Kluge en la Filmo / Fernando Usón


Por: Fernando Usón Forniés

Con motivo del ciclo que la Filmoteca de Zaragoza dedica al admirable director alemán Alexander Kluge ofrecemos aquí un análisis de la que quizá sea la corriente más productiva de su obra.

Un cine de los sentimientos.- Sobre Alexander Kluge.

Alexander Kluge quizás sea conocido por ser el más político y combativo de todos aquellos directores que en los años sesenta del pasado siglo conformaron el llamado Nuevo Cine Alemán; o cuando menos, por serlo de una manera más continuada y consistente. En su cine siempre hay una apelación, inquisición más bien, al reciente pasado autóctono (el Tercer Reich, la Segunda Guerra Mundial), a la incierta coyuntura del momento (la Guerra Fría, el Muro), a las entrañas más arraigadas de la sociedad germana (los policías y los políticos, los sindicalistas y los empresarios, los artistas y los educadores), al acervo profundo de la mentalidad teutona (desde las leyendas y cuentos infantiles hasta el mismo cine, pasando por la música popular y clásica)… Su filmografía parece erigirse en un tan incómodo como riguroso programa político cuyo objetivo es acusar las contradicciones de una sociedad, más del consumo que del bienestar, así como advertir sobre la insidiosa pervivencia en sus individuos de antiguas y peligrosas formas de pensamiento. Y sin embargo, entre la cerebral soflama y la compartible arenga, como de tapadillo, los sentimientos encuentran un resquicio en el cine del alemán: ¿el hueco que deja el diablo? De hecho, la obra cinematográfica de Kluge, de los sesenta a los ochenta, parece evolucionar pausada, casi imperceptiblemente, al menos en las obras concebidas para la gran pantalla, desde un cine documental y político a un cine ensayístico y melodramático (en el sentido operístico, o si se prefiere, sirkiano, de música más drama); y sus afinidades electivas parecen haber mudado de su admirado Godard a su no menos idolatrado melodrama silente. Simplificando, sería el camino recorrido de la ideología convertida en pura geometría de Brutalidad sobre piedra (Brutalität in Stein, 1961) a la conmovedora carnalidad de la prostituta redimida Betty en El poder de los sentimientos (Die Macht der Gefühle, 1983).

Pero, a decir verdad, esta evolución se debe matizar. Dejando de lado sus cuatro primeros cortos, que por su propia idiosincrasia, de denuncia o de testimonio, son ajenos a la constatación del sentimiento – a no ser, claro está, del que puedan provocar en el espectador -, desde que Kluge dio el salto al largo, su obra tendió a sugerir una sutil polaridad entre obras relativamente más emotivas y otras más entregadas a la militancia. Si en la primera década de trabajo esta diferencia queda limpiamente marcada por la presencia en el reparto entre, por un lado, la hermana del cineasta, Alexandra Kluge, de físico más delicado y vulnerable, y por otro, Hannelore Hoger, algo más teutona y enérgica, en cambio, en los años ochenta, al final de su carrera cinematográfica comercial, la escisión acabará por volverse patente, casi a lo Dr. Jekyll y Mr. Hyde, entre sus filmes ensayísticos adobados con retazos de ficción, tal El poder de los sentimientos, y sus documentales puros, como pueda ser El candidato (Der Kandidat, 1980). Veámoslo con más detenimiento, fijando nuestra atención en algunos de los jalones más significativos de la que es, sin duda, la más distinguida carrera de todo el cine alemán de posguerra.

La rebelde.

Si bien no cabe hablar de sentimientos inherentes a los primeros trabajos destacados del autor, Brutalidad sobre piedra y Retrato de una prueba (Porträt einer Bewährung, 1964), simplemente por tratarse de documentales en estado puro – carente de personajes el primero, concentrado en la trayectoria laboral del policía Karl Müller-Seegeberg el segundo -, por contra, su primer largometraje, Una muchacha sin historia (Ein Abschied von Gestern, 1966), ya empieza a plantear esa peculiar dicotomía entre ideología y sentimiento con la irrupción de su primer personaje de ficción: Anita G. Por cierto, ¿G de Gestern (ayer)? ¿O más bien, G de Gegen (contra)? ¿O quizás, G de Gesichte (historia)? (1) Cierto, que los sentimientos quedan siempre supeditados a la denuncia política, y que su absoluta protagonista, a pesar de tener consagrado todo el metraje del film, parece más un emblema que un personaje propiamente dicho. Su continuo vagar, sus eternas huidas y correrías por el país, más bien la erigen en una especie de conciencia, incómoda y fugitiva (como bien apuntan esos focos de automóvil que la acosan hacia el final, iluminándola como a una criminal de cine negro), de todo aquello que la Alemania del milagro económico pretende censurar e ignorar: Anita tiene la desfachatez de ser refugiada del Este y de ser judía, y por si fuera poco, amén de friolera, hace gala de un descaro más típico de un mediterráneo que de un nórdico.

(1) El título original del film se traduce por Un adiós al ayer o Una despedida del ayer, así que el español no sólo es inexacto, sino engañoso… casi hasta el sarcasmo, pues Anita G. no sólo resulta tener historia, sino que tiene demasiada, más de la que a nadie le cabría desear. Así lo deja traslucir la información ofrecida en el juicio inicial, aparentemente corroborada por las fotografías familiares que poco después desfilan a ritmo de tango: los adinerados abuelos de Anita, al ser judíos, vieron confiscadas sus propiedades por los nazis; después, la muchacha acabó recalando en Leipzig, ciudad perteneciente a la Alemania comunista, desde donde se fugó al oeste. Por cierto, que Kluge es también oriundo de la extinta República Democrática Alemana, lo que quizás ha repercutido en su acerada visión de las dos Alemanias separadas por el muro.

Por ello, su trayectoria vital es en realidad un recorrido físico por el país del despegue económico y la mentalidad reaccionaria. Hay un plano maravilloso que parece destilar la esencia del film, aquél en que la vagabunda Anita, cargada con su equipaje, cruza un puente que divide el encuadre en dos partes, limpiamente: en la inferior, viviendas, casi todas en construcción; en la superior, las grúas recortadas contra el cielo. Anita recorre pues un país en plena reconstrucción, en el que, por su incómoda idiosincrasia, cual nueva judía errante, nunca puede asentarse. Su infatigable trayecto comprende hoteles, pensiones, obras, edificios abandonados, grandes almacenes, tribunales, calles, carreteras, puentes, la Universidad, el Palacio de Justicia, el campo, la ciudad… y finalmente la cárcel, meta final de esta alemana tan mangante y tan escasamente patriota; tan bicho raro, en suma: una especie de nihilista aventurera de Sternberg a lo cutre. Por ello, porque lo preponderante en Una muchacha sin historia es rendir testimonio de un país que sólo ha cambiado en la superficie, muchas veces los avatares que le acaecen a Anita interesan menos como huellas vitales que como constatación documental del entorno: así lo confirma, ejemplarmente, su recalada final en la institución penitenciaria, donde el parto y consiguiente cesión del bebé apenas alcanzan una fuerza y densidad mínimas. Así mismo, los numerosos planos de personajes mirando a una cámara que ocupa el lugar de esta muchacha rebosante de historia, y de historias, no llegan a configurarse como auténticos subjetivos, tal es el distanciamiento acusador de tantos momentos; y ni siquiera esos abundantísimos primeros planos del personaje Anita, o si se prefiere, de la actriz Alexandra Kluge, mirando también a cámara son tanto una muestra de sus estados de ánimo o una invitación a la adhesión emocional del espectador como una llamada directa al mismo sobre una situación contradictoria y socialmente indeseable: una interpelación política, en suma.

¿Quiere esto decir que Kluge se desentendió por completo de su personaje, y que lo filmó como a los inertes y desolados muros de Brutalidad sobre piedra? No, por cierto. Intermitentemente, con mayor o menor grado de éxito, Alexander puntuó la trayectoria de Anita con una llamada de atención sobre sus emociones, especialmente en sus relaciones con los hombres… aunque casi siempre tendiera a añadir un comentario ideológico. Es el caso del romance de la rebelde con ese joven desconocido, relación a la que Kluge intenta dotar de cierta densidad, más bien infructuosamente, incrustando unos desmañados primerísimos planos de los actores mirando a cámara, aquí realmente subjetivos, con sus rostros deformados como pelotas debido a la acción del gran angular, lo que rinde dichos planos más próximos a la caricatura que a la glosa sentimental. En el fondo, no es que aquí al director le importen tanto las relaciones humanas, pues, de manera algo chocante, la consumación de su relación sexual (sería dudoso calificarla de afectiva) viene coronada por el tarareo del himno nacional alemán a dos voces, sobre el que además, en un productivo eco de la anterior Brutalidad sobre piedra, se superponen imágenes de las lápidas de un cementerio judío, dotando de un punzante sentido ese “Deutschland über Alles” (Alemania sobre todo) del estribillo. No importan tanto, pues, las necesidades y elecciones afectivas de Anita, como que se construyan sobre la vergüenza y la pesadumbre que los jóvenes alemanes más progresistas sentían por las barbaridades perpetradas en los campos de exterminio. (2)

(2) Incidentalmente, nos gustaría apuntar que tararear el himno alemán no es, en sí, tan extravagante y patriotero como pueda parecerlo, o como sería hacer lo propio con otros: su música proviene del sublime Poco adagio, cantabile del Cuarteto para Cuerda op. 76 nº 3, “Emperador”, de Franz Joseph Haydn; el cual, además, a despecho de la numerosa cantera de excelsos músicos autóctonos, no era alemán, sino, como es bien sabido, un austríaco nacido en una villa de la actual Eslovenia. Aparte, debemos constatar que la cita de esta pieza musical, por sus evidentes connotaciones y por su belleza intrínseca, es una constante en el cine de Kluge.

Más logrados desde el punto de vista humano resultan algunos momentos asociados al consejero ministerial Manfred Pichota (sic). Así, por ejemplo, el entrenamiento de perros de ataque al que asisten Anita y Manfred, aparte de redundar en el retrato de una sociedad soterradamente violenta, y hacerlo con ironía al culminarlo con un salvamento a lo Rintintín, crea un eco en el personaje de la muchacha, cuyo malestar es palpable en la siguiente secuencia, que la muestra acostada en un sofá, esquiva con su amante. O también, ese soberbio instante, de los mejores de la película, en que el inserto de las manos de la pareja en el bar, tras una leve corrección de cámara sobre la alertada Anita, registra brevemente el anillo de casado de Pichota, para, por corte, volver a recalar en el rostro de la decepcionada muchacha. Quizás, de haber abundado más la película en momentos como éste, se habría conseguido mayor equilibrio entre política y sentimiento, y Anita nos habría parecido más persona que estandarte.


El ama revolucionaria.

Tras Una muchacha sin historia Kluge pareció dejar de tantear los sentimientos para entregarse a su díptico circense de Leni Peickert y al estelar, también díptico, de Willi Tobler. A pesar de la primera del cuarteto, Los artistas bajo la cúpula del circo: perplejos (Die Artisten in der Zirkuskuppel: ratlos, 1968), se nos antoja éste el momento más bajo de su carrera cinematográfica, que parecía estancada en un impasse de autocomplacencia. Por fortuna, el cineasta reaccionó a tiempo con su siguiente largo, no por casualidad protagonizado de nuevo por su hermana Alexandra: Trabajo ocasional de una esclava (Gelegenheitsarbeit einer Sklavin, 1973).

Como Una muchacha sin historia, Trabajo ocasional de una esclava opta por ofrecer un barrido por la industrializada sociedad suralemana, utilizando el hilo conductor de una mujer con problemas de integración; como ella, por tanto, conjuga lo social con lo íntimo, aunque en este caso el reparto no sólo sea más equitativo, sino que se haga de otra manera, reservando grosso modo cada mitad del film a explorar cada uno de los ámbitos. Así, la primera parte se centra en la vida familiar y en las experiencias laborales como abortista clandestina de Roswitha Bronski, a la vez que ahonda en su forma de ser y de sentir, mientras que la segunda mitad nos muestra a una Roswitha desempleada y, en un giro algo intempestivo, entregada a las causas e incluso a la agitación social… siempre con el ropaje de esa clandestinidad de la que, al parecer, no puede desprenderse, y que le presta un cómico aire de aprendiz de espía. Esta neta división responde claramente a la dinámica dentro-fuera enunciada al principio del film: “dentro hace calor y fuera hace frío”; o, dicho de otra forma, la familia sostiene y la sociedad presiona. Al fin y al cabo, por más que Franz, el marido de Roswitha, pese a ser mantenido por ella, esgrima un comportamiento machista que le impide asumir ninguna carga del hogar, a la postre siempre es solidario con ella: cuando las cosas se tuercen, se ofrece a ir a prisión en su lugar; y cuando el hombre por fin encuentra trabajo, el ama en paro puede disfrutar de una libertad de movimientos que le permite entregarse con ímpetu a sus causas anarco-sindicalistas, incluido un extravagante viaje, por innecesario, nada menos que a Portugal. Así que esa esclavitud que enuncia el título del film y a la que alude ese plano inicial que nos muestra a una Roswitha ataviada, no como la mujer que es de los años setenta, sino con un aire de campesina ¡de hace varios siglos!, y en la que todavía insisten los planos casi inmediatos que registran a toda la familia desde el exterior de los ventanales, como si fueran auténticos prisioneros; esa esclavitud no es, pues, la del hogar, sino la tiranía de la sociedad. Dentro hace calor y fuera hace frío. Y por más que al principio pudiera existir cierta ambigüedad sobre las causas esclavizantes, en esta tesis redunda el plano final del film, cuando, tras todo su accidentado proceso de supuesta liberación, Kluge nos muestra a Roswitha en una triple clausura: reencuadrada por los catalejos de un vigilante, cerrando los ventanales de ese quiosco, cual jaula, que es su chiringuito tapadera de venta de ¡salchichas subversivas!

Ciertamente, el cineasta alemán, lejos de desarrollar el tema esquemáticamente, ofrece matices, especialmente en el ámbito familiar, que tampoco resulta una balsa de aceite. En este sentido cabe contemplar que los siniestros ventanales donde ejecuta la clandestina su sórdido trabajo, dignos de una película Universal de terror, acaben en la segunda parte contagiando algo de su inquietante cualidad, expresada en contrapicado, a la misma vivienda de la familia; o mejor, cabe sopesar ciertos arranques violentos e incomprensivos de Franz cuya repercusión se acusa en primeros planos de Roswitha, perpleja y dubitativa. Por ejemplo, tras la caprichosa venada en la que Franz arroja al suelo un panecillo. O muy especialmente, en la secuencia bisagra entre las dos mitades del film, tras todas las idas y venidas de un lado a otro de cuadro, y saliéndose de él, por parte de un Franz que le reprocha a una Roswitha quieta y sentada sus actividades abortistas; evoluciones culminadas con la mirada a cámara de la mujer, dirigida a un espectador que se siente repentinamente descubierto por su objeto de contemplación e interpelado, casi agresivamente, sobre la flagrante contradicción de la situación: Roswitha practica abortos para poder mantener a su propia prole, y Franz le reprocha ese trabajo que resulta ser la única fuente de ingresos del hogar. Apuntemos que dicha interpelación resulta menos ortopédica y más pertinente que las que había en Una muchacha sin historia, pues la película actual nos ha ido transmitiendo con mayor acierto las circunstancias y anhelos, los deseos y preocupaciones de su personaje principal. De este modo, la mirada de Roswitha parece interrogar al espectador sobre cómo se puede sobrevivir con dignidad en una sociedad que tolera y potencia situaciones así. Quizás nosotros no tengamos respuesta ante coyuntura tan compleja, pero la vehemente mujer la tiene clara: la agitación social… a su patoso estilo. Pues, al fin y al cabo, que Roswitha se meta a revolucionaria, es meterse en camisa de once varas.

En efecto, Kluge describe a la aguerrida ama de casa con franca y desopilante ironía, una ironía que apenas despuntaba en Una muchacha sin historia, pero que, surgida o afianzada en Trabajo ocasional de una esclava, paradójicamente melliza de una mayor emoción, nutrirá las entrañas de todo su cine posterior. En concreto, en esta película de tema tan adusto y ambientación tan sórdida resulta más de agradecer que nunca, a la par que dota al film de una ambigüedad enriquecedora: ¿margina la sociedad a Roswitha, o se automargina ella con sus estrambóticas y desmañadas actitudes? Así, la meticulosidad de esta aprendiz de heroína en su trabajo clandestino se contrapone continua y aparatosamente con su olímpica torpeza, pública y privada: tropieza sin cesar, la timan en las compras, choca con un coche aparcado ¡en una plaza vacía!, pierde el reloj de oro recién regalado por Franz ¡por el desagüe del lavabo!, sus constantes descuidos favorecen las aficiones incendiarias de sus desaliñados retoños… y, como cabía esperar, sus actividades contestatarias desembocan en el despido de su cónyuge, dejando al final del film a la pareja unida, pero con un futuro lleno de incógnitas. Dentro hace calor; fuera hace frío.

Las divas de cuatro cuartos.

Aparentemente el cineasta dejó de lado la cuestión sentimental en sus dos siguientes largometrajes, que son también dos de sus mayores logros: En peligro y extrema angustia el camino de en medio lleva a la muerte (In Gefahr und grösster Not bringt der Mittelweg den Tod, 1974) y Ferdinand el radical (Der starke Ferdinand, 1976). Desde luego, no parece que se deba rebatir la afirmación en lo que a Ferdinand el radical toca, pues su personaje titular, prolongación ¿ficticia? del Karl Müller-Seegeberg de Retrato de una prueba, aparece descrito por el director con escalpelo afilado y caricaturesco… no en vano, a este ex policía y actual jefe de seguridad la ópera le aburre soberanamente. Ya en su presentación, el cerebral, radical y paranoico Ferdinand aparece mirando de un lado a otro, como un loro; y Kluge no se hace esperar para resaltar sus contundentes atributos: su gorro rojo, más propio de un gnomo, de hacer footing; su nariz de Pinocho proyectada en la pared, como la de una sombra chinesca o la de un títere; su menguada estatura, aún más empequeñecida junto a las altas y rubicundas mujeres que parecen ser su ideal femenino – se diría un esmirriado nibelungo arrimado a rotundas valquirias… -. Es más, resulta arduo encontrar una secuencia donde Ferdinand no perspire comicidad por todos los muchos poros de sus rarezas: su chapuzón en un charco helado, observado por los hombres de su comando; su aire de perplejidad al ser abofeteado por una empleada despedida caprichosamente por él; los trípodes de la cámara dispuestos como si fueran cuernos que le salieran; su dormir abrazado al pie de su novia… Tímidamente, en algún contado momento, Kluge parece fijar su atención en la persona que hay tras este personaje con todas las de la ley, como en aquellos planos que lo muestran solo y diminuto, desamparado, en la cantina de la empresa. Pero aquí el objetivo primordial del cineasta no es tanto la empatía, como sucedía en las películas protagonizadas por Alexandra, como la puesta en evidencia de un tipo ideológico muy determinado por la vía de la caricatura.

El caso de En peligro… es muy distinto, pues esa misma apariencia sardónica difiere de la realidad de fondo, ya que en este extraordinario film los sentimientos se encuentran bien presentes en los cimientos, sólo que llegan al espectador deformados por una compleja estructura y por una mirada irónica rayana en la irrisión. Para empezar, ya desde el mismo título, En peligro y extrema angustia el camino de en medio lleva a la muerte sugiere una actitud más vital que ideológica y, es más, se constituye en apasionada máxima que suscribirían sin duda todos los personajes capitales, de Anita G. a Betty, del cine del teutón. Aparte, hay detalles que enlazan el film actual con Una muchacha sin historia, como que los dos personajes fundamentales, la prostituta ladrona Inge Maier y la espía Rita, sean tan vagabundas como Anita G.; y que, por ejemplo, en sendos ecos de la heroína fundacional, la primera – que, según se nos dice, tiene la impresión de ¡haberse confundido de película! – arrastre sus maletas de un lado a otro, mientras la segunda resulte provenir de la Alemania del Este – y no se nos dice, pero parece escapada, también equivocada, de un film de espías -. Ciertamente, las afinidades sentimentales pueden quedar un poco difuminadas, pues, por primera vez en su cine anclado en la realidad del momento, el director abandona una línea argumental principal y una única protagonista que sirvan de guías tanto para la trama como para las escenas documentales, para, por un lado, desdoblar el protagonismo, y por otro, deslindar el documental de la ficción, sin someter ninguna opción a la otra y configurándolas como pares. Cuatro líneas principales entrecruzadas sirven al cineasta sajón para configurar el que cabe considerar como su primer rotundo film de ensayo… y para ofrecer su visión demoledora de la realidad alemana de 1974: por el lado de la ficción, las correrías de la buscona Inge y las peripecias de la espía Rita, más dada a la “lírica de espías” que a los informes “objetivos”; y por el lado del documental, el desalojo y derribo de una bella casa antigua en Schumannstrasse, y los prolegómenos y celebración del carnaval, más algún otro espectáculo (fútbol, desfiles policiales), en la ciudad de Frankfurt. Todo ello adobado por estrategias ya utilizadas previamente por Kluge, que dotan a sus películas no tanto de una precursora intertextualidad como de la cualidad del collage: voces en off explicativas, música no original que se explicita como tal, fábulas y poemas recitados, imágenes de archivo y de películas antiguas, noticieros, testimonios auténticos o amañados, material gráfico preexistente, combinación de actores profesionales y no profesionales… (3)

(3) Debemos indicar que el film está firmado al alimón por Kluge y por Edgar Reitz, aunque, según parece, las labores del segundo se ciñeron al guión, la producción y la cámara de ciertas secuencias, pero no a la dirección. Sea como sea, la colaboración se nos antoja un poco como fue la de Flaherty y Murnau en la magistral Tabú (Tabu, F. W. Murnau,1931), donde acabó imponiéndose la personalidad del insigne pelirrojo, hasta el punto de que Tabú es puro Murnau. En el caso de En peligro…, independientemente de que la alianza supusiera una vivificación en la obra de nuestro cineasta, es evidente que la impronta de Kluge es la que domina el conjunto: por la utilización de la banda sonora, del montaje y de la dirección de actores, por numerosas estrategias e imágenes recurrentes…

Es apasionante en este film que los cuatro bloques fundamentales no se constituyan como compartimentos estancos, sino que se relacionen entre sí de formas muy variadas y enriquecedoras, multiplicando con sus interacciones la ironía latente en todos ellos; esa ironía que, por ejemplo, nos lleva a dudar de si Rita llora por la pérdida de su compañero… o por el vapor que escapa de la cafetera. Requeriría espacio enumerar los abundantes casos, así que limitémonos a dos especialmente relevantes. Primero, el pensamiento enunciado por el político Bieringer durante su trayecto en taxi, que podría erigirse en la máxima esperpéntica del film: “Algo me dice que la situación es muy compleja”…; frase pronunciada con las majorettes del carnaval desfilando tras la ventanilla trasera del taxi en el mismo plano. Y segundo, el momento en que Rita, la espía de ficción, mientras contempla la demolición documental de la casona  – para ella, tan adusta, síntoma indudable de la decadencia occidental -, se siente observada y se gira de súbito. Un contraplano muestra a un hombre bigotudo, narigudo y con apabullantes gafas de sol, de aspecto, en suma, bastante risible, mirándola untuosamente, cual ligón playero. La espía se marcha, no llega a saberse bien, si despectiva o airada, sin volver la mirada atrás. ¿Ironías de la vida? No, por cierto, sino ironías del cine, pues a continuación volvemos al hombre, que ofrece unas declaraciones que lo identifican, supuestamente, ¡como el jefe real de la demolición! Así que, si la ficción se inmiscuye en el documental, también el documental se cuela en la ficción. E, ironía sobre ironía, conforme continúan las explicaciones del bigotudo, los niños se apiñan tras él para salir en cámara ¡como en un vulgar telediario!

Tan acerada irrisión contagia todos los ámbitos de este gran film, de manera acusada dos de los pilares maestros, que aquí precisamente acaban configurándose como tales, de los collages à la Kluge; y tanto más inesperada, cuanto que se trata de las dos referencias que con mayor frecuencia canalizan los sentimientos en la obra del alemán: la ópera y el cine antiguo.

Las citas al cine preexistente y a la ópera ya se encuentran en la obra temprana de Kluge, si bien muchas veces justificadas argumentalmente: por ejemplo, en Los artistas bajo la cúpula del circo: perplejos Leni Peickert asiste a una proyección; o en Una muchacha sin historia Pichota tararea el aria Ella giammai m’amò, perteneciente al Don Carlo de Verdi. Pero en En peligro… las citas tienden a prescindir de toda justificación diegética y se imbrican con el resto de materiales en igualdad de condiciones; y lo hacen casi siempre para acentuar aún más la esperpéntica sorna que puebla el film. En lo que a la ópera se refiere, puede no resultar tan sorprendente que la cualidad heroica de la introducción de El crepúsculo de los dioses, de Wagner, desarrollada sobre las tomas iniciales de la ciudad y sus habitantes, empiece a diluirse en el momento en que la cámara registra los reflejos de la puesta de sol ¡en un edificio del Deusches Bank!, para acabar deshaciéndose del todo, cuando la errabunda Inge, a cuesta con su repertorio de maletas, vacila frente a la jefatura de policía. En cambio, más inesperadas resultan las deformaciones a las que se somete a Verdi, aunque sean consecuentes en cuanto que sus protagonistas femeninas parecen tomarse a sí mismas, pese a su rampante cotidianeidad, si no decidida vulgaridad, poco menos que por heroínas de ópera, de las que toman prestados los sentimientos, cual alhajas… de bisutería. Así sucede con el dueto final de La Traviata, que acompaña, ejecutado por el martilleo de un inmisericorde organillo, el trayecto en coche de Inge Maier junto a una de las víctimas de sus robustos encantos, y que se corta abruptamente en el momento en que la ladina le mete mano en la bragueta al inadvertido palurdo (que, por cierto, ¡es jefe de policía!). O también, con el ascenso a las azoteas de la malcarada Rita, que se condimenta con la escena de Il trovatore en que la gitana Azucena, tan fugitiva y errante como la espía, se enfrenta al conde, con las voces deformadas como si fueran un xilofón de juguete, hasta la monda caricatura… lo que aún se acentúa más con la aparición de un patito volador de juguete que parece trasvasado del anterior cortometraje Feuerlöscher E. A. Winterstein (1968). También el cine ofrece sus contrapuntos mordaces, como el frívolo fox-trot Chinamann, proveniente de Sieben Ohrfeigen (Paul Martin, 1937), que se superpone en su presentación a los adustos rostros de comunistas a ultranza de Rita y de su marido; o como ese naufragio del trasatlántico Titanic (Herbert Selpin, 1943) que a posteriori parece contemplar la vagabunda Inge… acostada en una segura y calentita cama, arrebujada bajo el nórdico.

Sin embargo, las alusiones cinematográficas de En peligro… a veces escapan a la mordacidad general; es más, llegan a trazar una personal y vibrante poética que contrasta feraz con ella. Significativamente son momentos no importados de otros filmes, tal cual, para sumar al collage, sino citas reelaboradas por Kluge de una manera que trasluce su admiración por sus fuentes. No en vano, nos parece ésta la película que sella el encuentro del nuevo cineasta alemán con el cine silente, tan crucial para su obra de los ochenta. (4) Aparte la gran influencia que se detecta en la parte documental de su admirado Dziga Vertov, por la creación y variaciones de temas visuales que se desarrollan e interrelacionan (las nubes, los aeroplanos, las ramas desnudas de los árboles, las palas excavadoras…), hay como mínimo un plano en que los hombres caminan por un callejón, en fila y ordenadamente, tal como hacían por la fábrica los obreros de Metrópolis (Fritz Lang, 1926). O también, la sombra de un árbol que se desvanece en la fachada de un edificio, poderoso eco de la mutación mortuoria del exuberante arbusto de La muerte de Sigfrido (Siegfrieds Tod, Fritz Lang, 1924). O, ya puestos, esas palas excavadoras, agrediendo, matando a los edificios, que semejan, cual metamorfosis capitalistas, no tanto las fauces de un dinosaurio, sino las zarpas a manotazo limpio del rey Kong. ¿Y qué decir de la pálida y angulosa Inge, correteando o escabulléndose con sus maletas, no tanto como una rata inadvertida por (casi) todos, sino como hacía el mismísimo Nosferatu, con su ataúd a cuestas, por las calles de Lübeck? Al fin y al cabo, si en Nosferatu (F. W. Murnau, 1922) se debatía si realmente hay muerte después de la vida, en En peligro… la misma Inge se plantea, al leer un graffiti, si hay vida antes de la muerte.

(4) Recordemos que, en cierto modo, Kluge recogió el testigo de la gran tradición muda germana, al colaborar en el rodaje de uno de los filmes testamento de Fritz Lang: La tumba india (Das indische Grabmal, 1958).

Los confusos.

Tras Ferdinand el radical, única ficción absoluta de Kluge, el cineasta puso en marcha dos trabajos colectivos, Alemania en otoño (Deutschland im Herbst, 1978) y Guerra y paz (Krieg und Frieden, 1982), amén de dos exclusivamente propios, La patriota (Die Patriotin, 1979) y El candidato. El candidato es un puro documental que incide en la convicción, tan arraigada en Kluge, de que la Alemania del cambio abriga en sus entrañas rescoldos del nazismo, y cuyo sesgo unívocamente político pensamos que impide el concurso de los sentimientos. Algo parecido cabría decir de La patriota, sólo que en su caso su adscripción al ensayo la convierte en un eslabón importante, a despecho de la escasa prestancia de sus esbozos de ficción, para la llegada de los tres filmes de mediados de los ochenta. Son éstos, El poder de los sentimientos, El ataque del presente al resto de los tiempos (Der Angriff der Gegenwart auf die übrige Zeit, 1985) y Miscelánea de noticias (Vermischte Nachrichten, 1986), los títulos que depurarán y propondrán la que cabe considerar como forma definitiva del universo y el estilo del alemán; y no tanto por ser sus últimos filmes comerciales antes de su destierro televisivo hasta hoy mismo, sino por acabar de asentar las estructuras de ese cine de ensayo que cabe considerar la mayor aportación de Kluge a la cinematografía, y porque, además, los dos primeros constituyen lo mejor de su obra junto al díptico de 1974 y 1976. (5)

(5) Para sopesar la importancia de las innovaciones de Kluge en el género del ensayo bastaría con tener en cuenta que, como un bumerán, el mismo Godard acusó su influencia en muchos de sus últimos trabajos: El origen del siglo XXI (L’origine du XXIe siècle, 2000), la magistral Elogio del amor (Éloge de l’amour, 2001) y, claro está, Nuestra música (Notre musique, 2004).

En efecto, El poder de los sentimientos hereda, más de En peligro…  que de La patriota, su mezcla de material original y de archivo, documental y ficticio, así como la clasificación del mismo en varios grupos fundamentales, disposición que en La patriota simplemente no existía. Sin embargo, a diferencia de su predecesora, cuyos bloques iban alternando e interaccionando, El poder de los sentimientos tiende a presentar los suyos a la manera de capítulos, más o menos consecutivamente, salvando ligeros desajustes, anuncios previos o alguna que otra inusitada pervivencia. Y también el material cinematográfico previo y el operístico alcanzan una ubicuidad y densidad que superan con creces a En peligro… y a cualquier otro film anterior de su autor. (6)

(6) El parentesco de El poder de los sentimientos con En peligro… queda todavía más patente, cuando se consideran los inicios de ambas películas, basados en planos paisajísticos urbanos modulados con bandas sonoras de conocidos preludios operísticos de Wagner, así como los respectivos finales, dados por sendos planos de la luna, asomando entre los nubarrones en 1974, perfilándose tras las ramas de los árboles en 1983.

En conjunto, cabría hablar de tres grandes partes, cada una con sus respectivas subdivisiones. En la primera, los sucesos recreados, esto es, las historias de la mujer juzgada por pegar un tiro a su marido y de la suicida violada en estado inconsciente por su salvador, se codean en igualdad de condiciones con material de archivo, de vehemencia equiparable y con tendencia a lo apocalíptico e infernal: documentales de incendios y bombardeos; fragmentos de, entre otros filmes, Los Nibelungos, El gran desfile (The big parade, King Vidor, 1925) y Cuatro de infantería (Westfront 1918, G. W. Pabst, 1930); ilustraciones de La Divina Comedia; acordes de la Sinfonía nº 2 “Resurrección”, de Gustav Mahler; alusiones al Juicio Final… En el segundo bloque domina una aproximación, más didáctica que documental y más política que emocional, a la que Kluge denomina “la central de los sentimientos”: la ópera. Para ello se exponen algunas tramas (desfilan Tosca, Rigoletto, Aida, Tannhäuser, El caso Makropoulos…), así como todo el andamiaje escénico (los decorados, la luz, los ensayos de coreografía y de música…), extrapolando todo ello implícita y comparándolo explícitamente con el cine (la Aida de Verdi frente a La mujer del faraón de Lubitsch); no en vano, cine y ópera son los medios de expresión donde, con mayor insistencia y menor sonrojo, han campado las emociones más candentes. Finalmente, de la tercera parte acaba adueñándose la ficción, una ficción tan simple y contundente (dos parejas, un asesinato frustrado, una condenación y una redención) como tantas de esas máximas kluguianas, de transparencia propia de una fábula para niños… que hayan leído El capital (7)

(7) Muchas de las películas de Kluge, y El poder de los sentimientos en particular, son un tesoro de estos aforismos. Y muestra de la gran inteligencia de su autor es la ironía y liviandad con las que, a pesar de la gravedad de su significado, están formuladas: un sano contraste con, por ejemplo, la hueca pomposidad de su compañero de movimiento Wim Wenders, que, quizás por ello, siempre fue más valorado por la crítica, la cual no dudó en encumbrarlo al Olimpo, gracias sobre todo a ese monumento a la impostura masturbatoria y lánguida que es En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1976).

Una diferencia de tono importante con En peligro… la proporciona que el voltaje emocional, antes latente, ahora pase a primer término, mientras que la ironía, aunque perviva, ocupe un lugar más discreto. Las cartas las pone Kluge boca arriba al comenzar el film: mientras en En peligro… la introducción de El crepúsculo de los dioses se desfiguraba por el contrapunto irónico de las imágenes que la acompañaban, en El poder de los sentimientos los bellos planos de amanecer no pretenden poner en solfa, más bien al contrario, los nobles acordes del preludio de Lohengrin, también de Wagner, al que puntúan. Imposible buscar también esa deformación musical de conocidas melodías de Verdi que también (y tan bien) se daban en el film anterior. La razón se tornará evidente: los personajes de este nuevo Kluge, lejos de lucir unos sentimientos de pacotilla, parecen ser como esas tumbas que arden con llamaradas hasta el cielo, mientras la voz en off del propio director nos habla de la resurrección de los muertos; sus rostros imperturbables no pueden evitar que sus emociones, esas emociones que, cuando intensas, afirma el director, tienden a la dictadura, los abrasen y los desborden, como si fueran condenados en el angustioso infierno de los sentimientos. Así, la mujer que en un arrebato dispara al marido con una escopeta y, luego, en el juicio, es incapaz de justificar el porqué de su acto. Así, aquella otra desconsolada por el abandono de su pareja y que, cual heroína de folletín antiguo (no por nada, también invocado por Kluge), decide suicidarse. O el salvador que, por un impulso repentino, siente la necesidad de copular con la mujer salvada. O el joven que decide matar por un diamante para cumplir sus sueños, y su novia que aprovecha la ocasión para poseerlo por entero… (8) Bien apunta la grotesca y avara casamentera Frau Bärlamm (Hannelore Hoger), cuando, con lógica entre mercantil y candorosa, afirma: “Las personas tienen todos los sentimientos. Si sólo tuvieran uno, todo sería más fácil”. Y la conclusión, como dice el juez a la acusada G. (también encarnada por Hannelore Hoger), es que “todo sea muy confuso”.

(8) Hagamos notar que, al igual que sucedía con algunos personajes de los folletines de Griffith, son numerosos aquéllos de la obra del Kluge de los ochenta que carecen de un nombre preciso y a los que se hace referencia mediante epítetos: la abandonada, la prescindible, los presurosos, el director ciego, la mujer amenazada, etc.

Kluge ilustra inmejorablemente esta fatídica confusión existencial con la cliente de Frau Bärlamm que primero sonríe exultante para, en el plano siguiente en que aparece, llorar desconsolada; un contraste adobado con la típica sorna del alemán, pues, no conforme con registrar al inicio a la mujer sonriendo con expresión bobalicona, nos la muestra ¡pelando un calabacín!; y luego, la inconstante no sólo llora, sino que lo hace a moco tendido, con la nariz toda colorada, en primerísimo plano frontal a cámara. Ahora bien, el cineasta no acaba aquí esta brevísima escena, que, por más enternecedora que resulte al mostrar tan contundente, casi infantil, cambio de emoción, lo hace tan distantemente que, como en tantos momentos de En peligro…, parece pesar más la mordacidad. Por el momento… como bien ha dejado adivinar el acompañamiento musical de los mágicos y evocadores acordes marinos de Simon Boccanegra. Y es que, acto seguido, tras el berrinche que lleva a la mujer a arrojar de un manotazo el vaso de agua ofrecido por Frau Bärlamm, Kluge nos obsequia con un plano de poética tan sencilla como abrumadora: las gotas de agua se escurren de la mesa a la alfombra, una a una, como si fueran lágrimas… La lírica le gana el pulso a la irrisión.

Una de las cuestiones que plantea con fuerza este deslumbrante film es que, por más que uno sea un cerebral alemán, resulta imposible poder comprender los sentimientos, mucho menos formularlos con palabras, analizarlos, intelectualizarlos. Por eso, los alemanes de 1983 no acaban siendo tan diferentes de esa Crimilda primigenia (versión Lang) que sucumbía devorada por sus propias pasiones. Por eso, los europeos de 1983 tampoco son tan distintos de esos Radamés y Aida (versión Verdi o versión Lubitsch) que deciden anteponer su amor a cualquier otra consideración, ya que ninguna otra cosa les importa. Los sentimientos queman. Y los personajes de Kluge se nos aparecen más puros e intensos simplemente cuando están que cuando actúan, porque entonces las pasiones parecen hervirles dentro (la morena Mäxchen y el rubio Schmidt) o remansarse en ellos (la rubia Betty y el moreno Schleich), y así se revelan más auténticos. Por ello, abundan esos primeros planos que destilan una pureza digna del cine silente, donde los personajes simplemente están o simplemente miran, como buscándose, entre sí o a sí mismos, o como definiéndose o afirmándose como personas. Duplicado ejemplo deslumbrante, y quizás canónico: el plano de presentación de una Betty ataviada como una puta barata, casi bestial, y el posterior de su metamorfosis, tras ser “comprada” por Schleich, plano que desvela toda su hermosura y delicadeza, antes ocultas por la máscara proporcionada por tantas capas de maquillaje, ahora exultantes hasta la ternura.

El doble plano de Betty revela singularmente la polaridad sobre la que se construye el film entre negativo y positivo, aunque qué sentimientos merezcan una u otra consideración no siempre resulte sencillo de dilucidar… ni, quizás, pertinente de matizar. Dicha duplicidad se encuentra en muchos niveles del film: en los personajes (el invisible novio y el salvador de la abandonada en la primera parte, las dos parejas contrapuestas en la tercera); en los gestos (la dignidad de la pose final de Betty y Schleich frente a la postura fetal de Mäxchen y Schmidt); en la música que abrasa (tantas óperas) o que sosiega (Haydn); en los planos que se cierran en sí mismos (de esos personajes ocupados en el goce narcisista de disfrutar o de sufrir con sus emociones desatadas) y en los que se abren a otros (mediante miradas que buscan la comunicación real con otras personas); en el contraste entre oscuridad y luz, uno de los leit-motiv visuales del film, no sólo en el escenario operístico, sino también con frecuencia merced a esas lámparas encendidas, indicios de presencia humana (dentro hace calor), colocadas junto a ventanales que dan a exteriores invernales (fuera hace frío).

Dentro de la polaridad entre positivo y negativo se debe destacar el planteamiento de las relaciones entre esos dos extremos irreconciliables que son amor y contabilidad. Son muy bellas al respecto las sombras proyectadas sobre un muro de: primero, el perfil de Betty maquillándose; y segundo, los proxenetas que antes la secuestraron y ahora la venden a Schleich, contando el dinero de la transacción. O también, esa magistral secuencia de tan sólo cinco planos virados a un rojo infernal, iniciada con el plano entero de los cinco personajes entrando en la casa, proseguida con el inserto de una mano femenina sobre otra masculina, y coronada por un fascinante juego de tres primeros planos ¿y contraplanos? que nos muestra, en un inesperado cambio de parejas: primero, a Betty abrazada, concentrada en un Schmidt ausente, que a su vez dirige la mirada fuera de campo; segundo, a una hirviente Mäxchen que parece mensurar a la pareja anterior y a un observador Schleich; y, guinda final, a un Alevic obnubilado en la contemplación de un gran diamante. El espectador es forzado a replantearse la breve escena en retrospectiva: ¿Era el diamante aquello que fijaba la atención de Schmidt? ¿Lo que realmente soliviantaba los celos de Mäxchen era la cariñosa Betty? En el caso de Alevic no hay duda: lo que absorbe su atención y le prende la mirada es la codiciada joya. Se debe señalar que el film no limita su discurso sobre la comercialización de los sentimientos que se cierne sobre el mundo actual a estas dos secuencias concretas, como tampoco lo ciñe a la órbita capitalista (Alevic proviene de un país entonces comunista); y así, abundan los avaros que se ensimisman con el dinero o las joyas (Frau Bärlamm, el yugoslavo Alevic, los proxenetas) o los egoístas para los que el amor es cuantificable (Mäxchen y Schmidt). Pero, en modesta compensación, también surgen algunas personas desinteresadas que anteponen sentimientos positivos a cualquier otra consideración (Betty y Schleich, la abandonada y su violador).

Es hora de indicar la creciente importancia que la naturaleza toma según avanza la obra de Kluge, progresivamente asociada a sensaciones y efluvios benéficos; idea que en El poder de los sentimientos, donde la vegetación se contrapone continuamente al hormigón, adquiere una de sus formulaciones más límpidas. Rememoremos ese bello plano de las sombras de las hojas proyectándose en la pared de la cabaña junto a un Alevic vuelto en sí, en lo que supone una limpia rima con las siluetas ya comentadas en la transacción de Betty. Más en general, podemos afirmar que las mujeres desprendidas se definen por las flores: un ramo que casi se confunde con el rostro de la abandonada; la colorida floristería tras una Betty aún prostituta, que, en un atisbo de rebelión, quema el dinero ganado con su cuerpo. Y los bosques se constituyen en lugar sagrado donde surgen los sentimientos más puros. Así, la violación a la frustrada suicida parece más bien un acto de amor, y por ello, el viajante obnubilado, tras consumar el acto, la vuelve a vestir y la arropa delicada, casi cariñosamente… si bien las ramas desnudas del bosque caducifolio aportan un gélido matiz. O sobre todo, y aquí no hay connotaciones negativas que valgan, Betty y Schleich pasan de comulgar carnal a hacerlo espiritualmente en la cabaña del frondoso bosque donde curan a Alevic. No por nada, las dos parejas se igualan en sendos planos que los muestran caminando hacia el fondo y hacia adelante del mismo, mientras intentan salvar una vida (de la abandonada, de Alevic)… y cuyos acompasamientos, no es superfluo señalarlo, recuerdan poderosamente a los de las bailarinas que ensayan en el bloque intermedio dedicado a la ópera. (9)

(9) Somos conscientes de que calificar la violación de la abandonada inconsciente como un acto amoroso puede comportar la polémica en este estrecho mundo de lo políticamente correcto. Pero, por un lado, Kluge muestra el hecho ambiguamente, máxime cuando la violada declara más tarde que eso no la ha afectado en absoluto; cuando, después, ha recibido un ramo de flores ¿del viajante?; y cuando, sea como sea, resulta que ha recuperado las ganas de vivir. Por otra parte, no conviene olvidar que los calentones genitales, en muchas óperas precisamente, han sido sublimados, desde luego más pomposa y exaltadamente que en el film de Kluge, hasta hacerlos ascender a la esfera del “verdadero amor”: véanse Turandot o la misma Rigoletto.

Así que los personajes del cineasta han pasado de necesitar ubicarse en un contexto histórico y social apropiado a deber hacerlo emocionalmente, luchando por superar la propia confusión de sus almas; han pasado de batallar por la mera supervivencia física a intentar simplemente existir como personas plenas. Algunos fracasan en el intento por su propia soberbia (Mäxchen y Schleich); a otros, los hace fracasar la sociedad (el viajante violador, la acusada G.); a todos, ese magma confuso donde les bullen las emociones… y otros, ciertamente, ni parecen intentarlo (los avaros). Por ello, entre tanto naufragio, resulta tan enternecedor el triunfo de Betty y Schleich, conquistado al arriesgar desinteresadamente su propia seguridad por salvar la vida de un perfecto desconocido, atravesando para ello, según nos informa la voz en off, tres fronteras; hazaña tanto más valerosa, cuanto que en 1983 seguía en pie el muro de Berlín y toda la Europa comunista. Kluge glosa la ascesis de la pareja en su vuelta a Alemania. Sonoramente, con el mismo Poco adagio, cantabile del cuarteto Emperador de Haydn que es la base del himno del país; sólo que desprovisto de la pompa y la letra típica de dicho uso, sino restituida su sublime cualidad primigenia. Visualmente, se certifica, tras la inspección realizada por los policías de la aduana, que a la ida estaban ausentes; tras la constatación de que el herido extranjero ya no está en el baúl donde la pareja lo ocultó y, que por tanto, ya ha sido salvado; se certifica, decimos, por esa imagen maravillosa, milagrosa, que nos muestra la mano del policía manchada por el intenso rojo del pintalabios de Betty. Una imagen tanto más emocionante, cuanto que a Frau Bärlamm las manos se le tintaban de negro al contar el dinero. Los sentimientos, aun los puros, manchan, cierto; y el interés también. Pero la mancha de los sentimientos es sublime.

Los presos.

Tanto El ataque del presente al resto de los tiempos como Miscelánea de noticias continúan la estela de El poder de los sentimientos, en cuanto que se adscriben al cine de ensayo propio del sajón y que presentan un nutrido abanico de personajes, en adelanto de ese cine coral más adocenado que se pondría de moda una década más tarde. (10) Se puede sostener que Miscelánea de noticias resulta, pese a su indudable interés y a sus brillantes momentos, la menos lograda del terceto, no tanto porque en ocasiones acuse en demasía sus condicionantes de producción (grabación en vídeo con la perspectiva puesta en su difusión televisiva), ni porque reproduzca el método de los filmes anteriores e incluso recupere imágenes y situaciones de ellos (el plano masturbatorio de El ataque del presente…; la relación del camarero Max con la prostituta africana, clonada de la de Betty y Schleich), sino porque lo hace de forma menos intensa que sus modelos, y porque su discurso acaso resulte menos estructurado y sin duda sea menos brillante en su articulación visual.

(10) Una traducción más exacta del título original del film de 1985 sería La ofensiva del presente al tiempo restante. La diferencia de matiz es relevante, especialmente en lo que al singular del tiempo toca.

Por el contrario, y por fortuna, El ataque del presente…, pese a su innegable parentesco con el Kluge anterior, no sólo aporta ciertos cambios en los métodos y en el tono, sino que, más importante, acaba por conquistar una entidad absolutamente propia. En efecto, el alemán elabora su ensayo de 1985 con menor cantidad de material de archivo y, continuando el descenso emprendido entre En peligro… y El poder de los sentimientos, con apenas ningún esbozo documental y sí, en cambio, con un peso específico mucho mayor de los retazos de ficción. Incluso las referencias a la ópera, esa forma tan apasionada y exaltada del arte musical, tan constantes en todo su cine, se ven aquí reducidas a la inicial representación de Tosca y a la disertación que el bajo que encarna a Scarpia hace sobre ella, de forma que, en los comentarios musicales que la banda sonora aporta a momentos posteriores, el bel canto se ve desplazado por el arte sinfónico. El dato es revelador. Y ajustado, por cuanto los sentimientos de los personajes kluguianos, antes en continua ebullición, en esta nueva crónica sobre la sociedad alemana parecen haberse atemperado. En efecto, el tono entre esperanzado e indignado, entre desbordante y contenido, entre frío y apasionado, que destilaba El poder de los sentimientos, aquí se traduce en un amargo desencanto, como si el triunfo final de Betty y Schleich al final del film anterior, ahora, en este país de prisioneros que muestra El ataque del presente…, ya fuera imposible.

Inesperadamente, en la sociedad del ¿definitivo? bienestar material surgen ecos del entorno más caótico y atenazador que mostraba Trabajo ocasional de una esclava; y no porque las personas de 1984 pretendan hacer la revolución – un entrevistador, de hecho, profetiza que de ahí al 2000 apenas se verán cambios esenciales -, sino porque son tan esclavos de sus circunstancias como lo era Roswitha. En realidad, más, pues en la amodorrada Alemania de mediados de los ochenta esa rabiosa rebelión que hacía tan entrañable a la fogosa ama de casa de los setenta no aparece ni en conatos. Kluge muestra insistentemente, como en ecos de la verde pecera de Ferdinand el radical, o si se prefiere, de La ventana indiscreta (Rear window, Alfred Hitchcock, 1954), los ventanales que reencuadran y encierran a las personas, las perfectas y terroríficas cuadrículas de los edificios modernos; y como en De la vida de las marionetas (Aus dem Leben der Marionetten, Ingmar Bergman, 1980), registra el continuo tráfico de las grandes avenidas de las ciudades, que en El ataque del presente…, muchas veces prolongando como un apéndice esos mismos edificios, e incluso reflejado en ellos como si fuera su humor vital, deshumaniza todavía más el entorno donde un puñado de seres humanos sobrevive emocionalmente. Son numerosos los marcos que constriñen a las personas, e incluso los barrotes que subrayan su cualidad de prisioneros. Así sucede con la doctora prescindible y el jefe de la clínica que decide despedirla por intereses comerciales, culminada la idea en el precioso instante en que, gracias a un travelling vertical, se nos muestra a ambos presos tras sendos ventanales en el mismo plano… aunque en distinto cuadro, cada cual en su propia celda; e incapaces de escapar, como persisten en denunciar los subsiguientes plano y contraplano que inciden en la misma idea de encierro. O también, con Gertrud, la mujer que adopta a la niña huérfana – por dinero: antes de verla con la pequeña, la vemos contando su botín -, limitada por las ventanas y escaparates, lo mismo en su vida cotidiana con su pupila que intentando infructuosamente encontrar pareja en una cita a ciegas. O con la tía de la niña, prisionera del oropel, como bien señala ese plano donde se contempla en un espejo que sólo la refleja a ella iluminada por vetustas lámparas, plano coronado por una ironía típicamente kluguiana, cuando la mujer se gira, y aparece a la derecha de cuadro una mano que le empolva la cara: ¿la de una sirvienta suya o la de su esthéticienne? ¿O la de la maquilladora del film…?

Evidentemente, no son éstos los únicos personajes prisioneros del entorno, y el cineasta muestra a otros, al ejecutivo presuroso, a su chófer y al director de cine ¡ciego!, reencuadrados por el iris, cual personajes de cine mudo. Otros, como el informático, como los ejecutivos, como la niña que corretea por el jardín, pasean de un lado a otro de planos obcecadamente fijos, desapareciendo a izquierda y a derecha, pero siempre, ineluctablemente, volviendo a pasar por el mismo encuadre, como si éste los imantara y los fijara en el lugar… con grilletes. Esta estrategia formal no es, desde luego, nueva en Kluge: ya la había utilizado brillantemente en ese plano de Trabajo ocasional de una esclava, comentado previamente, en que un enfurruñado Franz va de un lado para otro frente a una resignada Roswitha. Pero la variación presentada por El ataque del presente… es desasosegante, pues los planos fijos no se anclan sobre un posible interlocutor, sino sobre el vacío.

La amargura parece haber invadido pues el cine de Kluge. La desilusión la constatan algunas imágenes, provenientes de otros filmes, que contrastan aceradamente con el esperanzado final de El poder de los sentimientos, donde significativamente la luna en cuarto creciente, borrosa tras las ramas, se tornaba nítida. Así, las palas excavadoras que en En peligro… derruían un hermoso edificio señorial ahora se convierten en otras que se ensañan con la chatarra automovilística más herrumbrosa. Así, el frondoso bosque que veía crecer y afianzarse la intensa relación entre Betty y Schleich, aquí es el sudario donde acaba la del matrimonio muerto en accidente, al que nunca veremos, a no ser tapado por sendas sábanas de las que sobresalen los pies, una mano, mientras la voz en off nos advierte de que: “Han pasado media vida juntos. Ahora les quedan dos horas en compañía… hasta que vengan a recogerlos”. En una película de Hollywood habrían dicho algo así como que “ahora les queda la eternidad”, pero la implacable lógica germana, unida a la sencillez y lucidez típicas de Kluge y a esa desilusión que rezuma El ataque del presente…, acorta el plazo, escalofriantemente, a dos tristes horas. ¿Y qué decir de ese director de cine ciego que, aferrado desesperadamente a su profesión, continúa recibiendo su “ducha diaria de luz” y rodando como si nada? ¿Otra ironía kluguiana, o bien una nota más de desengaño, esta vez sobre la incapacidad de ver realmente del cine del momento, sobre la desaparición de los directores (clari)videntes, desencanto todavía más sangrante si se recuerda uno de los escasos fragmentos documentales del film, dedicado a glosar la maravilla técnica y social del cine… e importado de décadas atrás? (11)

(11) Una nueva comparación con su compatriota Wenders vuelve a dejar a éste en mal lugar: mientras el renano ha gustado de entregarse una y otra vez a plañideros lamentos sobre la supuesta muerte del cine, el sajón ha preferido comunicar su compartible decepción respecto a la evolución del medio mediante una disertación irónica; la cual, por otro lado, mantiene su validez aun al margen de este tipo de interpretaciones.

En el cine del ensayista alemán los sentimientos siguen mediatizados por las transacciones comerciales, y corrompidos por ellas; y las personas continúan comprándose y vendiéndose, aunque ahora ya ni siquiera hace falta que sean prostitutas. Así, la niña huérfana encuentra una madre adoptiva merced a un generoso desembolso por parte del estado; pero más tarde, cuando la madre sustituta se vea obligada a entregarla a la tía carnal, comprobaremos que, en realidad, una niña vale menos dinero todavía: exactamente cincuenta de los antiguos marcos alemanes (unos veinticinco euros). Es lo que la tía ofrece a la adoptadora en un plano inserto al que le sigue, en un simple montaje por corte, un primer plano de la desubicada niña. No se puede ser más contundente. Y los abusos emocionales siguen teniendo lugar, lo mismo en el presente que en el resto de los tiempos, en los filmes anteriores que en El ataque del presente…. Y más impunemente aún, pues si, por ejemplo, el violador de El poder de los sentimientos aprovechaba la inconsciencia de la abandonada para luego ser, justa o injustamente, juzgado, ahora el monje lujurioso imaginado por el director ciego hace lo propio con la muchacha aparentemente muerta a la que vela, sin que lleguemos a saber nada de las consecuencias del acto, ni para la mujer ni para el hombre. Es más, en una de esas peculiaridades propias del último cine de Kluge, resulta que los actores que encarnan al monje y a la muchacha del sudario son los mismos que dan vida al soldado alemán y a la joven polaca: no se trata de un capricho del director, sino de una forma de mostrar que las personas se comportan igual en todas las épocas, que las relaciones de dominio se perpetúan en la historia. Y no sólo eso, prosiguen en el presente, como bien sugiere ese mágico efecto, tan sencillo y eficaz, de pasar de mostrar la escena del magreo entre el soldado y la polaca en blanco y negro, emulsión que tópicamente, hoy en día, suele sugerir el pasado, a finalizarla, con el pretexto de unos fuegos artificiales, en color, siempre más asociado por el gran público a lo contemporáneo. Los abusos no son historia: son presente.

El panorama que muestra este film de 1985 es desolador; no por nada, el cemento le ha ganado la batalla definitiva a una naturaleza que resiste testimonialmente en un entorno urbano de tintes apocalípticos, repleto de fábricas humeantes, chatarrerías mohosas, máquinas dictadoras, edificios colmena… Parece como si la rebeldía de Anita G., el afán idealista de Roswitha, los deseos de redención de Betty, se hubieran hecho humo. Por su parte, la espía Rita podría haberse paseado por los fotogramas de El ataque del presente… y haber constatado, una vez más, pero con mayor razón, la decadencia de la sociedad occidental. Hay pocos resquicios para la esperanza en este Kluge, menos todavía que en la inmediatamente posterior Miscelánea de noticias, pues en ésta, al fin y al cabo, todavía aflorará en su ramillete de personajes una pertinaz rebelión, aunque sea destinada fatídicamente al fracaso y a la muerte. Quizás, entre tanto egoísmo, abrigue cierta esperanza que Gertrud renuncie al billete de cincuenta marcos y decida quedarse con la huérfana; quizás, entre tanta indiferencia, que la invasión de las máquinas en el entorno familiar del informático no pueda anular el contacto de un bebé con el pecho de su madre. Pero no consuela mucho que la deshumanización de las personas no alcance a los niños de pecho, máxime cuando tocarlo parece ser una experiencia más inquietante que manejar un ordenador. Ni que el cineasta ciego “por dentro esté lleno de imágenes”. No consuela, porque todos los personajes, sofocados, parecen boquear como en una pecera sin oxígeno. Lo que nos hace temer que, aunque el peligro sigue acechando, han tomado el camino de en medio. O simplemente, que no hay vida antes de la muerte…

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