Fritz Lang II parte / Fernando Usón Forniés


Por Fernando Usón Forniés

ESTUDIO.

 

FRITZ LANG.- LA TELARAÑA DEL DESTINO.

Debido a la extensión de este estudio, finalmente constará de tres partes. En la actual entrega tratamos las películas con Joan Bennet y la gran mayoría de la década de los 50. Dejamos para la próxima la traca final, cuatro de los mejores títulos de Lang: “Los sobornados”, “Deseos humanos”, “Moonfleet” y “El tigre de Esnapur”.

 

Parte 2.

 

 

El ciclo Bennett.

Las tres películas que Lang rodó a mediados de los cuarenta con esa gran y versátil actriz que fue la guapa Joan Bennett conforman una de las cumbres indiscutibles de su carrera…; no, desde luego, por “Secreto tras la puerta” (1947), que parece algo descolocada y es muy inferior a las que la preceden, mucho más decepcionante de lo que había sido “You and me”, al fin y al cabo una buena película, tras “Furia” y “Sólo se vive una vez”. En el cierre del ciclo Bennett se acusa, como dando la vuelta a la tortilla, una gran influencia de Hitchcock, sólo que el austriaco es incapaz de ofrecer nada más que un thriller de suspense bien rodado…, y excesivamente alambicado: ¡un psicópata que sí, que no, que colecciona habitaciones! Bennett, aunque solvente, lejos de su típico papel con Lang de prostituta o mantenida, tampoco está a la altura de las colaboraciones anteriores; Michael Redgrave resulta impertinentemente frío; y la omnipresente música de Miklos Rosza empasta excesivamente el film y no aporta nada digno de mención más que su afán de protagonismo. En estas condiciones, el auténtico rey de la función es el genial Stanley Cortez, responsable de una extraordinaria fotografía.

¡Qué diferencia con las magistrales “La mujer del cuadro” (1944) y “Perversidad” (1945)! Estas dos antológicas películas conforman un auténtico díptico, pues no sólo comparten a la actriz principal, sino a sus dos partenaires, los también extraordinarios Edward G. Robinson y Dan Duryea (con los que Joan tenía una especial química, equiparable a la que destiló con Cary Grant en la estupenda “Big brown eyes”, de Raoul Walsh), amén de su director de fotografía, el gran Milton Krasner, en dos de sus trabajos más memorables. Aparte, ambos títulos comparten idéntica visión del mundo, sombría y desoladora, a la que contribuye sobremanera la iluminación de Krasner; e inciden en la dicotomía entre realidad y deseo, ejemplificada en el cuadro de una mujer (Bennett), en puridad, del ideal de la mujer, sólo que con trayecto inverso: del concepto a la concreción física en “La mujer del cuadro”; y en “Perversidad” de una mujer, más ordinaria que corriente, a su idea sublimada. A ambos títulos también, especialmente al primero, siempre se les ha reconocido su importancia histórica en la renovación el cine negro, simultáneamente a “Laura” (Otto Preminger, 1944) y a la más discreta “Perdición” (Billy Wilder, 1944), al alumbrar la llamada corriente de psicología criminal: ya no será prioridad del género glosar la figura del gángster y del fuera de la ley, sino sacar a la luz (de las farolas) las turbiedades del alma de las personas de a pie. No por casualidad, Lang, Preminger y Wilder eran los tres vieneses, de la Viena de Sigmund Freud; y este enlace es fundamental para comprender el sentido profundo del díptico languiano. Pero aún hay más: el cineasta estaba haciendo cine alemán en el seno de Hollywood, disimulado bajo el ropaje de los géneros, y paradójicamente, mucho más rico y conseguido que el que había hecho en la propia Alemania (y de hecho, no dejaría de hacer películas germánicas; como mínimo: “Encubridora” y “Moonfleet”, y mirando al futuro, “Deseos humanos” y “Más allá de la duda”). Pues resulta que, pese a que en 1944 Lang ya ha consumado su inmersión en el cine americano, “La mujer del cuadro” y “Perversidad” recuperan con asombrosa lucidez y provecho, y con mayor contundencia que en los filmes americanos previos, estrategias típicas del cine mudo, y en especial del de la república de Weimar, acrecentadas por su peculiar desubicación, que casi los podría hacer pasar por alemanes: no hay paisajes naturales y prácticamente todo, las calles y los bosques, está reconstruido en estudio (incluso el café de “Perversidad” tiene un aire al de “M”, donde, por cierto, también había escaparates ligados al deseo sexual como en “La mujer del cuadro”); los personajes y las localizaciones son contados, haciendo gala de la concentración típica del Kammerspielfilm, que, irónicamente, Lang nunca llegó a tratar en su país de origen (a no ser, tangencialmente, en el inicio de “La mujer en la luna”); los decorados tienen una importancia fundamental, superior a las de las anteriores películas americanas del director, si bien su utilización es discreta y nunca estridente como en sus primeros títulos alemanes; y las dos películas evolucionan, además, como en las más puras manifestaciones del cine silente, a base de gestos y miradas. Lang, magnífico pulsador de los actores, contó para esto último con una aliada excepcional en Joan Bennett: hay que ver cómo, en “La mujer del cuadro”, el cuerpo de Alice cae, como abrumado por su peso, tras su rifirrafe con el chantajista Heidt; o esa indescriptible mirada de odio que le dirige, disimulada pero fulminante, sentada en el sillón, medio torciendo la boca y con el pecho agitándose, mirada que, pese a lo que puede dar a entender nuestra descripción, no tiene nada de sobreactuada, sino que está sumamente contenida: todo un alarde de intensidad y sobriedad (y toda una lección, como también el extraordinario plano fijo de las amenazas de Heidt a Alice, u otros muchos, para los intérpretes de hoy).

En “La mujer del cuadro” Lang alcanza ya el magisterio, consigue fijar su inimitable estilo y afianza su capacidad de subversión. Aun así, este film nunca ha estado exento de cierta polémica: Bogdanovich le reprochaba al cineasta en su celebrado libro de entrevistas que toda la trama se resolviera como un sueño del profesor Richard Wanley. A nuestro entender, dicha opción genera cierto desequilibrio en el film, pero no en el sentido que defiende Bogdanovich, ya que precisamente que todo sea una ensoñación, si ciertamente le resta al film sentido trágico, le da en cambio mayor universalidad: los deseos criminales pueden anidar en cualquier ser humano, aunque no los lleve a cabo. Es más, ciertos momentos del film serían de otra forma totalmente inverosímiles: es increíble que una guapa mujer que responde a los rasgos de Joan Bennett se vaya a tomar unas copas, nada más conocerlo, con un hombre feúcho de mediana edad y con la característica boca de rana de Edward G. Robinson; aún más, que en apenas hora y media (merced a un reloj de la calle, Lang es muy preciso con el tiempo transcurrido en esta parte del film), la mujer lleve al madurito a su casa; es absurdo que otro hombre entre como una exhalación en el apartamento y, sin mediar palabra, intente matar a Wanley; y que Alice, en vez de separar a los rivales, le alcance a Richard las tijeras… Es mérito indiscutible de Lang que el espectador virgen de “La mujer del cuadro” siempre haya creído a pies juntillas toda esta abrupta vorágine que, en efecto, sólo se justifica por la lógica del sueño. Lang, como todos los grandes directores, sabía muy bien que mayor que el efecto de realidad del cine es su fuerza onírica. Sin embargo, existe un desequilibrio que se hace patente en sucesivas visiones y que precisamente surge en esos momentos, localizados en la parte central, en los que la película se aleja del clima de ensoñación desencadenada: aunque las pormenorizadas pesquisas del amigo fiscal del profesor son imprescindibles para sentir el acoso psicológico y la culpa acrecentada de Richard, resultan en cambio demasiado explicativas, demasiado racionales, para que todo sea verdaderamente un sueño. Y tampoco parece pertinente y resulta algo postiza, por mucho que siempre gratifique a los críticos, la velada irrisión del American way of life (el anuncio de la radio, el orondo boy-scout). Debido a esta cuestión estructural, casi todo lo mejor del film se localiza en torno al personaje de Alice. Y aquí Lang, oscilando entre las fantasías y el psicoanálisis con una detallismo de orfebre, alcanza lo magistral. Merece la pena, por ello, detenerse en algunos momentos de los prodigiosos primeros cuarenta minutos del film, comentando con cierto detalle las opciones formales del director.

Cuando el respetable profesor deja a su mujer e hijos en la estación, lo primero que hace es irse al club con los amigos a tomarse unas copas…, no sin antes contemplar el retrato de una bella mujer, que se expone en un escaparate. El certero montaje languiano (partida de la familia / paseo por la calle en plano secuencia / admiración del cuadro) no deja lugar a dudas: la libertad momentánea deja aflorar la frustración de Richard. De hecho, su sueño parecerá proporcionarle la realización de sus deseos…, que tampoco ahí, posiblemente por un exacerbado sentimiento de culpa, alcanzarán su consecución definitiva. ¿No suena esto bastante freudiano? La fascinación de Richard por el cuadro, y de paso, la justificación de la ensoñación subsiguiente, la apuntala bien Lang al introducir un plano del retrato, un contraplano medio del admirativo hombre, luego, pasar a un plano de los amigos que llegan al club y, cuando miran (introduciendo por tanto otro punto de vista que dobla al del espectador), efectuar una panorámica que vuelve a mostrar en plano entero al profesor y al cuadro en la misma imagen. La pintura de la bella desconocida es como un imán del que el rodríguez no puede desprenderse…

Ya en el largo fragmento del sueño, tras su solaz en el club, incluida una relectura del “Cantar de los cantares” (“que es de Salomón”, reza el libro), la materialización del deseo es admirable: en un plano medio, junto a Richard, se refleja la pintura, como si fuera una emanación de él; luego, en el contraplano, junto al cuadro, surge borroso otro reflejo de mujer, por tanto aparece una imagen femenina duplicada. Como quiera que Richard no da crédito a sus ojos, se repiten ambos planos, y en el último, una panorámica nos lleva a la calle (a la realidad) y nos muestra a la fémina real (la encarnación). La explicación que da a su presencia Alice, la mujer, es peregrina (¡acude a ver las expresiones de sus admiradores!), como sólo pueden serlo los argumentos que uno se da a sí mismo en una ensoñación. Y los avances de los recién conocidos son increíbles de puro impresionantes: si a las diez y media el profesor salía del club, ¡a las doce y diez ya está en casa de Alice para tomar unas copas!

El soberbio plano en que la pareja entra al apartamento totalmente a oscuras y Alice va encendiendo las lamparitas una a una tiene una indudable cadencia erótica y resulta mágico (Krasner en su mejor forma). No sólo eso, en la misma toma, al encender la joven la última lámpara, aparece Richard reflejado en el espejo, y cuando ella entra en el dormitorio, la cámara retrocede acompañándola, lo suficiente para que el profesor quede reencuadrado por las cristaleras de separación de los dos ambientes del piso (salón y dormitorio). Se sugiere, con el reflejo, con el reencuadre, que el maduro ya está atrapado por la red del deseo… Richard prosigue con su ensoñación: contempla una figurita desnuda junto a la chimenea, duplicada, como también el hombre, por el gran espejo de la pared. En el contraplano, Alice se acerca y, por primera vez, en uno de esos toques del mejor Lang, tan discretos y tan contundentes al mismo tiempo, reencuadrada por las cristaleras, se ve la cama: el deseo de Richard se acelera.

Sin embargo, en el apartamento no todo es una apoteosis de erotismo; hay algo más: la chimenea del salón es un enorme hueco, demasiado grande para una pared tan pequeña; si se nos permite el arranque poético, una especie de agujero negro que podría subsumir a cualquiera. Aún no ha adquirido relevancia, pero no tardará en hacerlo. La amenaza, de hecho, enseguida se concreta, y el deseo ha de retroceder frente al instinto de violencia: a la una, llueve a cántaros, y en el apartamento entra, como un exhalación, el iracundo amante de Alice. Se debe precisar que, haciendo gala de cierta sorna, Lang atavía al personaje con un ridículo sombrerito de paja, ¡en una noche lluviosa!, que contrasta con su malcarado semblante. El furioso abofetea a Alice y se abalanza sobre Richard para estrangularlo, no sin antes haber ofrecido la cámara un amenazador travelling de aproximación hacia el héroe (idéntico en ejecución y sentido al que se dirige hacia la cárcel, a la par que la turba, en “Furia”). En pleno forcejeo, Lang inserta un soberbio contrapicado del violento: sudoroso, el canotier se le cae, y ahora su aspecto es verdaderamente terrible. A continuación, un plano maravilloso aúna a la mujer con unas tijeras: Eros desplazado por Thanatos. Y cuando Alice se las alcanza a Richard, éste apuñala al amante repetidas veces. Lang no elude el apuñalamiento, lo que es algo notable en un cineasta que se caracterizaba por dar los asesinatos en off. ¿Por qué? Pues porque es importante ver que Richard asesta las puñaladas rítmicamente, tanto que el homicidio más bien parece un simulacro del acto sexual…, un efecto acrecentado porque, alternando, se inserta un plano de la impresionada Alice, que ha retrocedido junto a la figurita desnuda.

Tras el clímax, la calma. Una vez se recomponen Alice y Richard, su decisión y evoluciones para deshacerse del cadáver vienen expresados por una prodigiosa utilización del espacio, que, con el apoyo de la sobresaliente escenografía de Duncan Cramer, eclipsa toda la obra anterior de Lang, por más aparatosa que fuera al respecto. Wanley se incorpora en el sofá, Alice se aleja de él y se sienta en el sillón: entre los dos, abatidos, queda el enorme, ominoso hueco de la chimenea, que a partir de aquí cobra una presencia abrumadora. Wanley va al dormitorio con la intención de avisar a la policía, pero se siente incapaz. Cuando vuelve, Alice ya no está sentada, sino que aguarda agarrotada en un rincón; siguen alejados uno del otro en el cuadro, pero, en el momento en que pasan del pasmo a la complicidad, Alice salva el hueco que la separa de Richard y se junta a él. Deciden deshacerse del cadáver, sacarlo de la casa. Viene un plano genial que redunda en la condición irreal, fantasmagórica, de la mujer: el profesor y la mantenida aparecen juntos al inicio; al aproximarse Richard al cadáver, la cámara lo acompaña en panorámica, de forma que él y su reflejo acaban en cuadro, pero, como quiera que Alice no se ha movido, sólo el reflejo de la mujer aparece en el plano; las imágenes de la pareja quedan separadas por el siniestro hueco de la chimenea, que ocupa el centro del encuadre; Alice, entonces, se acerca más, se desliza, y su cuerpo material finalmente entra en cuadro, aunque siempre separado de Richard por la chimenea.

A la una y veinte el homicida a su pesar se va a buscar el coche para trasladar el cadáver. Ha dejado de llover. Richard vuelve en torno a las tres. De la entrada del apartamento al portal de la casa apenas median unos metros, pero ese espacio, obstruido por una tercera puerta intermedia, respira un intenso peligro; y aunque Lang utiliza, en una nueva muestra de la singular concentración alcanzada por él, un solo tiro de cámara, la amenaza que supura el rellano resulta muy superior a la de las cloacas de “El doctor Mabuse”, e incluso a la de los túneles del metro de “El hombre atrapado” (y ciertamente, idéntica a la de los pasillos del tren de la posterior “Deseos humanos”). Lang deja constancia de lo largo que puede hacerse ese pequeño trayecto haciendo que Alice, para rastrear el terreno, lo recorra y abra las tres puertas. La iluminación de Krasner, junto a esas tres puertas que se deben abrir y atravesar, transforma, como en los sueños, este lugar cotidiano en siniestro, y Lang, que anteriormente ha comprimido el tiempo a su antojo, aquí lo deja transcurrir con una parsimonia enervante, realzando cada metro del trayecto, cada picaporte empujado, e introduciendo una inesperada intromisión de un vecino que vuelve a casa. Cuando Wanley finalmente consigue llevar el cadáver al vehículo, vuelve a llover. Alice, tras el portal, reencuadrada por el marco, igual que su retrato tras el escaparate, parece difuminarse tras los regueros de lluvia que se escurren por el cristal…

La tragedia que Lang no quiso ofrecer en “La mujer del cuadro” surgiría con inusitada potencia en “Perversidad”. “Perversidad” puede no contener un largo fragmento de tan elevada densidad como el inicio de su antecesora, pero es mucho más perfecta e irreprochable, junto a “Deseos humanos” nada menos que el cénit de la obra de su autor. El logro absoluto de “Perversidad” aún se hace más evidente cuando se contempla la anterior y mediana película de Jean Renoir, “La golfa” (1931), adaptación de la misma novela de Georges de la Fouchardière, y cuya comparación con su excelso remake llega a hacerla mediocre. Todo es incomparablemente superior en este film alemán sórdido, camuflado de noir americano: la magnífica interpretación de Dan Duryea y las decididamente sublimes de Joan Bennett y Edward G. Robinson (por más que el francés Michel Simon tenga una exagerada prensa a su favor, Robinson lo gana por K.O.); la inspirada música de Hans J. Salter, toda una lección de cómo hacer interaccionar fructíferamente la partitura con las imágenes; la antológica fotografía de Milton Krasner (frente a la más que solvente de Theodor Sparkuhl en “La golfa”, lo mejor del film francés); los magníficos decorados de Alexander Golitzen; el modélico e incisivo guión de Dudley Nichols; y claro está, la inspirada puesta en escena y dirección de Lang. Este film secretamente alemán presenta una densidad muy superior a la del francés (el sombrero de Johnny; el fregote en casa de Chris Cross y, sin hacer, en el apartamento de Kitty; el disco rayado; el cuchillo y el punzón…), cuya prueba suprema es el retrato que el hombre subyugado le pinta a su esquiva amante, detalle inexistente en el film de Renoir, y que en el de Lang resulta capital. También se advierte una mayor concentración en lo esencial: por ejemplo, el reencuentro entre Adele y Homer es muy conciso y está dado en off; más significativamente, el descubrimiento por parte de Chris de la mascarada de la que es víctima y el subsiguiente asesinato de Kitty se condensa en una sola noche; las pesquisas policíacas son mínimas; y el juicio, en una muestra más de la ejemplar depuración languiana, se reduce, en un decorado mínimo y estilizado, a una serie de planos de los testigos declarando escuetamente, donde la escala se va reduciendo conforme a la implicación personal de cada uno de ellos en el asesinato. Sin embargo, “Perversidad” dura unos diez minutos más que “La golfa”, porque el remake prefiere detenerse, más que en la pura trama, en mostrar el ambiente deprimente que rodea a Chris, en desarrollar el proceso de manipulación de la golfa hacia el inocentón cajero, y en detallar los chantajes sentimentales que unos personajes se hacen a otros (Adele a Chris, Kitty a Chris, Johnny a Kitty). Pues, en realidad, “Perversidad”, pese a las habituales clasificaciones, no pertenece al género negro, sino al cine sórdido o maurodrama, ése que inauguraron Stroheim y Browning en el período silente.

“Perversidad” comienza un poco como “La mujer del cuadro”. Tras la fiesta de homenaje a Christopher Cross, intachable cajero de una empresa, el jefe se va con una bella joven, sin duda su amante, lo que provoca la admiración y envidia apenas reprimida de los empleados. Ha llovido, y Chris, ya solo, pasea por las calles desiertas; a lo lejos, en plano general, ve a un hombre que golpea a una mujer, corre en defensa de ella y deja al hombre inconsciente ¡pegándole con el paraguas! Su deseo secreto se ha materializado (previamente, también le hemos visto seguir con la mirada a una chica que pasaba): él también ha conocido a una guapa joven. Pero el plano y contraplano de la pareja en ciernes difieren enormemente de los más clásicos de “La mujer del cuadro”: tras el ataque, temeroso de que le devuelvan el golpe, Chris levanta el brazo y el paraguas, protegiéndose con ellos; al bajarlos, sonríe y su cara adquiere la expresión de un sátiro; en el contraplano, Kitty, sentada en el suelo, se lleva la barbilla de un lado a otro, como comprobando si está contusionada, y su apariencia es tremendamente vulgar, efecto acrecentado por su impermeable transparente, su chillón bolso negro de lentejuelas blancas y su pulsera de bisutería de varias vueltas. No hay duda: en “Perversidad” estamos a ras de tierra, y toda la belleza que destilen los ambientes del film será sólo la que el idealista Chris quiera extraer. En efecto, tras conocerse, Kitty y Chris van a tomar unas copas a un bar, como Alice y Richard en “La mujer del cuadro”; sólo que, en contraste con el refinamiento que destilaban los locales del film anterior, aquí se trata de un barucho a punto de cerrar, donde la mujer de la limpieza debe dejar de barrer para que ellos puedan acceder a una mesa (tipo de detalle propio del maurodrama: “Una conocida suya”, de Kuleshov). Pero toda la sordidez circundante da igual: el obnubilado Chris sólo tiene ojos para la atractiva Kitty. Así, al día siguiente, el cajero, recluido para su afición de artista en el cuarto de baño, enseña a un amigo suyo el cuadro que la joven le ha inspirado, y un pertinente inserto, en movimiento de cámara, compara la flor pintada, de belleza galáctica, con la simple y modesta margarita que Kitty le ofreció; un contraste acentuado porque la flor natural, puesta en un vulgar vaso, aparece en un encuadre descentrado que ha de compartir con el lavabo. Es más, la flor ha sido transfigurada, en el cuadro, en una figura compuesta por círculos concéntricos, a la manera del llamativo bolso de Kitty. Previamente, en la despedida de la pareja la noche anterior, Lang, en uno de esos detalles de delicadeza simpar que son patrimonio de los mejores cineastas, nos había ofrecido unos planos y contraplanos donde la mujer, en lo alto de la escalera, sujetaba el bolso, y el hombre, abajo, sostenía la margarita, ofreciendo una rima que alcanza su síntesis precisamente en el cuadro: no hay duda, con la pintura, Chris simboliza su deseo de unión con Kitty.

Capítulo aparte merece la extraordinaria utilización de la música. El tema principal de la película, los primeros compases de “Melancholy Baby”, hace acto de presencia sólo en el momento en que, nada más conocerse, Kitty y Chris deciden tomar una copa juntos: es la melodía que suena en el bar. Algo más tarde, por primera vez en el film, surge la música extradiegética, apuntando un nuevo tema, que podríamos llamar de la margarita, justo en el momento en que Kitty toma una flor del jarrón y se la regala a Chris; ya no cesará la música durante el resto de la secuencia, e incluso se prolongará a la siguiente, donde el ilusionado hombre, enclaustrado en el baño de su casa, pinta la modesta flor, mientras el tema de la margarita alcanza su pleno desarrollo, y sublimación. Significativamente, el flujo musical se cortará, con unos acordes descendentes, cuando Adele, la dominante esposa de Chris, le pegue un par de gritos desde otra habitación, en off, deshaciendo el encanto (apuntemos que Lang no presenta todavía a Adele físicamente, sino que espera a un momento posterior en que la mujer se asoma a una puerta como una auténtica alcahueta). Es más, el tema de la flor volverá a recuperarse cuando Chris le muestre su creación a su amigo, y otra vez se interrumpirá  con la presencia de Adele, con su grotesca irrupción en el cuarto de baño, ¡en combinación! Chris y su amigo salen y Adele tira la margarita a la papelera… Se debe hacer notar que Lang y Salter reservan la música extradiegética, durante más de una hora, exclusivamente para las escenas de Kitty y Chris, o para aquéllas en las que, ausente alguno de los dos, su influencia se refleja en el comportamiento del otro (las escenas de latrocinio de Chris, donde el tema inicial de “Melancholy Baby” se somete a siniestras variaciones; o aquélla en que Kitty repite el credo artístico de Chris al marchante de arte, donde reaparece el tema de la margarita entrelazado con “Melancholy Baby”). De hecho, Johnny tiene asociado otro tema musical, perversamente la continuación de la misma melodía “Melancholy Baby”, casi irreconocible, sólo que, cuando suena, lo hace reproducido por el tocadiscos de Kitty; o en la primera discusión con Adele, la convencional y aparentemente inadecuada melodía acaba revelándose proveniente de la radio de la vecina. La sugerencia general, por tanto, es que el mundo de Chris carece de música hasta la aparición de Kitty, al menos de esa música de las esferas equivalente a la etérea flor de los círculos concéntricos; y que justo a partir de entonces, se llena de ella…; aunque esa música del espíritu acabará degenerando progresivamente, cuando, llegada la recta final de la película, se añadan otros temas relacionados con el hado funesto que acomete a Chris, casi siempre puntuados rítmicamente como un reloj, hasta culminar con el siniestro retumbar que puntúa su intento de suicidio. Cambiando de tercio, esta secuencia del suicidio frustrado, uno de los momentos cumbre de “Perversidad” (inexistente en la versión de Renoir), recupera, en un nuevo rasgo alemán, esa situación, que tanto interesaba a Lang, de los fantasmas de las víctimas asediando a su atormentado verdugo (“El doctor Mabuse”, “Spione”, “Furia”, “House by the river”…); sólo que aquí se renuncia acertadamente a las sobreimpresiones, y la presencia de los espectros se limita a las persistentes voces de ultratumba, dándoles un carácter más subjetivo y mordaz. Por cierto, que Lang, el autor que ya ha conquistado la austeridad, se permite en esta secuencia el único alarde formal de la película, aunque se cuida muy mucho de justificarlo merced al anuncio luminoso de la ventana: el asfixiante vaivén lumínico ofrecido por Krasner.

“Perversidad” es la culminación del tema languiano del inocente maleado por un traumático contacto con el mundo (“Los nibelungos”, “Furia”, “Clash by night”, “Los sobornados”…), cuya respuesta no es en este caso una venganza premeditada, sino un crimen pasional…, y de paso, un ajuste de cuentas por omisión. Pero, sobre todo, “Perversidad”, severo juego de máscaras, es el más acabado tratado sobre la mentira en la obra del cineasta, pues la fatídica relación de Chris y Kitty se cimienta sobre un doble embuste (algo en lo que también difiere de “La golfa”, donde la mujer, a pesar de lo que aseguraba el prólogo, resultaba mucho más sincera). Chris, modesto cajero, se hace pasar por pintor, y cuenta sin duda con la complicidad de Lang, pues, como la Helen de “You and me”, miente porque está enamorado, ajeno a todo interés, y en el fondo, es un inocente. Pero la posición del director ante Kitty, una infantil cargada de malicia (señalemos su caballito de peluche), es más ambivalente, pues el objetivo de la joven es, con la excusa de una inventada carrera de actriz, aprovecharse del ingenuo y sacarle dinero; de hecho, Lang llega a mostrarla en un par de instantes, muy sutilmente, como un ave de rapiña: su mano aparece en las esquinas de planos reservados a Chris sujetándole las suyas…, no se le vaya a escapar. Ciertamente, los dos acaban resultando patéticos, pues sus engaños y tejemanejes, su progresiva pérdida de la dignidad, se deben, en última instancia, a otros: Chris roba y engaña porque su Kitty lo maneja a su antojo, y Kitty finge y exige dinero porque su Johnny la manipula con total desfachatez. En cuanto a Johnny, éste sí, un embustero profesional, Lang no se recata en identificarlo, por un sencillo efecto de montaje, con una serpiente (efecto, por cierto, idéntico al que equipara a las mujeres con las gallinas en “Furia”, pero ahora naturalizado e irreprochable, pues la sierpe figura en uno de los cuadros de Chris).

Kitty es una máscara de demoledora vulgaridad y carece de toda sensibilidad que no sea sexual (“¿Hay otra cosa en que pensar?”, arguye): el plano de la ladina recostada en el sofá, en su piso inicial, se corresponde con un contraplano de su Johnny con una cama al fondo…, pero el disco que escucha la joven está rayado al llegar a la palabra “Love” (una excelente utilización de la música que aparenta ser extradiegética, y que Lang acaba denunciando como un añadido al hacer notar que la escuchaba un personaje: una constante suya desde “Furia” hasta “Más allá de la duda”). Toda esa falsedad e insensibilidad sólo puede pasar desapercibida para el ingenuo enamorado Chris, que, de hecho, acabará pintándole un retrato a la mujer, donde, como la flor, se transfigura en un ser platónico. Obviamente, el pobre ni siquiera ha sospechado de esos ímprobos esfuerzos de la comedianta Kitty por contener la risa ante sus exaltadas confesiones o por reprimir el asco que le dan sus besos; momentos que, maravillosamente pautados por Bennett, se cuentan entre los más crueles que ha dado el cine.

Lang confiere a “Perversidad” un espesor fuera de lo común, al irla trufando de ciertos temas visuales (y sonoros, y musicales), muchas veces introducidos de forma sumamente sutil, siempre portadores de informaciones adicionales. Por ejemplo, el canotier de Johnny aparece en el primer plano donde se reconoce a Kitty, sentada en la acera tras haber sido socorrida por Chris; y se presenta a la par que el bolso de la joven, también circular, sugiriendo, pese a las apariencias, la complicidad existente entre ambos, en ese momento inconcebible para el espectador. O el cuchillo de cocina surge en la primera discusión entre Chris y Adele, en la mesa, junto al pan, presente en los planos del hombre y apuntando hacia la mujer, revelando toda la agresividad contenida, provocada por las continuas humillaciones que ha de sufrir Chris.

Muchos de estos temas alcanzan su culminación en esa desoladora secuencia en la que el iluso Chris descubre que Kitty y Johnny son amantes. Por ejemplo, el canotier de Johnny, siempre desperdigado por aquí o por allá, ahora delata su presencia en la cómoda de la entrada. O el disco rayado justo en la palabra “Love” (huelgan los comentarios). O el mismo lujoso apartamento que Chris le ha alquilado a Kitty, cuya entrada está dividida por unas cristaleras que dividen el pasillo (parte pública) y el salón (parte privada): Johnny, en presencia de Chris suele salir por la parte del recibidor, pero en está ocasión el abrumado cajero ve a Johnny surgir de la zona íntima (la alcoba de Kitty) y a la pareja besarse en la zona privada (el salón), mientras él se oculta en el área de las visitas. O sobre todo, poco después, la risa siempre contenida de Kitty: ahora la joven oculta el rostro en la almohada, y las sacudidas de su cuerpo las interpreta Chris como señal de llanto (otro detalle proveniente del cine mudo sórdido: véanse “Maridos ciegos”, de Stroheim, y “Los pantanos de Zanzíbar”, de Browning), sólo que cuando la falsa le muestra el rostro, resulta que ríe a mandíbula batiente, y no sólo eso, se explaya haciéndole reproches e insultándolo. No se puede ser más hiriente. O finalmente, las armas punzantes: ya presente en la primera discusión conyugal, más tarde, Chris, en un instante de desconcierto, había empuñado, sin darse cuenta, el cuchillo de la cocina asustando a Adele; ahora toma, también casi inconscientemente, el punzón para el hielo y mata con él a Kitty. En este terrible instante llama la atención que, ante la furia ciega del hombre, la mujer, en un gesto que revela mucho de su infantilismo y estulticia, ¡se tape entera con la colcha!, inútilmente, claro (lo que, dicho sea de paso, relaciona este asesinato con otros de la obra languiana: “Espíritu de conquista”, “Moonfleet”); y sobre todo, admira que las puñaladas que asesta el cajero despechado sean tan rítmicas como las de “La mujer del cuadro” o como los vaivenes de la flecha de “M”, lo que apunta a un deseo insatisfecho y deja entrever que quizá Chris y Kitty no han llegado, en realidad, a acostarse juntos (nueva diferencia con “La golfa”, donde la relación se consumaba evidentemente), convirtiendo la impostura de la mantenida en una burla, una afrenta todavía más sangrante.

Otros temas han de esperar algo más para su culminación. Las puertas que se cierran, continuo colofón a los enfados, molestias y alejamientos de los personajes (hay un plano maravilloso en que Johnny cierra una puerta y sale por la zona de las visitas, y a continuación Kitty, furiosa con Chris, se va corriendo por el área privada y cierra la puerta de su alcoba de un portazo), alcanzarán su formulación definitiva cuando Johnny, condenado a muerte, entre en la cámara de ejecución y el portalón se cierre. Y el tema de los cuadros, de la sublimación de la realidad, llegará ya al final, cuando un Chris hundido, prematuramente envejecido, cruce su mirada con la del retrato de Kitty, inmortalizada por él mismo, eternamente joven y bella…, la cual le devuelve una mirada de esfinge, evidentemente vacía, que no expresa absolutamente nada, porque Chris nunca llegó a comprenderla, o quizás no quiso hacerlo. Chris, derrotado, ido, se aleja entre la multitud, pero ésta se desvanece mediante un fundido de cámara. Mentalmente solo, como perseguido por las furias, oye, y oirá por la eternidad, la sensual voz de su víctima Kitty llamando a su amante: “Johnny… Johnny…”. Pocas veces el cine ha sido tan demoledor

Los años 50. Primeros planos.

Tras la cima de “Perversidad” la carrera de Lang experimentó el bache más prolongado de su trayectoria, tanto por las dificultades industriales para sacar adelante sus proyectos (sólo cuatro en seis años, de 1946 a 1951) como por la calidad de los mismos: dos de los filmes rodados en ese período, aunque buenos, son bastante irregulares; “Secreto tras la puerta” es solvente, nada más; y el cuarto, “Guerrilleros en Filipinas” (1950), es decididamente mediocre. Pero, por fortuna, la recuperación traería la etapa más consistente, en conjunto, de la distinguida carrera de nuestro cineasta, aquélla que atesora la mayor proporción de grandes películas suyas. Y un poco paradójicamente, los dos primeros títulos de campanillas de la recta final de Lang pertenecen a géneros escasamente tratados por él: el western “Encubridora” (1952) y el melodrama “Encuentros en la noche”, más conocido por su título original de “Clash by night” (1952).

“Encubridora” suele considerarse el mejor western de su autor; e incluso para algunos admiradores del vienés es, algo excesivamente, una de sus obras maestras, nada menos. Sea como sea, en este film Lang supo conjugar la militancia en el género con su personalísima visión de la vida; y así, hay escenas que serían modélicas en cualquier western, como los dos atracos (aunque se debe notar cómo en ambos casos el director los ofrece de una manera oblicua: el primero, elípticamente; el segundo, presentado media res), y hay otras escenas que encajarían perfectamente en otras películas suyas, incluso de su etapa alemana, especialmente todas las que transcurren en el caserón del rancho “Chuck-a-luck” / “La rueda de la fortuna”. Incluso hay secuencias que conjugan ambos intereses a la vez, como la pelea de Vern Haskell con el forajido, la cual podría ser típica de cualquier western… si no fuera porque su furibunda brutalidad viene heredada directamente de “Cloak and dagger” (de hecho, el forajido morirá como consecuencia de la paliza). “Encubridora” comienza con un prólogo donde se da cuenta de la violación y asesinato de la novia de Vern, de la motivación de la venganza por tanto. Lang, de hecho, para mejor justificar a su personaje, sube la temperatura emocional ya desde el plano inicial de la película, que muestra el apasionado beso de la pareja en primer plano (algo perversamente, pues ésta es la imagen con la que suelen acabar convencionalmente muchas películas de Hollywood, incluida su propia “Furia”). Luego, y éste es uno de los grandes aciertos del guión de Daniel Taradash, la película se divide en dos partes bien diferenciadas. En la primera, que podríamos calificar, aun con matices, de típicamente westerniana, se asiste a todas las pesquisas y peripecias de Vern para localizar al agresor de su novia, dadas de manera sucinta gracias a la información provista por la balada “Chuck-a-luck” (que Lang, por cierto, siempre deseó que hubiera dado lugar al título del film). No sólo eso, en un par de flash-backs se presenta a los personajes de Altar Keane, afamada corista, y de Frenchy Fairmont, raudo pistolero, usando un tono legendario muy acorde con la balada que puntúa el trayecto de Vern y avivador de posibles expectativas de grandeza y pomposo romanticismo. La segunda parte de “Encubridora”, sin embargo, interrumpe la estructura de balada y de flash-backs, y transcurre totalmente en tiempo presente, en “Chuck-a-luck”, donde a buen seguro se refugia el asesino. Pero aquí, para empezar, la realidad se revela inferior al mito: no hay nada de oropeles en el rancho, sino paredes desnudas; Altar aparece en atuendo de hombre y “con las manos grasientas”; y si bien sigue siendo una mujer independiente, resulta demasiado pesetera (por cierto, que en la obra de Lang abundan los avaros casi tanto como los mentirosos). Un bonito detalle cromático, responsabilidad del gran Richard Mueller en uno de sus trabajos iniciales como asesor jefe de color, marca la diferencia: el rojo que caracterizaba a la mítica Altar, aquí se reduce al grisáceo de su vestimenta de hombre, como mucho al negro y al mermado verde oscuro de su vestido de gala. Pero es más, Lang y Taradash, y Hal Mohr con su negra iluminación, diluyen las convenciones del western para abrir paso a las del Kammerspielfilm o film de cámara, pues ya no interesa el itinerario aventurero sino los procesos de conciencia. Y aquí ya estamos en puro territorio languiano: Vern se encuentra entre delincuentes, pero, como no sabe a ciencia cierta quién mató a su novia, para descubrir al asesino debe fingir y mentir. Las torvas miradas que prenden entre los malhechores, provenientes del cine mudo, concisas a la par que vehementes, crean una tensión indescriptible, muy superior a la que se registra en momentos similares del anterior “Doctor Mabuse”; los engaños y zalemas de Vern hacia Altar recuerdan a aquéllos con los que Kitty sometía a Chris en “Perversidad”, pero resultan aún más incómodos, quizás porque en realidad no hemos visto delinquir a Altar, quizá porque con sus galanteos Vern traiciona a su amigo Frenchy, o tal vez porque los motivos de Vern son mucho más profundos. El beso de Vern y Altar, interrumpido por el doloroso recuerdo del hombre, es tan revulsivo como el que no llegan a darse Kitty y Chris en “Perversidad”, casi comunica al espectador el sabor de la hiel. Y superpuesta a todo lo anterior, o mejor, agazapada, está la venganza, aquí mucho más agria que en “Furia”, pues para acometerla Vern, el ingrato, se ve forzado a traicionar a aquellas personas que lo aprecian de veras. Una bonita idea visual invalida en “Encubridora”, con mucha mayor firmeza que en su precedente, el derecho a la venganza: tras su consumación, Altar muere y su cuerpo acaba tendido en el lecho, exactamente igual a como yacía el cuerpo de la novia de Vern en el sofá, al inicio. Si la balada de “Chuck-a-luck” tiene la estructura de rondó, la venganza de Vern lo ha sumido en un círculo infernal: su venganza lo ha transformado en culpable.

“Clash by night” ocupa un lugar especialísimo en la obra de Lang, pues no solamente es su film más atípico, sino también uno de los siete u ocho mejores…, aunque rara vez se lo haya considerado como tal por sus admiradores, ¿por estar tan desubicado en su filmografía? No, desde luego, porque la última secuencia no se encuentre a la deslumbrante altura del resto, ya que se debe reconocer que los finales pocas veces fueron el punto fuerte de Lang. Con las honrosas excepciones de “La mujer en la luna”, “El testamento del doctor Mabuse” y “Perversidad”, y eximiendo a “Los sobornados” y “Deseos humanos”, cuyos grises desenlaces se corresponden con el destino vital de sus personajes, apuntemos que quizá sea el vienés el único gran director que acababa sus películas como con desgana, sin esos planos que impresionan, o emocionan, o redondean el sentido del film. Y no se trata de imposiciones de producción, ya que, por ejemplo, el final de la versión remontada de “M” resulta más impactante que el original elaborado por el director en plena libertad, tan escueto que parece un suspiro. En su obra abundan, de hecho, las codas prescindibles (incluso en películas de la categoría de “Moonfleet” y “La mujer del cuadro”, esta última no por la opción del sueño, sino por el chiste, algo hueco, de la buscona), así como los finales algo precipitados, e incluso francamente desmañados (“Spione”, “Furia”, “El ministerio del miedo”, “Secreto tras la puerta”, “Gardenia azul”); una tendencia que desluce algo bastantes películas suyas. En “Clash by night”, como sucede en “La mujer del cuadro” y “Moonfleet”, su aguado final no alcanza, por fortuna, a amortiguar la gran fuerza que exuda el film.

La originalidad de “Clash by night” en la obra de Lang se explica, para empezar, porque se trata de un melodrama puro, el único que rodó en Hollywood, si bien cuenta con los lejanos precedentes de algunas de sus primeras películas alemanas y de “Liliom”. Para seguir, en este film que, con acierto, no busca ocultar su procedencia escénica, los planos son mucho más prolongados de lo habitual en su autor, hasta el punto de que, por género y por estilo, llega a emparentar a Lang con, inesperadamente, Max Ophüls; en concreto, con la también extraordinaria “Almas desnudas” (1949). Y finalmente, es también la primera película del cineasta donde el registro documental es esencial, con la única excepción de “Espíritu de conquista”, cuya condición de western y de reconstrucción la privaba, empero, de esa inmediatez que destila este melodrama actual (en cuanto a “M”, que a ratos ofrecía una exposición más típica del documental que de la ficción, se rodó enteramente en estudio). En efecto, las localizaciones naturales en Monterrey, figurando un pequeño pueblecito costero, le dan a “Clash by night” un aroma muy especial y muy auténtico, máxime cuando Lang trabajaba en plató casi tanto en Hollywood como en Alemania; también ayudan sobremanera a describir a los personajes, ya desde el justamente celebrado inicio, puramente documental, que nos revela que toda la economía del pueblo se basa en la pesca y todos sus habitantes trabajan, bien en la mar, bien en la conservera. Por ello, la llegada de Mae, anunciada como algo discordante por el pitido del tren que se oye en la fábrica, nos la muestra diminuta y desubicada en el pueblo: es una extraña. Por ello, Earl, que trabaja como proyeccionista en un cine, es también una especie de desclasado. Por ello, ambos están abocados, antes o después, a entenderse.

La opción melodramática de “Clash by night” tiene algunas implicaciones importantes. Para empezar, es una de las películas donde, gracias a las tomas muy prolongadas, más “apartes” (es decir, un actor casi frente a cámara, en una escala mucho más próxima que el resto) presenta Lang, siempre en función de las motivaciones emocionales. Y a pesar de esas tomas tan largas, es una de las que más usa los primeros planos; no tantos, posiblemente, como en “Encubridora” y “Sólo se vive una vez”, pero insertados, salvo tal vez un abrumador primerísimo plano del tío Vince, con mucho mayor acierto y tino, quizás los mejores de toda la carrera de Lang. Es de justicia poner de manifiesto que esta fuerza que desprenden los planos próximos sería imposible sin el insigne reparto, encabezado por un intenso terceto, que en la obra del director del monóculo sólo tiene parangón con el de “La mujer del cuadro” y “Perversidad”, y quizá con el de “Deseos humanos”: unos extraordinarios Robert Ryan y, sobre todo, Barbara Stanwyck, los forasteros, y un maravilloso Paul Douglas, de mirada limpia y vehemente, en el papel de Jerry D’Amato, el típico inocente languiano enfrentado a la fealdad del mundo. Entre los ejemplos más hermosos de un film pródigo en ellos, destaquemos dos muy próximos entre sí: el plano en que, en el bar, Mae contempla a Earl con desprecio; y el inmediatamente posterior que, en el porche de la casa, acusa la alegría desbordante de Jerry al ser aceptada su proposición de matrimonio a Mae (y entre ambos, destaca un inserto de la mano de Earl arrojando violentamente un vaso al suelo…).

Otra de las consecuencias del melodrama es que Lang, por primera vez en su carrera, nos muestra el deseo femenino: hasta entonces y también después, dejando de lado las parejas enamoradas, siempre habían ocupado el primer término los hombres deseantes, mientras las mujeres resultaban incitantes. Desde luego, Mae atrae tanto a Earl como a Jerry, aunque de forma distinta: es inolvidable la pudorosa reacción de Jerry al verla en combinación frente al tocador al comienzo de su relación, un momento que tendrá su eco en la finalización de la misma; en cambio, por el lado de Earl, el deseo insatisfecho se condensa en agresividad a duras penas contenida, como en el maravilloso plano en el bar donde arroja el vaso al suelo, o más tarde, durante la boda de Jerry y Mae, donde estruja y tira la flor del ojal y, después, un paquete de cigarrillos. Pero la novedad estriba en que Lang adopta casi siempre el punto de vista de Mae, que se debate entre la estabilidad representada por Jerry y la satisfacción sexual proporcionada por Earl. Lang, en el momento en que, en el barco, Jerry le dice a Mae que todo el mundo teme envejecer en solitario, con la excusa de la topografía de la nave, acusa la reacción de la mujer en un picado casi cenital que la aplasta y agobia. Y cada vez que Mae piensa en su antiguo amante o en Earl, y cuando está con este último, Lang la muestra fumando o jugando con el mechero. Ese eterno debatirse, esa tentación siempre latente, esa lucha contra su acuciante sexualidad, parece alcanzar su punto culminante en la noche de insomnio en que Mae, tras un año de matrimonio con Jerry y ya madre, contempla fumando la mar embravecida. Pero tan elocuente como es el momento, aún va más lejos el llanto que, a la mañana siguiente, le hace derramar el café cuando Jerry se va y se queda sola con Earl (que ha dormido la mona en la casa, invitado por Jerry). Tras un momento de sutil ironía, en que Earl pone la cabeza bajo el grifo, mientras Mae recoge el café derramado, Lang construye una escena magistral donde, ofrezca el plano que ofrezca, el centro de atención es la espalda del huraño galán, embutida en su camiseta de tirantes. Incluso desplazándose Earl por la cocina, Lang se las apaña para tenerlo casi siempre de espaldas; incluso estando él sentado y Mae de pie, el contrapicado utilizado hace que la espalda del actor domine en el plano sobre la empequeñecida mujer. La espalda, siempre la espalda, aparece obsesivamente en la escena. Lang sabe muy bien por qué: cuando finalmente Earl besa a Mae, ésta se resiste, hasta que, incapaz ya de dominar la pasión, abraza al hombre y mete la mano bajo la camiseta, acariciando esa espalda que tanto la trastornaba…

“Clash by night” es también una de las cumbres de la obra de Lang en la utilización del espacio. Así, Mae y Jerry casi siempre aparecen en interiores, especialmente en sus respectivas casas, o bien en exteriores anejos a las viviendas o en el barco, mientras que a Mae y Earl se les reserva la playa y la terraza del chiringuito frente al mar: Jerry es el hogar, el cariño, y Earl, la aventura, la pasión. Mención especial merece el genial decorado de la casa de los D’Amato, un auténtico regalo de Carroll Clark y Albert S. D’Agostino. Para empezar, no hay pasillo y las habitaciones están comunicadas entre sí por puertas que permiten vislumbrar varios cuartos desde otros, por lo que los personajes evolucionan por este entorno como si se tratara de un auténtico laberinto del que les resulta imposible salir, en la que es la formulación más límpida y excelsa de esta figura recurrente en su autor; añadida a ellos, la antológica iluminación de Nicholas Musuraca en las noches tórridas acaba por convertir la casa en un lugar tan cálido como asfixiante. Pero todavía tiene la vivienda otro hallazgo genial, y es que hay dos entradas: una, la oficial, apenas entrevista en el film, por donde suele entrar la familia; la otra, la de la escalera de la parte trasera, que es la que utiliza una vez tras otra el advenedizo Earl; no en vano, desea robarle la mujer a Jerry. La calidad de intruso del amigo ya había sido apuntada, visualmente, en ese plano de la secuencia de la boda en que Jerry y Mae se besan y el otro aparece por detrás, en medio de la pareja. Cuando Earl, irritado, abandone la fiesta, lo hará por la escalera de incendios, y no aparecerá en ese sinóptico montaje que indica el paso de todo un año, hasta que una noche, borracho, vuelva a casa de los D’Amato, subiendo por esa misma escalera de servicio; un precioso detalle por parte de Lang: es como si para Earl todo ese año hubiera transcurrido en unos segundos, pues vuelve por donde se fue y su estado de ánimo sigue siendo el mismo. Ahora bien, el uso más impresionante de esta segunda entrada tiene lugar en medio de la magistral secuencia en que Jerry descubre el adulterio de Mae y la mujer acaba confesando, sin duda una de las más perfectas de toda la carrera de Lang, por la sensible planificación, por el espléndido uso del sonido, por la insuperable interpretación. Jerry está solo en casa, en plena zozobra por su descubrimiento, y un sonido burlón lo saca de sus cavilaciones: por la ventana asoma Earl haciendo sonar un osito de goma, y por la puerta de servicio, por primera vez, entra Mae, ambos en la misma toma pero no en el mismo cuadro. El desasosiego generado es fuera de serie: los adúlteros, apareciendo uno por cada abertura, intentan disimular su relación, pero la burla de Earl con el osito y la llegada de Mae por la entrada de los intrusos suponen una confesión implícita.

Los años 50. El cine negro.

La década de los 50 está marcada en la obra de Lang, de forma muy superior a las previas, por el cultivo del cine negro. Anteriormente, tan sólo tres filmes suyos habían podido adscribirse sin discusión al género, “M”, “Sólo se vive una vez” y “La mujer del cuadro”, mientras en estos años el director del monóculo aportaría nada menos que seis títulos, a los que se puede añadir, ya a comienzos de los 60, su última entrega sobre Mabuse. El primer film noir de esta lista se localiza entre décadas y disfrutó durante mucho tiempo de cierta aureola mítica, debido a su total invisibilidad: “House by the river” (1950). “House by the river” destaca fácilmente en la etapa de decadencia del director, ya que es un buen film, pero aun así resulta inferior a lo que cabía esperar de su responsable. Sin lugar a dudas, Lang se sintió atraído por un comienzo que, a pesar de la tosca interpretación de Louis Hayward, es verdaderamente extraordinario: debido a una avería, Emily, la criada de los Byrne, obtiene permiso para usar el baño de los señores; en una pincelada admirable, el deseo de Stephen se ve azuzado cuando la joven vacía la bañera y el hombre oye el agua descendiendo por las cañerías… Estamos en el terreno de los bajos instintos. Stephen aguarda a Emily en la oscuridad. La fantástica iluminación de Edgard Cronjager crea un ambiente erótico y tenebroso: la sombra de Emily se proyecta en la pared; cuando baja las escaleras, sus piernas asoman incitantemente por el albornoz… Stephen ya no puede resistirse, y por un cúmulo de circunstancias, intenta acallar a la reticente sirvienta, pero lo que hace es estrangularla, en off; pasado el momento crítico, la cámara retrocede y vemos a Stephen sujetando a la muerta por el cuello; la suelta y el cuerpo cae. Era difícil mantenerse a semejante altura…, pero eso no significaba que algunos momentos posteriores tuvieran que ser tan anodinos. Hay apuntes magníficos, como el ondular de la cabellera de la joven asesinada en la corriente del río y su paralelismo con las cortinas de la casa, o como ese momento en que Marjorie descubre la soledad de John, merced a un inserto de los pasos del hombre cojo; pero, en conjunto, sobran tópicos y sobreimpresiones (la del pez en el tocador es francamente chapucera, la de Emily en la cortina es pura redundancia), y se echa a faltar un guión más consistente y una mayor pasión por parte de Lang: el amor reprimido de Marjorie y John, cuñados, precisamente por eso, por reprimido, necesitaba de mayor acercamiento emocional del director.

Tampoco “Gardenia azul” (1953) sobrepasa una bondad con reparos. Es fácil detectar qué pudo atraer a Lang para rodar el proyecto y qué le pudo desagradar en el resultado final. Entre lo primero, evidentemente, la idea de la violación, del asesinato y de la culpa, y quizá sobre todo, la posibilidad de recuperar esa escena desaparecida del montaje final de “M” en la que unos neuróticos pretendían suplantar al asesino sólo por ver su nombre publicitado en los periódicos, aquí con el lógico cambio de sexo. Entre lo segundo, la forzada interpretación de Anne Baxter y la caracterización de las tres compañeras de piso, todas muy rubias y un tanto repelentes, y que parecen salidas, más que de un film noir Warner, de una burguesa película Metro; o asimismo, la obligada inclusión de la “canción de la película”, no dando forma al film como en “Encubridora”, sino sólo para posibilitar el cameo del cantante, en este caso Nat King Cole; posiblemente también, algunas manipulaciones de montaje: no parece muy propio de Lang que, al caérsele el espejito a Laura, para transmitir que comienza a recordar, se subraye el evidente proceso con un mini flash-back del espejo quebrado en el apartamento de su seductor; todo eso, por no hablar de la incongruente resolución de la trama. Sin embargo, tal y como sucedía en “House by the river”, algunas magníficas secuencias hacen que el film destaque poderosamente sobre la producción media de esa y de cualquier época. Destaquemos en especial dos que cuentan con el inapreciable apoyo del gran Nicholas Musuraca, el cual ofrece, como siempre, un irreprochable trabajo lumínico. La primera: la velada de cumpleaños que Norah celebra… con la fotografía de su novio, combatiente en Corea, coreografiada por Lang con especial sensibilidad y puntuada por Musuraca haciendo que la mujer apague diversas luces hasta conseguir un ambiente cálido e íntimo. La segunda: la involuntaria incitación de la embriagada Norah al hombre que la ha llevado a su apartamento, matizada también con luces que se van apagando, sólo que en esta ocasión los contrastes proporcionan un ambiente frío y duro. No es de extrañar que la velada desemboque en un forcejeo, un intento de violación y otro de homicidio…

Justo a continuación de “Gardenia azul”, Lang rodaría la cumbre de su cine negro, constituida por “Los sobornados”, en su vertiente más canónica, y por “Deseos humanos”, en su concepción más general; dada su especial relevancia, estas dos películas merecen capítulo aparte.

Las dos últimas obras rodadas por Lang en América son, como si el director ya estuviera deseando volver a su país de origen cinematográfico, las más abiertamente políticas y las que de forma más evidente enlazan con su obra alemana: “Mientras Nueva York duerme” (1956) presenta fuertes concomitancias con “M”, en tanto que “Más allá de la duda” (1956), por estilo y por mirada, prefigura la futura “Los crímenes del doctor Mabuse”. Ambas constituyen, de nuevo en la carrera del cineasta, una suerte de díptico, por ser dos producciones de Bert F. Frielob para RKO, por contar con Dana Andrews como protagonista y, sobre todo, por su afán discursivo, para muchos el más acerado que el vienés elaboró nunca sobre la vida americana.

De ambas películas, además, existen dos versiones, una en 1:1,37 y otra en SuperScope, de relación 1:2,00; un scope de pega, pues las dos provienen del mismo negativo, como bien demuestra el rebanado logo de la RKO. En el caso concreto de “Mientras Nueva York duerme”, es evidente que el formato trabajado por Lang y su director de fotografía, Ernest Laszlo, era el clásico, y el panorámico una simple mutilación del estudio, lo mismo que sucede con otras películas de la época (aún más hoy, con el mercado del DVD enfocado a los televisores panorámicos, que antaño). A buen seguro, la opción panorámica de la distribución le daría al director tuerto más de un sinsabor, pues, aparte de unos encuadres mucho más débiles, numerosas ideas quedaron amortiguadas, cuando no simplemente suprimidas. Por la parte alta del encuadre sufren detalles atmosféricos, como esas lámparas que cuelgan del techo de la oficina del grupo mediático Kyne; o la presencia más definida de ciertos decorados u objetos, como la escalera que baja al bar Carlo’s y da mayor relevancia a las entradas de tantos personajes, como el cuadro de Amos Kyne, o como las farolas de la calle y las bombillas del rellano que despiden su inquietante luz previamente al primer ataque del psicópata. Por la parte baja de cuadro, todavía es peor: desaparecen tantas copas y bebidas que acompañan a los personajes a la vez que conspiran; o los teléfonos que ponen en contacto a Ed con Nancy en la oficina y que tantas veces parecen recordar la presencia del otro; se pierden cartas o papeles que en el momento concreto condesan los intereses de los personajes, como es el caso de la falsa noticia que Griffith arroja triunfal, o la tarjeta que, a la puerta del apartamento de Nancy, el asesino empuña junto a la navaja. Y sobre todo, se pierden detalles de las manos, que indican, mejor que los reprimidos gestos de los personajes, sus sentimientos: es el caso de la forma de acariciar el bastón de Walter Kyne mientras idea el plan de competencia feroz para sus tres subalternos; o del modo en que Nancy agarra su copa en contraste con la forma de Mildred de sujetar bolso y pitillera, que revelan la prevención de la primera y el aplomo de la segunda; o de la crispación de las manos de Dorothy Kyne, mientras su marido le pone crema bronceadora, a la mención de su amante Kritzer; o en fin, de la mano de Ed Mobley que abraza a Nancy y, enseguida, en la misma toma, desactiva el seguro de la puerta (en la versión panorámica la mano está ausente durante el abrazo y mal encuadrada el resto del plano).

Este plano de la mano de Ed desactivando el seguro es un eco de otro anterior donde el psicópata hacía otro tanto para acceder a la vivienda de su víctima, lo que traza un indudable paralelismo entre el periodista corriente y el excepcional psicópata. Sin embargo, por más que en muchas ocasiones Ed parezca comprender la mente del asesino, y de hecho, provea de información importante a su amigo policía (un poco como en las escenas en que Wanley sufría sus deslices con el amigo fiscal en “La mujer del cuadro”), creemos que este paralelismo se mantiene en un nivel superficial y no está explorado a fondo, como sí habría hecho Hitchcock. Pongamos por caso: ese deseo sexual deformado del psicópata, que se condensa admirablemente en la sombra o en el reflejo en el espejo de sus víctimas, no tiene ninguna imagen correlativa en el caso de Ed, cuya sexualidad, aunque al parecer algo promiscua, no deja de ser bastante convencional; como tampoco hay ninguna equivalencia con ese espeluznante momento en que el asesino acaricia a su madre (una extraordinaria Mae Marsh, veterana heroína griffithiana, en un pequeño pero intenso papel), casi como si fuera a estrangularla en el acto. A pesar de esta pega, “Mientras Nueva York duerme” es una excelente película que cuenta con un antológico guión de Casey Robinson…, tan bueno que quizá Lang se plegara a él demasiado; una película sobre una sociedad donde el crimen es esencia (el psicópata) o espectáculo (los periodistas), y donde los ciudadanos parecen actuar como una policía paralela, aunque no tan marcadamente como en “M” (la diferencia, en fin, entre el nazismo y el maccarthysmo). Y en especial, es una película coral, sustentada por un magnífico reparto (salvo el apagado James Craig y el esforzado, pero no siempre convincente, John Barrymore Jr.), sobre una panda de intrigantes que se conservan en alcohol etílico y que, como rezaba la propaganda de la época, venderían a sus propias madres; cuando menos, a sus mujeres (en tres casos: Loving, Kritzer, Ed): Griffith, el honrado periodista obsesionado por la carrera de ratas impuesta por Kyne, y al que le importa un bledo que su amigo se case, pues sólo piensa en su ascenso; Kritzer, un trepa cuyo máximo talento es sexual y que, cuando se le acaba el whisky, apura el de su amante; Mildred, esa loba cubierta de joyas y visones que nadie sabe de dónde proceden; Kyne, ese fatuo millonario para el que los hombres son como cacahuetes y, que si no es impotente, poco le falta (véase la irónica escena en que arroja bolitas de golf hacia el podio donde su despampanante mujer ejercita el palmito); Dorothy Kyne, una ambiciosa que entabló conocimiento con su marido profiriendo la frase inmortal “¿Viendo escaparates?”, ¡refiriéndose a ella misma!, y que no duda en utilizar a su amante para vengarse del cónyuge; el atildado Loving, que no titubea en pedirle a su pareja que se acueste con otro hombre “porque ya somos adultos y eso sólo hará que te quiera más”; y claro está, Ed Mobley, ese otro honrado periodista que se emborracha casi a diario, que utiliza a su novia como cebo para atrapar al psicópata, y que, si no le es infiel, es porque, tras su retahíla de copas, “no está en condiciones”. Pocas veces el cine ha mostrado, sin perder la compostura, una fauna humana tan desagradable… y creíble.

De cara a la crítica, “Más allá de la duda” arrastra a su favor el hecho de ser la última película americana de Lang, lo que ha tendido a elevarla a su palabra definitiva sobre su país de adopción. Ciertamente, parece más que una coincidencia el paralelismo con “Furia”, el primer film del director en Hollywood, en lo que a la denuncia del sistema judicial se refiere (aunque, de haber podido, el director habría hecho algo similar en Alemania); y desde luego, “Más allá de la duda” muestra al Lang más visionario e incisivo: no existen decorados hostiles, pero sí asépticos, tanto, que generan una frialdad insuperable en las relaciones humanas; la justicia se ha convertido en un espectáculo cuyo número principal es el crimen, y lógicamente, los juicios se retransmiten por televisión; los criminales, a su vez, se vanaglorian de sus delitos, burlándose de la sociedad entera (esas fotos de Tom Garrett mostrando las pruebas falsas que, en realidad, podrían haber sido verdaderas, hacen pensar en esos energúmenos actuales que cuelgan sus fechorías por Internet como si fueran hazañas). El potente guión de base, rico en golpes de efecto, algunos irrebatibles (la muerte de Austin Spencer), otros cogidos por los pelos (el increíble lapsus final que delata a Tom), parecía poder desembocar en una gran película. Pero, aunque haya admiradores de Lang que tienen a “Más allá de la duda” como una de sus obras maestras, tal consideración nos parece tan desmesurada como la de aquéllos que piensan lo mismo de “El doctor Mabuse” o de “Metrópolis”. Hay algunas razones de peso para que “Más allá de la duda” no sobrepase el grado de buen film, lo que por supuesto es, y no esté a la altura de esa impresionante lista languiana, apenas ininterrumpida, de extraordinarias películas que cierran su carrera (“Encubridora”, “Clash by night”, “Los sobornados”, “Deseos humanos”, “Moonfleet”, “Mientras Nueva York duerme”, “El tigre de Esnapur”).

El primer motivo es la cuestión del doble formato. Sin duda, Lang, escarmentado por las mutilaciones de “Mientras Nueva York duerme”, rodó “Más allá de la duda” pensando en la cirugía que había de aplicar la RKO, ya que el aire por encima de las cabezas es más pronunciado que en sus otras películas, mientras los bajos del encuadre se reservan para objetos irrelevantes (ceniceros, vasos, el mero vacío…), de forma que gran parte del encuadre en muchos planos de la versión 1:1,37 es zona muerta; y de hecho, significativamente, no hay primeros planos. La consecuencia más evidente es que tan sólo dos o tres momentos resultan más equilibrados en la versión cuadrada, y por tanto, la panorámica es, en conjunto, preferible. Pero hay otro efecto más, y no positivo: Lang, al verse obligado a trabajar para dos relaciones simultáneas, optó por elaborar los planos, sus encuadres y sus movimientos de cámara, de modo estrictamente funcional; al saber que determinadas zonas del plano original en 1:1,37 quedarían inutilizadas, no le merecía la pena, digamos, incluir un objeto relevante en una esquina del plano, que sugiriera información adicional. Más por obligación que por elección, la depuración languiana alcanza aquí, más que la desnudez, la opacidad.

La segunda razón que bloquea el camino a la maestría del film es responsabilidad, en cambio, del propio Lang. En “Más allá de la duda” hay una segunda película que se agazapa tras la puesta en evidencia de la justicia que ocupa el primer término: la de que, bajo la apariencia civilizada de Tom, bullen unos instintos brutales (de hecho, el fiscal viene a decir esto, casi textualmente, en un momento del juicio). Pero el director no alcanza a servirla con la intensidad que se habría requerido…, aparte de que parece limitarse a seguir las páginas del guión sin llegar a aportar soluciones específicamente cinematográficas. La cámara de Lang resulta en momentos demasiado distante, y no existen verdaderas claves visuales sobre esa brutalidad inherente a Tom. De hecho, en una primera visión del film, que a la postre Tom no sea inocente, sino el verdadero asesino de la corista, resulta postizo, de tan excesivamente sorpresivo. Es cierto que, cuando Tom está reunido con Susan, una llamada telefónica le hace mudar el gesto (al final, sabremos que la corista era su exmujer y que le hacía chantaje); pero Lang (o su montador, o el productor) cambian tan rápidamente de secuencia que la intempestiva llamada apenas deja huella en el espectador. Precisamente, en la continuación, Tom miente descaradamente a Susan y a Austin, poniendo la premura de su editor como excusa del aplazamiento de su matrimonio, pero no hay ninguna pista en la puesta en escena de Lang que nos indique alguna duda, alguna zozobra en el hombre, por lo que, de nuevo, el espectador cree a pies juntillas la versión del mentiroso y pasa de largo por la secuencia sin el menor problema. Es también ligeramente absurdo que, por la información de la prensa, Tom sepa el lugar exacto del asesinato de la corista, ¡en pleno campo!, pero la película hace cierta trampa al suponer que un hombre inteligente como Austin, que no está sujeto a la suspensión de la incredulidad como el espectador, también haya de comulgar con ruedas de molino. Todos estos momentos comprometidos de Tom los ofrece Lang sin el menor, ya no hincapié, sino matiz, en planos amplios o generales, y esto es un error, en el sentido de que se le veta al espectador el acceso a los procesos de conciencia de ese gran liante, ni siquiera de forma ambigua o velada, como sucedía ejemplarmente con la Vicki de “Deseos humanos”, lo que permitía, en sucesivas visiones, comprender mejor las motivaciones ocultas de la joven. El problema con el personaje de Tom es que, tras su fachada, sólo hay vacío. ¿Tal vez Lang lo detestaba demasiado?

Así las cosas, queda poder disfrutar de un buen film, si no con una expresiva arquitectura visual, sí con más de una estupenda secuencia: los encuentros de Tom con las coristas; el turbador plano de ese desnudo brazo femenino, algo rapaz, que aparece por la puerta de un camerino; la sonrisa medio oculta, diabólica, de Tom durante el juicio, al ir triunfando su plan con Austin, en realidad, al conseguir burlar a la justicia con la ayuda ignorante de su amigo; la soberbia última secuencia de Susan con su confidente sentimental, la única donde de verdad hay una batalla de conciencia, y donde la mujer se debate, al borde de la extenuación, entre denunciar a su antiguo prometido, un criminal, o guardarle lealtad porque una vez lo quiso.

Y aquí debemos realizar una digresión: desde que Bogdanovich comentó que Susan denunciaba a Tom con absoluta frialdad, condenando moralmente a la mujer, parece que todos los críticos se han puesto de acuerdo tendenciosamente para cantar la misma cantinela; incluso hay algunos que han sostenido, deformando la ideología del director para amoldarla al supuesto progresismo propio, que Susan es el mejor reflejo del clima de delación vivido bajo el maccarthysmo, o que es el emblema del puritanismo de la mujer americana. Quizá hemos visto otra película, pero estamos en total desacuerdo con dichas percepciones, y pensamos que Lang, a quien nunca gustaron los verdugos, comprendía a la mujer (“Ella también es un ser humano”; “¿Qué quiere, que ella se convierta en su cómplice?; ¿Que, luego, él quede libre y mate otra vez?”, le respondía el director a Bogdanovich). Y no está de más recordar que, aunque Lang nunca justificara el crimen ni la venganza, los contemplaba de distinta manera cuando eran pasionales, y por tanto incontrolables (caso del Chris Cross de “Perversidad”, o de Dave y Debby en “Los sobornados”), que cuando eran fríos y premeditados (caso de los nazis, de las grandes organizaciones criminales, o de Joe Wilson en “Furia”): a los primeros podía comprenderlos; para los segundos, entre los que precisamente se cuenta Tom Garrett, la condena no tenía paliativos. En lo que a “Más allá de la duda” toca, para empezar, los analistas olvidan interesadamente que, a pesar de que ya han cortado su relación, Susan ha hecho lo imposible por liberar a Tom. Para seguir, esa frialdad que tanto le critican a la mujer no es tal, pues el último plano en que Susan es visible la muestra derrumbándose, deshecha en llanto, precisamente porque no es capaz de denunciar a Tom, el cual sí que es frío cómo un témpano: capaz de asesinar a sangre fría, luego presentar pruebas falsas para que se le acuse del crimen, y finalmente refutarlas para que se le absuelva; capaz de tontear públicamente con una golfa, en función de sus oscuros intereses, y resistirse a sincerarse con su prometida; capaz de querer reanudar la relación con ella ¡nada más decirle que ha asesinado a otra mujer! También los críticos pasan por alto el detalle, o simplemente vuelven a olvidar, ya que la denuncia se da en off, de que, en realidad, no es la abatida Susan quien llama al gobernador, sino su amigo fiel… y rival de Tom, dejándose adivinar la gran presión ejercida por el sabueso sobre la desconsolada. Y para finalizar, se ignora el detalle de que el dilema de la mujer es descomunal, que la libertad definitiva de un asesino, este sí, calculador y despiadado, depende exclusivamente de ella: una responsabilidad terrible para que pese sobre una conciencia individual. ¿Es tan fácil condenar a Susan, y poco menos que tildarla de fascista? ¿Es peor ella que Tom, el asesino? Tal vez, la fuerza de identificación del cine es tan inmensa que se tiende a defender al protagonista más injustificable… Si bien preocupan aseveraciones de tal estofa, cuando tantos homicidios siguen quedando impunes, y hoy mismo…

Aunque Lang ya rodara “Los crímenes del doctor Mabuse” (1960) de vuelta a Alemania y por más que recuperara más de una secuencia de sus anteriores películas sobre el mítico doctor (como el asesinato que abre el film, como la bomba que explota en comisaría), su parentesco resulta mucho más acusado con su último film noir en Hollywood: por su renuncia a la dinámica aventurera, por la absoluta desnudez de los decorados, por los sentimientos opacos de los personajes, por la mirada impertérrita que arroja sobre una sociedad minada por el delito. Quizá sea “Los crímenes del doctor Mabuse” una de las películas más perfectas de su autor, pero, en contrapartida, no resulta excesivamente imaginativa, pareciendo reducirse en muchos momentos a una simple puesta al día del original, como al fin y al cabo antes lo habían sido, con quizá mayor justificación, “El testamento doctor Mabuse” y “El ministerio del miedo”. “Los crímenes del doctor Mabuse” es una buena película que no merece, ni el desprecio con que se la acogió en su estreno, ni el pedestal al que posteriormente la elevaron algunos fervientes admiradores. Es innegable el apunte languiano sobre una sociedad donde la intimidad empieza a ser una entelequia: lo muestran, bien evidentemente, las cámaras ocultas que en el Hotel Luxor espían a sus clientes (de ahí el título original de “Los mil ojos del doctor Mabuse”). Pero, sinceramente, el planteamiento tampoco sobrepasa el enunciado de partida, máxime cuando la vigilancia no se contagia a todo un tejido social, sino que se reduce a un entorno muy concreto y se lleva a cabo por una persona muy determinada. Inesperadamente, o no tanto, pues a buen seguro Lang era consciente de que su propuesta discursiva era limitada y el ímpetu aventurero prácticamente nulo, lo mejor del film postrero del director, con diferencia, se encuentra en la historia de amor. Henry y Marion se conocen, en apariencia accidentalmente, se gustan y se atraen, pero su relación está marcada por el fingimiento de la mujer y por el deseo apenas disimulado del hombre. Las más sobresalientes escenas del film son las que, de alguna forma, ponen en evidencia los intereses de cada uno. Por un lado, las conversaciones entre ambos, con Marion mirando por la ventana, dando la espalda a Henry, resistiéndose a contarle la verdad sobre su vida. Y por el otro, las secuencias en las que Henry observa a Marion; especialmente ésa, extraordinaria, en la que el gerente del hotel le muestra al hombre el falso espejo desde el que la puede espiar impunemente, tentándolo viscosamente con promesas voyeurísticas. La inenarrable expresión de Henry mientras contempla a la mujer que ama, semidesnuda física y moralmente, comunica un desasosiego mucho más incómodo que las asépticas imágenes a las que el doctor Mabuse tiene acceso con sus mil cámaras ocultas.

 

 

Continuara

 

 

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