Por Don Quiterio.
Eduardo Laborda (Zaragoza, 1952), además de ser un reconocido pintor que llena los lienzos con la pericia de un orfebre y de poseer el encanto de los verdaderos artistas, no se resigna a disfrutar de los privilegios que le otorga esa condición, sino que aspira a ampliar su universo convirtiéndose en un sutil escritor y un apasionado cineasta.
El interés por la edición le lleva a dirigir en 1993 la revista “Pasarela, artes plásticas” –en la que el cine es también protagonista-, y su pasión por el coleccionismo y Zaragoza es el origen de sus escritos. En 1983 inicia sus escarceos en el cine amateur, realizando una docena de pequeñas películas que abarcan desde el género de ficción al documental, desde la fantasía al ensayo. Ahora, en tierras sorianas, donde la piedra se alía con el misterio y la música de los árboles, estrena su última realización, “Trébago, la rueda de la fortuna”, sobre esas canteras molineras trabajadas por moleros para obtener las muelas utilizadas en molinos de cereales, olivas y uvas. Actualmente se conocen una treintena de explotaciones en Soria y faltan todavía más por descubrir, ya que hacia la mitad del siglo XIX había unos doscientos cincuenta molinos en esta provincia, cuyas piedras provendrían mayoritariamente de las canteras locales.
Entre bosques de robles, de quejigos, pinares, encinares, restos arqueológicos, construcciones pastoriles, paisaje y tradiciones, Trébago se encuentra situado en las estribaciones de la sierra del Madero, a caballo entre la comarca de Tierras altas y la del Moncayo. En días especialmente límpidos se pueden ver en toda su extensión los Pirineos aragoneses y navarros. Desde su balcón natural, mirando al sur, se encuentra la cantera, con varias piedras molineras ya preparadas y otras en fase de elaboración. Allí, al lado de un corral, se puede contemplar la piedra del tío Sartén, que da origen a una leyenda de Trébago, según la cual el personaje apuesta que puede levantarla en ayunas. Lo consigue y cae, por el esfuerzo, exhausto, sin recorrido, sin aliento.
Todas estas canteras moleras de estas tierras reflejan un trabajo de época moderna, de los siglos XVII al XIX. A pesar del relativo poco tiempo que ha transcurrido, su trabajo se ha perdido en la memoria de las gentes. Se ha recurrido al método arqueológico, ayudándose en las escasas fuentes escritas, para analizar las técnicas de los moleros y el ámbito comercial de sus producciones. En Trébago se han recuperado lugares de explotaciones y en la cantera de la peña “El mirón” se realizan estudios arqueológicos para la visita y enseñanza de un oficio perdido, el oficio de los moleros.
Guardián del tiempo pasado, Laborda cuenta historias con la cámara y pretenden ser complejas, profundas, críticas, líricas. Intenta implicarse emocionalmente en unas tramas que dan para mucho, entre gente amenazada por su pasado, que ve cómo se derrumba el mundo que ha construido laboriosamente y, acaso, debe pagar por lo que cometió en su antigua identidad. Descripciones acertadas y caracteres bien dibujados se juntan con inteligentes observaciones sobre la vida, la gente y las clases, todo ello sazonado con imágenes penetrantes y con un agudo sentido del humor agazapado tras una aparente retórica. Hacer cine, para Laborda, es como hacer el amor: el goce está en el ritmo. Un ritmo pausado, tranquilo, armonioso, descriptivo, una suerte de ventanales que recrean su concepción creativa, su realce simbólico y sus pinceladas misteriosas. El cine de este zaragozano es de una cierta contemplación y los elementos, el vestuario y los escenarios son cómplices esenciales en unas historias repletas de situaciones oníricas y contenido literario, siempre en busca de pequeños trozos de historia que la ciudad, o el lugar elegido, va desprendiendo lentamente en su imparable modernización
Se inicia en el pequeño formato de súper-8 milímetros con una serie de cortos y mediometrajes de diversos géneros. Capaz de proyectar sobre la pantalla todo lo posible, lo imposible o imaginable, Laborda se exige en el encuadre, la composición y el tratamiento del color, influido, sin duda, por su gran pasión, la pintura y las artes plásticas. Su cine, contemplativo y reflexivo, es una suerte de magia, misterio y sueños, de una eficaz intuición estética, a través de sus investigaciones formales, sus alegorías fantásticas, sus documentos urbanos (y rurales).
El cineasta trabaja con un grupo de colaboradores habituales (Iris Lázaro, Manuel Martínez Forega, César Sánchez, Antonio Ceruelo, Carmelo Gimeno, Asun Gallardo, Francisco Tafalla, Gabi Martínez, Enrique Otal –con quien codirige en 1990 “El hilo de Ariadna”, realizado en 16 milímetros-, Carlos Calvo, Carmen Sampietro, Félix Royo, María Ángeles Casalé, Mariano Romeo o Miguel Ángel Villarig) y va conformando una filmografía profunda y seria, atractiva y penetrante: “Otraosteología” (1983), sobre textos de Manuel Martínez Forega; “El regreso” (1984), un relato de misterio interpretado por su compañera Iris Lázaro; “Márgenes” (1984), un documento poético con versos de Forega; “Félix Burriel-José Bueno” (1984), sobre unos textos biográficos de José Ramón Morón Bueno en torno a una exposición en La Lonja de la capital aragonesa; “Vino en carne mortal a Zaragoza” (1985), una crítica a la postmodernidad, al caos del esnobismo, a los críticos de las artes y las letras, a través del vampirismo, la muerte, los tambores de Calanda, los fenómenos parapsicológicos; “Bonanza” (1987), un entrañable retrato de la mítica taberna de Manolo García Maya; “Bip-Tico urbano” (1988), una especie de divertido collage entre dos personajes decididamente surrealistas: Bip-Bip (Porfirio Ballonga), a la manera de un guardia urbano que pretende organizar el caótico tráfico de la ciudad, y Tico-Tico (Fermín Tabueña), con sus acrobáticos bailes estrambóticos; “Pequeño concierto para laúd” (1989), un concierto filmado alrededor del compositor e intérprete de instrumentos para cuerda Alfonso Isasi; o “Adorada máquina” (1991), película clave del cine aragonés de súper-8 milímetros al marcar el acta de defunción del formato, un testimonio, también, de cómo la ciudad sigue vive, a pesar de los desmanes patrimoniales cometidos por los organismos oficiales, con guiños a Gila, al cine mudo, a Kubrick, a Buñuel. Y, al mismo tiempo, un análisis, digo, del propio cine, una metáfora sobre la propia naturaleza del cine, sobre la condición “voyeur” del cineasta y el espectador, sobre el valor de la mirada que recrea y construye la propia realidad y que se convierte en espejo perverso del deseo, a la hitchcockiana manera de “La ventana indiscreta”.
Apasionado de filmotecas y cineclubs, y erudito de las obras de Luis Buñuel, Stanley Kubrick, Ingmar Bergman, Federico Fellini, Werner Herzog, Rainer Werner Fassbiender o Luis García Berlanga (sus iconos cinematográficos), una de las circunstancias que configuran su personalidad desde la infancia es el hecho de que, en la calle Tarragona, a escasos metros del domicilio familiar, se encuentra el cine Salamanca. “Allí”, afirma, “acudo siempre que las películas son toleradas para menores, como se decía entonces, llegando a visionar la misma cinta hasta tres veces en sesión continua, sobre todo las películas ‘de romanos’, mi género predilecto, en títulos como ‘Los últimos días de Pompeya’, ‘Maciste, el coloso’ o “Bajo el signo de Roma’. Sin embargo, las películas que más me impactan son ‘Viaje al centro de la Tierra’, de Henry Levin, y la versión de Roy Ward Baker sobre ‘La última noche del Titanic’, donde un acordeonista interpreta ‘El Danubio azul’ mientras los pasajeros del barco van desapareciendo en el mar”.
Y añade: “Afortunadamente, la asociación de la muerte con el vals de Strauss será sustituida, años después, por un símbolo de vida: la nave de Kubrick de su ‘2001, una odisea del espacio’. Así, me atrae tanto el pasado clásico como las historias de futuro. Además, y gracias a mi cuñado Jesús González (cuyo padre administra un quiosco de revistas y tebeos), me apasiono con las aventuras de Batman y Supermán. Estas circunstancias hacen que el clasicismo mediterráneo y el futuro lejano, la estética cinematográfica y el cómic, afloren con frecuencia en las sucesivas etapas por las que irá transcurriendo mi pintura”.
El cineasta, a lo largo de su trayectoria, se muestra como un gran cronista de la ciudad, de la vida, de las búsquedas de su generación, explora temas que rozan la enfermedad, el amor y la tristeza, y se mueve con igual eficacia por el documental y la ficción, dejando un poso de humor en cada fotograma. Convence, al tiempo, de que lo que filma le ha pasado a alguien, lo ha vivido, lo ha padecido o lo ha disfrutado otro ser humano. Seres humanos, en fin, como de la familia, o del barrio, de la mesa de dominó y los primeros tragos. No obstante, uno de los reproches que se puede lanzar al cine de Eduardo Laborda es el de su tendencia al esteticismo. También su condición de pintor le hace preocuparse por las superficies y por la expresividad de los objetos, adaptando las imágenes a sus conveniencias. Y aunque sea cierto en parte, no le ha impedido lograr películas de irresistible hondura, obras de un director personal e imaginativo.
Pescador de historias y personajes sumergidos en el cauce del olvido, delator de misterios que los propios objetos le han desvelado en la intimidad, Eduardo Laborda sigue su carrera como realizador cinematográfico. Ya en formato profesional, y con la producción de los aragoneses Javier Estella y José Manuel Fandos, Eduardo Laborda filma, en pleno siglo XXI, los cortometrajes documentales “Bayo Marín, trazos de aire” y “Trébago, la rueda de la fortuna”. El primero es un recorrido, realizado en 2005, sobre la figura del dibujante turolense Manuel Bayo Marín, un olvidado –otro más- que el cineasta recupera del ostracismo, como hiciera igualmente con el decorador Antonio Ruiz Asensio o los ilustradores Pedro García y Luis Germán, en sus respectivas exposiciones. Un empeño encomiable para quienes han llenado nuestras vidas de pasiones y emociones. La recuperación de los injustos olvidos. El olvido recuperado de Bayo Marín, cuyas ilustraciones sobre artistas de la farándula nos permiten adentrarnos en los entresijos del mundo del espectáculo a principios del siglo XX.
Como guinda, y a la manera de las producciones de Eugenio Monesma, pero aquí con un mejor acabado, con un mejor espíritu cinematográfico, con un inicio digno de los filmes de Werner Herzog, “Trébago, la rueda de la fortuna” (2012) nos introduce en un oficio perdido, en el oficio de los moleros, un documento realizado expresamente para el centro de canteras molineras de Trébago, en cuyo término se encuentran varias canteras donde se extraían ruedas de molino desde la época celtibérica hasta mediados del siglo XIX. Relacionados con estos parajes e industria, en las imágenes del documento, con la voz narrativa de María José Moreno y la música de Joaquín Díaz, aparecen testimonios de lugareños como el alemán Thade (profesional de la madera y la piedra), el molinero, el pastor (Isidro), el cazador (Benito), los moleros, Berta (la hija de Pepe, pesonaje que coleccionaba las ruedas de molino que encontraba), Conchita o Anselmo Jiménez (el alcalde y el alma y cuerpo de este proyecto). Unas imágenes, pues, que hallan en las ruinas y en la naturaleza el mejor mensaje de los siglos, para entender el mundo y a sus antepasados.
Los documentos y ficciones de Eduardo Laborda, en última instancia, fluyen sin prisas, con la cadencia de una narración cinematográfica que gusta recrearse sin desvelar del todo los acontecimientos, de forma pausada y precisa. Una filmografía, en su conjunto, simbólica y reflexiva, donde lo más importante radica en el dilema moral de los personajes y la tranquila preocupación del paso del tiempo. Con una curiosa presencia del humor y la ironúa, una estructura oscilante según los diversos puntos de vista de los protagonistas y un tono misterioso en las tramas, el cine de Laborda se muestra sin grandes pretensiones, a la manera de un juego, pero, tal vez por ello, certero y efectivo en su inteligente propuesta y mordaz mirada crítica de nuestro presente. Su magnetismo fílmico, al fin y al cabo, reside en su aparente sencillez, aunque se precise, a veces, el esfuerzo cómplice del entregado espectador. Y eso, ineludiblemente, merece la pena. Y se agradece.