El patrullero de la filmo: Con ustedes, Nick, el alborotado poeta del parche


Por Don Quiterio

El “maccarthysmo”, ese tristemente célebre comité de actividades antiamericanas, esa lamentable lista negra de personalidades del entorno de la cultura, el espectáculo y la política a quienes se acusa de subversión en contra de Estados Unidos durante los primeros años de la guerra fría (y de participar en un plan para introducir la ideología comunista en los proyectos), clausura, entre otras muchas cosas, el cine negro, que alcanza su plenitud en los años cuarenta del siglo XX y que tarda muchos años en renacer bajo renovadas formas.

Por ello, los policiales de la década de 1950 pierden los claroscuros estéticos y morales de la genuina serie negra, y solamente la presencia de grandes cineastas tras la cámara asegura la supervivencia de vínculos con la misma. Así sucede con “Chicago, año 30”, realizada  por Nicholas Ray en 1958, la última de sus grandes películas, ya que a continuación su talento es pasto de superproducciones de dudosa reputación (“Los dientes del diablo”, “Rey de reyes”, “55 días en Pekín”). “Chicago, año 30” es, en efecto, una de sus películas más armónicas y plenas de vida, una historia de amor y de recuperación de la dignidad individual narrada con tanta sinceridad como intensidad. El filme, basado en una novela de Leo Katcher, con una fotografía en color de Robert Bronner, combina un violento relato de gángsters con un apasionado romance entre un abogado corrupto y una chica del espectáculo. Y, en cierto modo, cierra un modo de entender el cine que el propio Ray aún amplía ese mismo año con el apoyo de un argumento de Budd Schulberg en “Muerte en los pantanos”, un filme ecológico que explora las fuentes del género de aventuras para dirigir una mirada lúcida sobre el devenir del hombre, a través de un joven profesor, a finales del siglo XIX, que se enfrenta al líder de un grupo de cazadores sin escrúpulos.

De verdadero nombre Raymond Nicholas Kienzle (1911-1979), menor de cuatro hermanos, este ciudadano de Wisconsin y del mundo estudia arquitectura y sigue un curso especial de la mano de Frank Lloyd Wright. El alcoholismo de su padre, un alemán católico convertido al luteranismo, y la dedicación de su madre al mundo del escenario, marcan su destino. Licenciado por la universidad de Chicago, el verdadero interés de Ray se centra, no obstante, en el mundo del espectáculo y, poco después de concluir su carrera estudiantil, se enrola como actor en el seno de una modesta compañía teatral. Durante la segunda guerra mundial trabaja en el medio radiofónico y dirige para la CBS una serie de programas que alcanzan una enorme popularidad. Con la ayuda fundamental del productor John Houseman, quien ya le proporciona algunos empleos en la televisión, Ray regresa al teatro y dirige numerosos montajes desde 1941. Tres años después se acerca profesionalmente al cine al colaborar como ayudante dirección de Elia Kazan en “Lazos humanos”. Después de esta experiencia retoma brevemente al medio televisivo, en el que se encarga de la realización de una versión del drama “Sorry, wrong number”. Acepta, poco después, el ofrecimiento de la modesta productora RKO y dirige sus dos primeras películas, “Los amantes de la noche” (1947) y “Un secreto de mujer” (1948), que marcan el inicio de una apretada filmografía.

Adaptación de una novela de Edward Anderson, “Los amantes de la noche” es un gran filme romántico del que Robert Altman rueda en 1974 una versión muy diferente de la misma historia (“Ladrones como nosotros”), sobre una joven y rebelde pareja que habita en los bajos fondos de una gran ciudad y se ve empujada a la delincuencia y la marginación. Tanto la noche como los adolescentes se convierten, a partir de esta “ópera prima”, en las constantes más fuertes de su director. Por su parte, “Un secreto de mujer” adapta a Vicki Baum y nos introduce en un melodrama de relaciones existenciales, cargado de matices, entre lo romántico y lo policiaco, sobre una exactriz que ha perdido la voz y dedica su vida a crear una figura de cualidades excepcionales, pero sin ambición profesional. Ya para el productor Robert Lord, dirige sus dos siguientes filmes: “Llamad a cualquier puerta” (1948) y “En un lugar solitario” (1950), dos magníficas tramas policiales basadas en las novelas respectivas de Willard Motley y Dorothy Hughes. Construida a base de flash-backs (la pobre planificación no le deja a Ray otra alternativa), “Llamad a cualquier puerta” es un interesante thriller que destaca por la escena del juicio y del discurso final, en el que un prestigioso abogado liberal, surgido de los barrios bajos y la pobreza, asume la defensa de un joven delincuente acusado de asesinar a un policía. Bella combinación de melodrama y cine negro, “En un lugar solitario” es otra trama policial sobre un guionista escéptico y amargado, conflictivo y violento, empujado a la autodestrucción por su malsano carácter, que se ofrece como una aguda reflexión sobre el cine y la imposibilidad de crear una obra enteramente personal.

Sus siguientes filmes están producidos por las pequeñas compañías RKO –de nuevo- y Republic Pictures, al tiempo que rueda escenas adicionales para los filmes “Una aventura en Macao”, de Josef Von Sternberg, “Soborno”, de John Cromwell, “Roseanna McCoy”, de Irving Reis, y “Androcles y el león”, de Chester Erskine. Así, “Nacida para el mal” (1950), según la novela de Anne Parrish, es un estimable y particularmente extraño melodrama de grata atmósfera, complejidad psicológica y talento narrativo, y recuerda el “Caught” rodado un año antes por el gran Max Ophuls, en torno a una joven de apariencia dulce e ingenua que esconde a una mujer fría, ambiciosa y calculadora, a la que lo único que le importa es el dinero. Adaptación de la novela de Gerald Butler, “La casa en la sombra” (1950) es el retrato de un solitario y neurótico policía, alejado de la ciudad por sus jefes y enviado a una región montañosa para esclarecer un crimen, dando un giro su personalidad cuando el amor se introduce en su vida, en un soberbio y lírico encadenado de ambientes. Con “Infierno en las nubes” (1951) realiza un vulgar encargo bélico, marcial y militarista, absolutamente prescindible, después de negarse a filmar “I married a communist”, con la que carga más tarde Robert Stevenson. Ejemplar estudio de la sociedad americana a través del rodeo, donde el mito de la vuelta al hogar es analizado con acierto, “Hombres errantes” (1952) es su primer western, según la novela de Claude Stanush, una magnífica crónica sobre la difícil supervivencia de unos modelos de vida. Por su parte, “Johnny Guitar” (1954), de marcado carácter intelectual, es otro filme del oeste basado en el convencional texto de Roy Chanslor adaptado por el gran Philip Yordan, con el que Ray trasciende una historia melodramática en un filme psicológico y poético, sobrio y expositivo, para contarnos el arrepentimiento de un pistolero que vuelve a encontrarse con el amor de su vida: “¿A cuántos hombres has olvidado? / A tantos como mujeres tú. / Dime algo bonito. / ¿Qué deseas oír? / Miénteme y dime que me has esperado estos cinco años. / Te he esperado todos estos años. / Y que todavía me quieres, como yo te quiero a ti. / Te quiero como tú me quieres a mí. / Gracias, muchas gracias”.

A partir de este año, y después de dirigir el episodio televisivo de treinta minutos “El gran muro verde” para la serie de aventuras “General electric theater”, con Joseph Cotten de protagonista y un papel secundario para Ronald Reagan, Nicholas Ray abandona las pequeñas productoras y se afianza en compañías más potentes: Paramount, Warner Bros, Columbia, 20th Century Fox, Metro-Goldwyn-Mayer… Con “Busca tu refugio” (1955) realiza un vigoroso drama disfrazado de western, sobre una obra de Harriet Frank junior e Irving Ravetch, donde un exconvicto acaba de salir de prisión, tras cumplir seis años de condena por un crimen que no cometió, y es confundido con un asaltante de trenes, con una última escena, angustiosa, en que el protagonista espera la sentencia.

Con “Rebelde sin causa” (1955), acaso demasiado sentimental y algo desfasada adaptación de un libro escrito por el psiquiatra Robert Lindner, vuelve al ideario de su primer filme, a través de la difícil maduración de un joven, recién llegado a Los Ángeles, que debe enfrentarse a su familia, al amor, al gamberrismo de sus compañeros y a los caciques locales. La Warner tiene los derechos de esta obra sobre la violencia adolescente y piensa en Marlon Brando como protagonista y en Sidney Lumet como realizador. Finalmente es Ray quien se lleva el proyecto, pero no le interesan ni el psicópata ni el hijo de una familia desestructurada y reescribe con el productor David Weisbart una cruda historia de diecisiete páginas trufada de escenas violentas y delitos dando la vuelta al absurdo arquetipo según el cual la maldad anida en las familias pobres y salva a los ricos como los buenos. Ray recurre al joven y dinámico guionista Stewart Stern y apuesta por James Dean frente a Robert Wagner, Tab Hunter o John Kerr que quieren los estudios. Dean muere una semana antes del estreno mundial y se crea el mito que aún pervive.

Con “Sangre caliente” (1956) fabrica un discreto melodrama –en principio se plantea como comedia- por imposición de la productora, una simple historia de amor que Ray dirige con manifiesta despreocupación casi sin tiempo para concluir “Rebelde sin causa”, a partir de un argumento de Jean Evans que expone el tema de las difíciles relaciones entre gitanos y payos, símbolos respectivos de libertad y opresión. Tampoco anda excesivamente fino en la realización de “Más poderoso que la vida” (1956), según un artículo de Berton Roueche, una reflexión algo descafeinada sobre la adicción, centrada en la crisis emocional de un profesor de mediana edad que, para evadirse de las realidades cotidianas, toma un fármaco que le provoca alucinaciones. Ese mismo año, sin embargo, Ray vuelve por sus fueros con “La verdadera historia de Jesse James”, según el guion del libro de J.D. Horan rodado en 1938 por Henry King, un magnífico western sobre los hermanos forajidos, desde su participación en la guerra de Secesión hasta la muerte de uno de ellos por la espalda. Con “Amarga victoria” (1957), sobre la novela de René Hardy, el cineasta wisconsiniano realiza un extraño bélico, un alegato antimilitarista, aunque no es el asunto armado lo que verdaderamente interesa (el ataque contra los cuarteles de Rommel en Libia), sino el conflicto interno de los dos oficiales británicos que aman a la misma mujer.

Estos filmes son de caracteres, en los que las crisis profundas de los personajes se exteriorizan en términos visuales. Ray capta de manera extraordinaria el clima de los conflictos juveniles particularmente difíciles, confusos y desorientados, que provocan escozor en la década de 1950: rebeldía, sexualidad, vértigo, incomunicación… La peculiar crispación lírica da un sello personal al estilo de su cine y encuentra una de sus manifestaciones más directas en el género negro, sucesivas incursiones en relaciones y ambientes turbios, con perfectas reconstrucciones de sórdidos crímenes o pasiones patológicas. Es importante insistir en los buenos modos de Ray en esta etapa, en estos filmes de género, de estudio, porque si, ciertamente, hay un abismo entre estas magníficas cintas y los exagerados y aparatosos filmes-río de su última etapa, más comercial, vale la pena intentar localizar la relativa lógica de su evolución. Y la respuesta, posiblemente, está en que, al igual que Rossellini en sus películas, Ray trata de subrayar la contemporaneidad de los hechos que presenta, a la que dota de un notable carácter de novedad. Sus ideas acerca del inconformismo, la libertad y la violencia hacen de Ray uno de los mayores poetas del cine. El hombre, para Ray, se debate entre la posibilidad de la acción y la contemplación. Por eso, acaso, la justicia y la amargura son los temas centrales de la obra del director, que destaca mayormente por la nerviosa sobriedad, narrativa y cromática, con la que unos argumentos en principio convencionales adquieren, muchas veces, rasgos inusuales y una dimensión artística y un sentido dramático casi fascinantes.

Ray es un electrón libre, un rebelde con muchas causas, que tiene sus más y sus menos con la industria y quienes mueven sus hilos en Hollywood. Alterna genio y figura y utiliza un lenguaje cercano que sale de lo más hondo de la vida que ha compartido con la gente que lo ha acompañado en una travesía brutal de la que el cineasta saca con pinzas unos momentos de felicidad para que se disuelvan enseguida en la inmensidad de la tragedia. Son historias trágicas sobre la amistad, y sobre todo la ilusión como eficaz motor en la vida, y también sobre el trabajo y la adversidad, pero son, además, obras que indagan, quizá bajo planteamientos argumentales un tanto forzados, en el determinismo biológico y en el determinismo ambiental, en la violencia y la muerte, y, lo que es más importante, en el cisma que los seres humanos experimentan, y no siempre resuelven de manera acertada, entre su inteligencia y su moralidad. “Cuanto más inteligente, más cabrón”, dice uno de los personajes de su cine.

La carrera de Ray se extiende con filmes de casi todos los géneros. El cineasta pasa por el western, la comedia, el melodrama, el policial y negro, el cine histórico, el bélico, en unos casos como superproducción, en muchos otros como simples trabajos artesanales. Lo cierto es que en Nicholas Ray se encuentran múltiples elementos de interés, incluso en aquellos títulos de evidente esquematismo, olvidando claras excepciones como la insufrible “Infierno en las nubes”. Los actores son otra constante y otro gran motivo de atención de su obra, pues dirige a casi todos los grandes, que ya es decir: Humphrey Bogart, Joan Fontaine, Robert Ryan, Mel Ferrer, Farley Granger, Maureen O’Hara, Melvyn Douglas, Gloria Grahame –esposa de Ray, entre 1948 a 1952-, Ida Lupino, John Wayne, Susan Hayward, Robert Mitchum, Arthur Kennedy, Joan Crawford, Sterling Hayden, Ernst Borgnine, John Carradine, James Cagney, James Dean, Natalie Wood, Sal Mineo, Dennis Hopper, Jane Russell, Cornel Wilde, James Mason, Barbara Rush, Walter Matthau, Robert Wagner, Jeffrey Hunter, Alan Baxter, Richard Burton, Curd Jurgens, Christopher Lee, Christopher Plummer, Peter Falk, Robert Taylor, Cyd Charisse, John Ireland, Anthony Quinn, Peter O’Toole, Charlton Heston, Ava Gardner, David Niven…

Star system, desde luego, pero en la mayor parte de los casos sabiamente utilizado por Ray, que es elevadamente cotizado por actores y actrices. Muchos de ellos, ahí está Robert Ryan, consiguen con este cineasta algunos de sus mejores papeles. Una relación que el propio Ray describe así: “Nunca discuto el guion con los actores. Si veo que un actor –ya sea una estrella o un figurante- hace un esfuerzo, trata de trabajar, soy muy paciente. Si es flojo, o indolente, soy muy impaciente y muy rudo. Solo ensayo tres o cuatro semanas antes del rodaje. Los actores y yo nos reunimos durante todo el día y leemos el guion. Yo lo explico y ellos me hacen preguntas. De esta manera nos ponemos en forma, porque prefiero que el actor tenga la impresión de haber contribuido de alguna manera”.

Actor ocasional (a sus propias órdenes o a las de Milos Forman y Wim Wenders), y argumentista de la mediocre “El fabuloso mundo del circo” (Henry Hathaway, 1964), la etapa final de Nicholas Ray se compone de una desdichada trilogía en forma de superproducciones y unos últimos filmes experimentales. “Los dientes del diablo” (1960), la primera de las tres superproducciones, es una discutible adaptación de la novela de aventuras de Hans Ruesch ambientada en el Polo Norte. Coproducción entre Estados Unidos, Inglaterra, Italia y Francia, el filme trata de los conflictos de un pueblo primitivo con la civilización, a través de las dramáticas consecuencias que tienen lugar cuando unos esquimales son perseguidos por dos policías blancos, debido a que uno de aquellos, en un arrebato de furia, mata fortuitamente a un sacerdote.

Nicholas Ray es también uno de los creadores que intentan aportar una visión diferente de la figura estereotipada y encorsetada de Jesucristo. Resulta muy difícil resumir la cantidad de filmes inspirados en la vida y obra de Jesús de Nazaret, pero sería injusto no dedicar una reseña a “Rey de reyes” dirigida por el megalómano Cecil B(lount) DeMille en 1927. Esta producción es considerada en su tiempo como la obra definitiva gracias al tratamiento plenamente cinematográfico que el autor de “Los diez mandamientos” imprime a un argumento que renuncia a su interés por describir todos y cada uno de los episodios evangélicos. Nicholas Ray, con su nueva versión de “Rey de reyes” (1961), aporta una nueva perspectiva que nos ayuda a comprender la fenomenología de un personaje universal excesivamente divinizado. Con un guion escrito por Philip Yordan y en el que también participa activamente el escritor de misterio y ficción científica Ray Bradbury, el resultado es un fallido, impersonal y plano encargo dedicado a Cristo y ejecutado, al menos, por personas a las que el cristianismo no les importa nada. La primera intención de este proyecto es la de hacer una reconstrucción de la historia de Israel entre los años que van de la entrada de las legiones romanas en Jerusalén hasta la muerte de Jesús. Reconstrucción, en efecto, que, aparte de no ocultar su marcado acento sionista, convierte a Jesucristo en un personaje más de la época. Es decir, los hechos de su vida adquieren igual (o menor) importancia que la profanación del templo por las tropas del romano Pompeyo o a la descripción de los movimientos de resistencia antirromana. Ray se esmera a la hora de eliminar con mucho tacto cualquier circunstancia que recuerde la condición divina de su protagonista y hace un especial hincapié en el asunto de los milagros. Dejando de un lado estas peculiaridades ideológicas, otra de las obsesiones del guion es la de conseguir realismo y originalidad: Jesucristo visita al Bautista en la cárcel y Barrabás figura como líder de la guerrilla nacionalista antirromana. Jeffrey Hunter lleva a cabo una aplicada interpretación del hijo de Dios que es triturada por un gran sector de la crítica que rebautiza la película como “Yo fui un Jesús adolescente”. Lo cierto es que, tras protagonizar este filme, la carrera de Hunter cae en picado. En beneficio del actor cabe destacar que su Jesús resulta cercano, afable y carente de afectación, todo lo contrario a la figura arquetípica que el cine siempre crea para este personaje.

Al igual que “Rey de reyes”, “55 días en Pekín” (1963) es otra superproducción mastodóntica que Samuel Bronston lleva a cabo en la España franquista, con gran despliegue de medios y masas y un espectacular reparto, cuyo mayor interés reside en la correcta historia de amor. Dejando a un lado el tono declaradamente colonialista que impera en su trama, se trata de un tan entretenido como irregular filme épico, de aceptable lirismo y nulo estudio histórico, sobre el levantamiento de los bóxers contra las grandes potencias internacionales que quieren exprimir al máximo las riquezas de China. En 1900, en efecto, la ciudad de Pekín alberga gentes de las más diversas nacionalidades y una gran efervescencia política intenta sacar al país del control de las potencias extranjeras. Pese a su irregularidad, cuando se advierte la mano de Ray, el filme brilla a cierta altura. Sin embargo, al sufrir un ataque cardiaco durante el rodaje, el equipo de técnicos rueda lo que falta de metraje, dándole un sentido épico que no corresponde con la intención del director. Esta epopeya marca el principio de su decadencia.

Una década después de marcharse de Hollywood, expulsado de un rodaje por sus problemas con el alcohol y las drogas, y tras refugiarse temporalmente en España, donde abre un bar de copas y dirige dos películas que no le interesan, Nicholas Ray da con sus frágiles huesos en una universidad neoyorquina, donde es contratado para dar clases de cine. Allí, con la ayuda de sus estudiantes, pone en pie un proyecto inclasificable en el que trabaja hasta su muerte y que nunca termina: “No podemos volver a casa”. En el filme, tanto Ray como sus alumnos se interpretan a sí mismos en el proceso de rodar una película, lo que se utiliza como excusa para hablar del conflicto generacional –“crees que lo sabes todo solo porque has hecho películas y eres viejo”, le espeta un estudiante- y de los problemas políticos y sociales de entonces. La película recoge el fracaso de los jóvenes de entonces para conseguir cambios en la sociedad, un fracaso del que Nicholas Ray es la personificación. Con su parche en el ojo –“¿por qué lo llevas?”, le preguntan en el filme; “por vanidad”, responde-, su pelo blanco alborotado y su eterno cigarrillo en la boca, al final de su vida este cineasta de carrera fulgurante –apenas catorce años- es la imagen del artista maldito, rebelde con muchas causas, “el portavoz más sensible y elocuente de la soledad, el desarraigo, la violencia y la angustia de su tiempo”, en palabras del estudioso José Luis Guarner.

En 1974 preside el jurado del festival de cine de San Sebastián. En París monta la versión internacional de “Cenizas”, de Andrzej Wajda, e inicia una colección de pintura. En 1965 trabaja en el fallido proyecto de “The docteur and the devils” sobre unos traficantes de cadáveres y asesinos. En 1967 experimenta con pantalla múltiple en Checoslovaquia y se establece en la isla de Sylt, en el mar del Norte. Su vida errante y sus proyectos frustrados minan su moral. En 1968 deja inacabada “What”, que interpreta junto a su hijo Timothy, un largo sobre la juventud, su complejidad, sus esperanzas y sus relaciones con la generación mayor. En 1969 regresa a Chicago y rueda con los encausados del “Conspiracy trial” el proceso contra seis líderes de los movimientos juveniles de izquierda juzgados por traición del que surge “Conspiracy: the seditious movie”. En 1970 colabora en “The murder of Fred Hampton” sobre el asesinato del líder de los “panteras negras” a manos de la policía. Se somete a una cura antialcohólica e intenta inútilmente rodar “City blues”. En 1978 pasa sus últimos meses como bebedor y jugador compulsivo dilapidando su fortuna.

Un abismo que termina por alcanzarle. Ray, para quien “un hombre jamás logrará encontrar una vida equilibrada”, termina desterrado de Hollywood, destrozado por la muerte de James Dean, su amigo y protegido, y destruido por el alcohol y las drogas. En su última etapa pasa más tiempo entrando y saliendo de curas de desintoxicación que en unos rodajes de los que a menudo es despedido, como en los casos de “Muerte en los pantanos” y “55 días en Pekín”. Después trabaja en varios proyectos frustrados en Francia, Checoslovaquia, Alemania y España, hasta que desembarca en Nueva York y comienza “No podemos volver a casa”. “Esa casa que su título evoca no es otra que la de los orígenes perdidos –del arte en general, del cine en particular-, a la que ya es imposible regresar”, escribe el director Víctor Erice.

“No podemos volver a casa” (1971-1976) es una película excepcional, rabiosamente experimental, novedosa tanto por su contenido, por su forma de narrar y por su forma de realizarse, rodada, esto es, en todos los formatos y en la que el propio cineasta es un personaje: un viejo y famoso director de Hollywood que imparte clases de cine a sus alumnos de la universidad de Binghamton. La empieza a rodar como una manera de enseñarles cómo hacer películas, porque piensa que la única manera de enseñar realmente a realizar películas es que los alumnos puedan meter mano en ellas, palpar el proceso ellos mismos. La historia muestra esa interacción de los alumnos y el profesor, en este caso el director. La realización de películas y la relación con los jóvenes son, precisamente, dos de las pasiones de Nicholas Ray. Su principal pasión es realmente la experiencia del ser humano, con todos sus colores y todos sus matices. A mitad de este rodaje, el cineasta filma también “El conserje”, episodio del filme colectivo “Sueños húmedos” (1973), una historia de diez minutos interpretada por el propio Ray en el papel de un predicador de sermones obscenos. El resto de episodios están dirigidos por Max Fischer, Jans Joergen Thorsen, Lee Kraft, Hans Kanters, Heathcote Williams, San Rotterdam, Oscar Cigard, Falcon Stuart y Geert Kooiman.

“Relámpago sobre agua” (1979), en ocasiones citada como “Nick’s movie”, realizada en colaboración con Wim Wenders, es un estremecedor e insólito trabajo que recoge los últimos días y la agonía del cineasta, llegando a filmar su último suspiro, un caso único en la historia del cine que ilustra como pocos la identificación entre el artista y su medio, entre el hombre y el cine. Lo ilustra muy bien el estudioso Jean Tulard: “En abril de 1979, Wenders llega a casa de Nicholas Ray en Nueva York. El cineasta está afectado por un cáncer del que va a morir. El equipo de Wenders filma a Ray hablando de sus películas y reflexionando sobre el cine”…

Como cierre a este apasionante ciclo que ofrece la filmoteca de Zaragoza, cuyo departamento de exhibición y programación dirige Leandro Martínez, se ofrece el documental de Susan Ray, viuda del cineasta, “No esperes demasiado” (2010), un análisis de la evolución creativa de Nicholas Ray, centrándose en los diez últimos años de su vida, a través de materiales inéditos y entrevistas (Víctor Erice, Jim Jarmusch, Tom Farell, Ferry Bamman), del tormentoso romance entre el realizador y Hollywood, su exilio europeo autoimpuesto y su regreso a Estados Unidos. Dejo la palabra a Susan Ray: “La gente se ha centrado en sus excesos y adicciones, pero realmente, a corta distancia, era un hombre muy cariñoso y sensible, que se preocupaba mucho por los demás y tenía la asombrosa capacidad de captar el alma de las personas y elucubrar sobre el futuro. Nick rodaba con gente normal, con cuerpos imperfectos, decorados y localizaciones imperfectas, y buscaba la verdad de sus emociones, de la cultura que había en ese momento. Desde luego no era un santo. Además tenía muchas contradicciones y su convivencia no era fácil, pero su cariño y su generosidad eran muy reales. Nick era sobre todo una persona muy valiente, tanto intelectual como moralmente. Buscaba por encima de todo la verdad”.

Mirar atrás, en efecto, es abrir la ventana para que los vientos del pasado nos refresquen la memoria. En estos últimos filmes repasa su biografía lejos de la ficción, sin entrar en el espacio nebuloso y ambiguo que permite la autoficción. No hay afán en estos relatos, sí de repasar el álbum vital para rememorar los episodios que surgen, inesperadamente o por sorpresa, que le han dejado más huella. Es inevitable el desorden, la elipsis, los saltos en el tiempo, lejos de toda estructura lineal. La pasión vital es algo que nos contagia el autor en casi todas las imágenes, a pesar de haber seleccionado muchos episodios de sus vivencias no necesariamente gratos, los más espectaculares, aquellos en que la velocidad o la violencia nos arañan en secuencias más vividas. Nos advierte de un sempiterno consumo de alcohol, tabaco y estupefacientes, y nos invita a acompañarlo por una vida tumultuosa, un mundo fundamental, para quien ya no cabe el arrepentimiento pero sí la insatisfacción por episodios lejanos, la extrañeza que acompaña al cineasta y que le ha servido de inspiración o búsqueda en su gran capacidad de adaptación al mundo. Y sabe confesarnos sus carencias sin caer en derrotismos ni victimismo. Es importante mantener viva la memoria porque, desgraciadamente, viene a decir Ray (y Wenders), esta cultura de mercado que nos invade tiende a borrarla. Sin embargo, la memoria es nuestra conciencia. La grandeza del ser humano está en su capacidad de revivir el pasado, porque si no es así, se vive como un animal. El arrogante ser humano cree que con la tecnología vence a la enfermedad, al tiempo. Esto es una presunción que nos ha llevado a ignorar la muerte, y la hemos convertido en tema tabú, pero no se puede cancelar porque es un hecho de la naturaleza.

Nick, como le llaman sus íntimos, es un cineasta genial, pero no un cineasta sencillo: ni en sus películas, ni en su vida, ni en sus conversaciones intelectuales, tan suyas, donde mezcla, con sabio caos, un afán de conquistar y amalgamar todo el saber del mundo… En Ray hay un afán de remover todos los resortes del sentimiento y pensamiento humanos. Pero, asimismo, más secreto, otro afán trascendente, místico, que permite averiguar y conocer a los hombres libres, quienes saben, sin embargo, que son unos asnos y quienes los guían son los escribas al servicio del poder, que, sin fuerzas que los controlen, acaban tratando a las personas como a una banda de saltamontes o de hormigas, a los que les arrebatan la cerveza, el pescado o el trigo. Una filmografía, si olvidamos los inevitables tropiezos, unitaria y coherente con la simetría de un espejo roto, con la velocidad de las imágenes de la piel, descarnadas y fértiles. Cine de amor, poesía, poder, locura y muerte, del desgarro de la vida, desnudez cinematográfica y afonía existencial.

Decididamente, Nicholas Ray es, para los que alguna vez hemos caído en la insensata tentación de realizar películas, una transfusión de sangre, hierro y aguijón para los anémicos y los indecisos, un cineasta que es tormenta, deleite, asombro y fascinación. Un cineasta, en efecto, que se deleita con el ansia del explorador de un relato que descubre un objeto mágico. Bofetada, puntapié para los insulsos cineastas de la nadería, los apadrinados y los ególatras. La furia, el genio y el gozo compatiendo la misma amante.

Artículos relacionados :