denostado; especialmente en el momento de su estreno, con la honrosa salvedad de la entusiasta crítica francesa y con los posteriores cineastas Chabrol y Rivette como paladines de lujo. Es fácil comprender por qué, pues la apariencia de “El tigre de Esnapur” es más bien vulgar: la de un cine popular de gran espectáculo, centrado en la acción y con nulas ambiciones psicológicas, a lo que, sobre todo para los espectadores actuales, se han de añadir algunos deficientes efectos especiales (el tigre disecado contra el que lucha Harald, la acartonada cobra a la que se enfrenta Seetha, la chapucera cabeza cortada). Ciertamente, Lang, en las entrevistas concedidas, nunca pretendió ocultar que quiso rodar un film popular, lo que, desde luego, consiguió, pues su epopeya india fue, al menos en Europa, un impresionante éxito de taquilla; pero es más, el mismo film ya lo confiesa desde el inicio, mostrando una sorprendente aproximación a los modos del cómic, ese cómic que Lang ya admiraba en “La mujer en la luna”, lo mismo por su planificación (la aparición de Seetha por mero corte) que por su narrativa (Harald alza del suelo a dos soldados y golpea sus cabezas ¡como si fueran cocos!). Es cierto que el impresionante despliegue de producción, sobre todo con unas localizaciones, unos decorados y un vestuario impresionantes, oculta apenas la debilidad de algunos sectores, como la mediocre música (¡atribuida a distintos compositores en cada una de las partes!) o la discreta iluminación de Richard Angst (empeorada en la actual edición en DVD, cuya imagen es prístina, pero cuyo etalonaje erróneo en nocturnos e interiores, como se puede comprobar por los trailers originales del film, realza algunos defectos). Sin embargo, lo sorprendente de “El tigre de Esnapur” es que, partiendo de una base tan alicorta intelectualmente y contando con colaboradores tan poco destacados, llegue a alcanzar una densidad fuera de serie y acabe convirtiendo un ligero cómic de aventuras en una profunda disertación sobre el destino y la condición humana. Evidentemente, esto apenas se puede rastrear en los diálogos, pero Lang lo consigue con su minuciosa construcción del guión y con su prodigiosa puesta en escena: no apreciar “El tigre de Esnapur” suele ser indicativo de una profunda ignorancia de la esencia y el poder del cine.

     Desde el principio, el film muestra, limpiamente, dos líneas de fuerza: lo onírico y lo dual. Para los occidentales, la India siempre ha sido paradigma de misterio, y desde luego, Lang no renuncia a dicha percepción, máxime cuando la confrontación cultural será una de las corrientes subterráneas del film. Cuando Harald, el arquitecto alemán, descansa a las puertas del pueblo, oscurece y suena la alarma; la multitud y la grey de niños que abarrotaba el entorno se ponen en movimiento, y tras dos breves planos del europeo y otro subjetivo suyo de la atalaya donde suena la campana, un contraplano de la explanada la muestra inquietantemente desierta: la desaparición de los indígenas es misteriosa, sucede de un plano al siguiente, sin apenas continuidad. Más tarde, Harald, en el patio de la cabaña donde se aloja, se gira, y ahí, en la vivienda vecina, inmóvil, observándolo, está Seetha, envuelta en su sari turquesa y su velo esmeralda, en una presentación que recuerda poderosamente a la de Alice en “La mujer del cuadro”, ya que Seetha, reencuadrada por una brecha del tabique, tiene algo de efigie; sólo que, al igual que la de la niña de “Moonfleet”, su aparición resulta todavía más misteriosa: parece que Seetha, a la que hasta entonces no se ha visto, siempre hubiera estado ahí, que hubiera esperado la presencia de Harald para materializarse; y su sensualidad, gracias al exuberante uso del color, resulta sin duda superior. La India, pues, ofrece a Harald promesas de aventura, misterio y amor: lo mismo que se evaporan las multitudes, se encarnan las bellezas. Lang, por tanto, prepara al espectador para un periplo donde todo puede surgir o esfumarse, tan sigilosa como sorpresivamente, donde todo sigue el curso de la ensoñación, la pesadilla, y hasta la magia. Y de hecho, aún manteniendo un tono realista (todo lo que la exótica localización permite), numerosas apariciones o desapariciones seguirán teñidas de los tonos de la manifestación: la presentación del fiel Asagara se registra con su mano que surge en plano… para recoger un cigarro descuidado en la mesa de trabajo de Harald; en plena danza frente a la diosa Shiva, Seetha alza la vista y ahí, en lo alto, enmarcado, está Harald, observándola (en un eco de la presentación de ella y en el reverso de la fascinación que el occidental siente por lo oriental), para luego, tras un plano de la turbada bailarina y otro del suspicaz sacerdote, haber desaparecido; en los subterráneos aguardan esqueletos y guardias momificados; a la cueva de los leprosos se accede, sin aviso, traspasando una puerta en los subterráneos… o bajo un hoyo en los pasadizos; los pasillos de palacio, escalera tras escalera, puerta tras puerta, acaban conduciendo al patio de los tigres; una araña teje su tela en unos segundos, aislando a los amantes Seetha y Harald en la cueva; los pies de Ramigani delatan su presencia junto a Irene y Walter Rhode; una explosión les abre el camino a los cocodrilos; etc. etc. Este tipo de detalles retrotrae al episodio chino de “Las tres luces”, sólo que, reflejando la maestría alcanzada por Lang, la magia cede la preeminencia a los resortes del sueño. Todo ello no hace más que confirmar la singular esencia atemporal de “El tigre de Esnapur”, ya evidente en la fecha de su realización; una cualidad que se debe asumir para su completa degustación.

     El otro pilar que sustenta “El tigre de Esnapur” es la cuestión de la dualidad, la cual resulta indisoluble de la visión que el occidental tiene de Oriente en general, y de la India en particular: la atracción que despierta su milenaria cultura y sus bellos parajes parece inextricablemente unida de la desconfianza que provocan sus oscuras gentes; o dicho de otro modo, los distintos modos y costumbres, la otredad, lleva aparejada lo mismo la fascinación por el exotismo que la sospecha de peligros latentes. Y es de notar que, frente a lo monolítico de los personajes europeos, suspicaces y prepotentes, la complejidad, la dualidad, parece patrimonio de los indios. Así, el maharajá Chandra es presentado oponiendo una belleza casi de tarjeta postal a una violencia soterrada e inquietante: igual que se refugia en el hermoso jardín acuático, avivando su melancolía, alimenta a sus mascotas, tigres de Bengala, canalizando su agresividad sofisticadamente. Muchas veces se ha apuntado, con razón, que el palacio de Chandra es, de hecho, reflejo del mismo maharajá: bajo una parte superior opulenta, bella, inmaculada, rectilínea, lista para satisfacer a los turistas ávidos de exotismo (el sueño), se oculta la parte inferior, sinuosa, decadente, repulsiva, pútrida, oculta por todos los medios a los ojos del extranjero (la pesadilla); el laberinto de los deslumbrantes corredores del palacio tiene su reflejo en los asfixiantes pasadizos del subsuelo, y si arriba tienen lugar las grandes festividades y exhibiciones del régimen, abajo se recluye todo aquello que podría ponerlo en entredicho, como los guardianes momificados o los leprosos. Esta dualidad, rayana en la esquizofrenia, constituye a Chandra en una especie de psicópata, casi como el de “M”, sólo que exótico, atractivo y refinado; y su afán por retener a Seetha a la fuerza y por mantenerla encerrada, por fustigar a sus súbditos sin piedad, por arrojar a sus rivales a los tigres, su delirio por erigir una monumental tumba para alguien que aún no ha fallecido, o bien para un amor que tampoco ha muerto porque nunca existió, no hace más que confirmarlo: el tigre de Esnapur del título no es tanto la fiera devoradora de hombres que acecha al principio como ese inquietante segundo yo, ese otro, que se refugia en el maharajá. Ahora bien, en “El tigre de Esnapur” todo resulta infinitamente más complejo de lo que parece a primera y aun a segunda vista: el exótico maharajá, al fin y al cabo, no lo es tanto, pues ha tenido una educación europea… Y tampoco él es el único que cuenta con su dual, con ese reflejo que cuesta aceptar, que acecha y desestabiliza: igual que el palacio de Chandra queda duplicado en su pútrido subsuelo, Seetha, asomada a la superficie del estanque, aparece enfrentada, irónicamente, a su posible ascendencia europea, la que le hará enfrentarse a su cultura y tradiciones. Surge, así, una refinada ironía en el film: los europeos son bien europeos, pero los indios, al menos Seetha, Chandra y Asagara, no lo son del todo, física, cultural o emocionalmente, lo que les otorga una mayor humanidad y comprensión, que comparten con el pueblo llano indio, que la bastante escasa de los occidentales, más bien despectivos…; aunque, ciertamente, ese racismo latente tiene su contrapartida en el que ostenta la casta sacerdotal hindú hacia los extranjeros.

     La cuestión de la dualidad queda sabiamente reflejada en la misma estructura de la película, no tanto porque esté dividida en dos partes, sino porque todas las situaciones más importantes aparecen duplicadas en ambas entregas, hasta el punto de que “La tumba india” se erige lo mismo en continuación que en variación de “El tigre de Esnapur”. Por ejemplo, en “El tigre de Esnapur” Harald se ve obligado a vagar por los pasillos de palacio y acaba en el foso de los tigres, mientras en “La tumba india” Ramigani hace otro tanto por los pasadizos subterráneos y acaba encerrado en una cueva a la que acudirán los cocodrilos. O Harald, en dicho momento de “El tigre de Esnapur”, mira arriba y descubre, sorpresivamente, a los hombres de Chandra vigilándolo desde las almenas, mientras en “La tumba india”, en ese mismo foso, se interrumpen los latigazos a Chandra y de repente, aparecen formados en las almenas los hombres del capitán Dak. Son sólo dos ejemplos, y no los más determinantes, los cuales, por su importancia dramática y espectacular, serían los dos bailes de Seetha a los pies de la efigie de Shiva, en ambos casos interrumpidos de alguna forma por los hombres que se la disputan.

     Y por supuesto, está también el tema favorito de Lang: el combate de los hombres contra los dioses. Sólo que aquí las divinidades no sólo se encarnan en un orden social representado por el maharajá, su conspirador hermano, el príncipe Ramigani, y ejemplarmente, la casta sacerdotal, sino también, quizá, literalmente en los mismísimos dioses, los cuales contemplan a los infortunados humanos, desde la altitud, sin inmutarse. Aparte de esos planos contundentes del sol abrasador o de la gigantesca estatua de Shiva, que asiente indiferente o se ensombrece amenazante, hay ciertas ironías en el film que así lo refrendan: Seetha, en la cueva, ofrece unas frutas a la estatua de Shiva, y la araña teje, prodigiosamente, su tela; en cambio, cuando el hambriento Harald se dispone a comerse una de las frutas, Seetha es atrapada. En general, Seetha siempre parece dispuesta a aplacar a los dioses y a respetarlos, mientras Harald y Chandra son más proclives a desafiarlos (es justamente admirado el disparo al sol del desesperado Harald); pues bien, Seetha acabará obteniendo lo que desea (el amor de Harald), mientras los hombres deberán renunciar a sus ambiciones (Harald, a su proyecto arquitectónico; Chandra, al trono). Evidentemente, Lang no olvida que hay hombres que se subrogan a los dioses y, supuestamente, se encargan de transmitir sus designios, cuando en realidad promueven sus propios intereses (es de notar la tosquedad de esa Shiva primigenia esculpida en roca, su inmediatez y pureza, frente a la talla más sofisticada, maleada, en la estancia del sumo sacerdote); y así, si los dioses parecen contemplar, indolentes, a los mortales, en realidad, son más bien los afanes amorosos y las ambiciones políticas las que mueven las vidas humanas.

     Apuntalando bien la maestría de la epopeya india de Lang están su complejidad casi invisible y su deslumbrante inventiva visual, que, como su narrativa, juegan con la convención para superarla con creces. En lo que concierne a su asombrosa complejidad, apuntemos unos contados ejemplos. La melodía irlandesa se convierte en un nexo de unión para la pareja en el momento en que Harald la entona y Seetha la reconoce inmediatamente, intuyendo su posible ascendencia europea; más tarde, Harald, en palacio, silba la tonadilla, y ésta se interrumpe con el anuncio de la llegada del maharajá. En esa misma escena, Chandra le regala al alemán un precioso anillo en prueba de una amistad que el indio presume sólida, pero Lang enlaza con la siguiente secuencia cortando a un plano de Seetha maquillándose para la danza, ocupando en el cuadro justo el lugar entre los dos amigos. Hay, por tanto, un enfrentamiento radical entre los dos hombres, que no es tanto un choque cultural (hay algo de eso por parte de Harald, pero no tanto en lo que al europeizado Chandra toca) como una primitiva lucha por el dominio de la hembra, la cual culmina en la confrontación final entre los rivales, donde Lang los transforma en poco menos que animales, sudorosos, heridos y sangrantes, con el pecho descubierto, y subrayando aún la idea con un par de planos casi obscenos: a la altura de las caderas, cada uno sujeta su arma, amenazador. Otro ejemplo, que apunta a otro tipo de sugerencias. Irene, la hermana de Harald, contempla hipnotizada el aparatoso y chirriante abanico que cuelga del techo, decorado con inquietantes motivos oculares, y que, en un inserto previo, en un detalle nada gratuito, Lang ha mostrado que maneja un criado: el chirrido del vaivén y el imán que supone su presencia son obsesivos. Tras un momento que muestra a Irene y su marido planeando escapar del marasmo que los envuelve, una panorámica va del abanico a la puerta de la estancia para mostrar la llegada de Chandra, cerrándose así un círculo que se abría con el plano del criado al principio de la secuencia: a posteriori, esos ojos del abanico, manipulados por el sirviente, adquieren una densidad singular, pues sugieren una vigilancia continua e ineludible a las personas que habitan en palacio. Chandra, Ramigani, los sacerdotes, son primos hermanos del doctor Mabuse o del mafioso Lagana…

     Finalmente, destaquemos un par de ejemplos que refrendan la feraz inventiva de “El tigre de Esnapur” y “La tumba india”. En el palacio del maharajá, a Seetha se la asocia a un pájaro enjaulado, una idea de prisión que, se ha de reconocer, es uno de los clichés más insignes y manidos del cine (sin ir más lejos, el mismo cineasta ya lo había utilizado en “Deseos humanos”). Sólo que, secuencias antes, Lang ha mostrado a Chandra dando de comer a un tigre a través de las rejas, identificando al hombre, por tanto, con otro animal enjaulado; y en esa misma secuencia con Seetha, justo a continuación de un plano de la apesadumbrada bailarina junto a la jaula, lo retrata tras las celosías que encierran a la mujer, contemplándola en silencio, enfermo de deseo. Con ello, la idea de encierro se amplía tanto en asociaciones como en significados, y se sugiere que los personajes son, ciertamente, prisioneros, pero, al menos los indios, no tanto de un espacio físico (como lo son Harald, encerrado en las mazmorras subterráneas, o los Rhode, retenidos en palacio) como de sus pasiones y sentimientos, de sus roles y convenciones sociales. También es sobresaliente la idea del estanque asociado al amor, retomada de “Sólo se vive una vez” y más profundamente elaborada: aparece por primera vez cuando Harald y Seetha contemplan sus reflejos en la alberca del patio, y algo (¿una piedra?, ¿un pez?), con su impacto, borra sus imágenes como un mal presagio; secuencias más tarde, cuando Harald va al socorro de Seetha, encerrada en palacio, atraviesa una terraza y, en una imagen memorable, la luna se refleja en la superficie de un estanque, medio oculta por las nubes; finalmente, en la lujosa habitación donde Seetha está recluida luce en el centro una fuente, tan bella como artificial, donde el agua fluye continuamente, lo mismo cuando la joven languidece prisionera que cuando, ya fugada, Chandra rememora a su amor no correspondido.

     Es evidente, o al menos debiera serlo de una vez por todas, que “El tigre de Esnapur” no sólo consiguió erigirse en un éxito popular, sino también en un triunfo artístico. Cabe deplorar, por tanto, que, en su sentido de apuesta comercial, no diera los frutos que Lang esperaba, pues, por un lado, debido a su desastroso lanzamiento americano, donde se comprimió en un solo film, reduciendo la duración total a menos de la mitad, y por otro, a la falta de sintonía del cineasta con la Alemania de posguerra, no supuso el relanzamiento de su carrera, que tan sólo conseguiría prolongarse con un título más: “Los crímenes del doctor Mabuse”. Tal y como quedó la filmografía de Lang, “El tigre de Esnapur”, por su austeridad rayana en la desnudez, indisoluble de la espesura de ideas y asociaciones que genera, por su rica imaginería enfrentada a la severidad de su mirada, es una de las obras mejores y más significativas de su autor, un digno colofón a una de las carreras más apasionantes de toda la historia del cine.

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