«El lazo de Carla» o la estética como sensación


Por José Julio Vicente Monreal

    Procedente del cine de súper-8 milímetros, la afición de Carlos Calvo (Zaragoza, 1963) por este pequeño formato comienza a través de su amistad con el crítico e historiador cinematográfico Manuel Rotellar.

    Es en la Sociedad Fotográfica de Zaragoza donde empieza a tomar contacto con la cámara y allí gana un concurso de guiones, del cual nace su primer cortometraje de ficción, “El secreto de la gran laguna” (1985), con la colaboración del cineasta Armando Serrano y el pintor Pedro Calavia. Habitual colaborador en películas de Arturo Briones, Javier Peña, Emilio Alfaro, Eduardo Laborda, José Manuel Fandos o Javier Estella, y miembro de esa agrupación lúdica y festiva denominada Alucine, Carlos Calvo dirige en este periodo otros cortometrajes: “Primeras imágenes” (1984), “Contactos I” (1986), “Contactos II” (1987), “Contactos III” (1988), “A lo lejos” (1989), “Panticosa, del balneario al infierno” (1991), “Caretas” (1993)… Su opinión del cine amateur es que no debe emplear las reglas del cine comercial y de ahí sus experimentaciones extrañas. “El cineasta”, afirma, “es un narrador de historias, ya sean cortas o largas. Los cortos son a los largos como los cuentos a las novelas, los chistes a la comedia o los poemas a las epopeyas”.

    Ahora, junto a Guadalupe Corraliza (Madrid, 1969) –colaboradora en muchos proyectos del turolense Jesús Lou y el conquense Tasio Peña-, presenta, en las jornadas de cine mudo celebradas en la localidad de Uncastillo, la producción “El lazo de Carla” (2012), cortometraje que sirve para el acto inaugural del evento, una historia de amor al modo experimental sobre la dificultad de distinguir los efectos de las causas entre una madre (la propia Corraliza) y su pequeña hija de apenas dos años de edad (Carla Calvo, hija de ambos). El relato, con sus esfuerzos, y sus subrayados, y sus vaciados, encierra un misterio cargado de melancolía, un realismo sin serlo, a través de una historia de unión en la que las protagonistas se comprenden y no se estorban, se apasionan por el conocimiento y se emocionan con una célula, con una hoja, con una abeja. Un viaje entre la inocencia y el conocimiento que indaga en el rastro que deja el paso del tiempo, cómo las cosas desaparecen o se hacen viejas, cómo las cosas, un día, dejan de considerarse nuevas. Y mientras caminan de la mano, mientras riegan los campos, mientras anudan lazos en fuentes, en ramas, en parrillas, no dejan de sorprenderse, no confunden inteligencia, sabiduría y erudición.

   La inteligencia, lo dice la palabra, es “interligare”, relacionar. Pueden, tal vez, ser inteligentes y no sabias. La sabiduría no implica necesariamente erudición y tampoco, aunque pueda parecer paradójico, una gran inteligencia, sino la reflexión esforzada, subrayada, vaciada, sobre lo vivido y lo vívido. Ellas, en suma, tienen una forma particular de ver el mundo y de atraparlo con gestos sencillos e inquietantes, con una suerte de mística interior de tono bajo. Y describen, con una regadera y unos lazos, la historia de sus vidas sobre el polvo. Y guardan en sus corazones las mariposas sorprendentes capaces de cambiar de color y diseño en sus alas, mariposas quevedescas que visten rosas y vuelan flores, anaranjadas y negras, malvas, de color de miel, papillones, volvoretas y farfalas, pétalos abstractos de vida efímera pero triunfal, a lomos del viento hacia el polvo y la nada.

    En su cine, Carlos Calvo habla del sentido de la búsqueda y la actitud vital, de la conexión entre diferentes expresiones. Crea siempre su propia estética conectada con una sensación, independientemente de la carga del contenido. Se suele hablar de estética como ciencia de la belleza, pero etimológicamente significa “sensación”. Para él, “el cine es una buena forma de hacer confluir diferentes disciplinas que dialogan entre sí y crean algo nuevo. También es un campo en el que diferentes formas e influencias filosóficas encuentran cabida y se reconfiguran adquiriendo nuevas formas. Existen multitud de líneas estéticas elaboradas en la historia de la cinematografía, pero el cineasta debe encontrar la forma capaz de mostrar sus ideas, sus obsesiones o sus emociones. Yo estoy más interesado en las formas estéticas que rompen con la narración lineal de una historia y prefiero trabajar sobre una poética y una estética que no respondan a un relato convencional. Es decir, diferentes elementos que tienen su propio espacio y no responden a una continuidad lógica en la narración rutinariamente establecida”.

   “El lazo de Carla” es una pequeña película, muda, de aire extraño, evocador, una suerte de recorrido rural que desemboca en el sueño (o no) de un pintor (interpretado por Alfonso Val Ortego) en su estudio, mientras colorea con su pincel la figura de un tentetieso. Al otro lado, madre e hija se echan a la carretera ávidas del placer de la libertad sin las ataduras de lo doméstico, reacias a la rutina y pensando en una cierta recuperación de las emociones esenciales, las que tienen que ver con los instintos más que con las normas. Además de para conocer la naturaleza, su viaje les sirve para saber algo más de sí mismas y para encontrar la manera de entenderse. No son las primeras ni serán las últimas en luchar contra la falsedad de la vida ordinaria tergiversando a su antojo la realidad para acomodarla a sus expectativas. Unas expectativas que quedan reflejadas en uno de los rótulos del cortometraje: “Han sido muchos años de incordio, Carla, pero habré pensado en este asunto una docena de veces, la mitad en los últimos tres meses. Cada uno es cada uno y los lazos son una cuestión personal”…

    En eso precisamente consiste “El lazo de Carla”, en deformar la belleza natural con la pretensión casi heroica de hacerla aún más conmovedora, como cuando el pintor se sienta junto a su caballete frente a un redundante bosque de coníferas, cierra los ojos y espera a que su cabeza le sugiera un paisaje árido y polvoriento en el que milagrosamente haya medrado un arbusto en cuya sombra languidece el fuego sediento que consume el mosto ácido de un charco formado con la orina trenzada de una salamandra. Madre e hija, conocimiento e inocencia, descubren la religiosidad en esos viajes con una blasfemia en los pies, una regadera en la mano y sin la necesidad de responder al misterio de los lazos con Carla.

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