La espuma de la nada o la dignidad hecha puré / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector de El Pollo Urbano  

    Muchas veces, un quiosco es la cocina donde se cuecen las respuestas a todas esas preguntas que atormentaron a Aristóteles.

    ¿Existe un bien tan obvio que constituya un fin en sí mismo, un objetivo tan deseable que no tenga sentido cuestionarlo? El quiosquero, dios de tanto ateo, sabe que desde que tenemos madre, que suele ser bastante pronto, el hecho de ser alimentados es algo más que una función fisiológica. El de chef, un suponer, es un oficio cuyo fin es hacer feliz a la gente y eso se tiene que notar. Su trabajo es el mejor del mundo, una de las formas más directas de amor incluso sin saberlo.

    El quiosquero, como Einstein, dice que es más fácil desintegrar un átomo que una idea preconcebida. El quiosquero tiene un cliente cocinero y este le hace creer que la gastronomía es el arte de este tiempo y que los restauradores (¿de la madera?) son, por tanto, nuestros artistas más importantes. “¡Que venga otro y lo diga!”, exclama el quiosquero, enojado, que no quiere pasar por analfabeto. El quiosquero, rebelde con causa, da para lo que da, maldita sea, y en materia de alta cocina se quedó en la espuma de la nada. O en la oreja de conejo frito caramelizada, que, como resulta obvio, es un plato líquido.

    El quiosquero, poco dado al cotilleo, se enteró por un cliente que su vecina de arriba, la que vive techo con suelo, ha sido desahuciada y, sin tamizar el drama ni tratarlo con humor, esta le contó la cruda realidad de quedarse en la calle, la historia de cómo ella lo vive sin contárselo a nadie, solo a él, y no entra en las causas o las responsabilidades, que cada uno saque sus conclusiones. La desahuciada era habitual del restaurante del arriba mentado, y ya no está para ‘artisteos’ gratuitos ni alimentos gasificados.

    El quiosquero tenía otro cliente cocinilla, de altura, blanco y en botella, al servicio de un hostelero que le obligaba a dejarse de experimentaciones y confeccionar los platos que su público demandaba, y un buen día volvió a sus orígenes con una furgoneta en la que vendía bocadillos hechos con mimo y autenticidad. Y abandonó el carbono caramelizado (o como se diga) de los defectos especiales con una comilona familiar en forma de bocata para todas las edades, para cruzar cualquier frontera.

    El quiosquero entiende que, a cierta edad, son menos los placeres que nos quedan. Los placeres y los días, diría el gran Umbral. Estamos obligados por la naturaleza a una vida ejemplar porque cada vez que hacemos un exceso sufrimos las penosas consecuencias. Pero aun así, un buen arroz con bogavante sigue siendo una tentación irresistible. Y a diferencia de otras criaturas, los humanos cocinamos los alimentos, nos da placer y es el último de los placeres del que disfrutamos hasta la muerte. El quiosquero, por aquello del placer, recuerda al gran Julio Camba, autor de uno de los mejores libros gastronómicos de la historia, y de su pescado favorito, el lenguado, víctima de complicadas y barrocas recetas perpetradas por la cocina francesa. Olvídenlas y tómenlo frito o a la parrilla: sabe a lo que tiene que saber. Un placer.

    A los hombres sin pareja, afirma el quiosquero –felizmente emparejado, o eso cree-, les gustan tanto las mujeres que las dan por liberadas del yugo de la cocina y raramente esperan una invitación a cenar en su domicilio. No se trata, aclara el quiosquero, del pánico escénico a las velas y la música ‘chill out’ o a la posibilidad de no distinguir si comen pollo a la chilindrón o ‘carpaccio’ de canguro con piña de Madagascar, que, no falla, siempre cae algo agridulce. Se trata, en realidad, de girar el calcetín y bajar los humos a los emparejados, que siempre sermonean desde la superioridad moral del que se entrega a una sola mujer y comparten –concluye el quiosquero, con toda la jeta- las labores de intendencia del hogar común. Mucha labia la del quiosquero, sí, pero siempre pringan más ellas en casa. Por no saber, el quiosquero no sabe ni dónde almacena su pareja las toallas recién lavadas y plegadas para su recogimiento. Eso sí, el ‘carpaccio’ de canguro con piña de Madagascar debía estar muy bueno. Quien lo probó lo sabe.

    Para el quiosquero, la cocina se hace arte cuando se trasciende a sí misma, se representa, es tema o metáfora. La cocina se hace arte, en efecto, cuando Manuel Vázquez Montalbán la transforma en texto, Luis Meléndez en bodegón o Marco Ferreri en película: hedonismo, exceso, muerte. Que “no solo de pan vive el hombre”, suele repetir, día sí y día también, la madre del quiosquero, a su vez hija de la fundadora del negocio. Hoy, sin embargo, los padres de las criaturas no les dejan comer golosinas, por aquello de la “educación libre” mal entendida. Igualito, igualito, que los vegetarianos, que se pirran, los pobres, por un chuletón de buey, pasado o sin pasar. Ya saben, el que tiene pase pasa y el que no lo tiene se queda sin pasar.

    El quiosquero añora aquellas comidas caseras de la mítica fonda La Peña, en la enredadera del tubo zaragozano, cuando el tubo era el tubo y no este ‘pijerío’ en que se ha convertido ahora. Sí, comidas caseras como dios manda, llenas de sabor y en plato redondo, hondo para los primeros y llano para los segundos, como debe ser. “¡Ah, esas paellas de marisco, esas borrajas con patatas, esos garbanzos con callos, esas chuletas de cordero, esas manitas de cochino jabalí!”, exclama, relamiéndose, el quiosquero, mientras recuerda ese perdido patrimonio ciudadano que propiciaba, a los postres, tertulias de cabilas urbanas, siempre amasando proyectos y críticas feroces a las bandas culturales que operaban –y operan, ay- al amparo del poder. Un auténtico bálsamo y con la tripa llena, afirma el quiosquero, alrededor de aquellos abuelos jubilados –en pijamas o sin ellos- y en compañía de tantos y tantos amigos como abundante era el alimento.

    El quiosquero, en su búsqueda de los valores, es un nostálgico, pero trata de vivir en los tiempos que corren. Le encanta Buster Keaton y no puede verlo si no es en cine, cuando arrastra a su hija a la filmoteca. Pero con la tecnología la gente ve ahora su obra en casa. Y mientras se prepara un sándwich de queso a la plancha, bien tostado, el quiosquero se pregunta en qué se parece el cine a la cocina. Y resuelve la interrogante como solo dios lo sabe, o sea, son los otros amores de su vida, cosa que le gusta mucho a la persona que más le quiere. Y a la que quiere. Y sabe que la gastronomía, como el cine, o la literatura, es terreno abonado para las declaraciones de principios. Y si no que se lo digan al Brad Bird de ‘Ratatouille’, que utilizó, nada más y nada menos, que a una rata con olfato ‘esferificado’ para reivindicar la animación como una de las bellas artes y, de paso, meter caña a los críticos de verbo elitista. Bajar los humos siempre es una buena manera de reinventarse.

    El quiosquero, al fin y al cabo, está hasta el gorro que siempre, en cada momento y en cada época, se hable de crisis de valores. La palabra ‘valores’, en efecto, es muy representativa de toda una retórica meliflua. Lo esencial, sin embargo, está más allá del uso cursi de algunas palabras. A los llamados valores les ocurre algo parecido a lo que pasa con la cultura. Aquí lo que hay es, estrictamente, consumo moral. La gente necesita valores como cualquier otro bien que le permita elegir, o creer que elige. El súbdito contemporáneo no puede parar de elegir, y lo que se llama ética o moral es uno de los campos de elección más exquisitos. El súbdito elige de entre un menú de valores y con ello siente que se ha dignificado admirablemente. Lo cierto es que la filosofía moral de los últimos cuarenta años ha sido una inmensa cocina que no ha dejado un solo momento de preparar ese menú ideológico.

    Mira, le dice al súbdito: “Los hechos son los hechos –por suerte o por desgracia, según los casos-, pero en los valores mandas tú. Ese es el espacio de tu autonomía, tu responsabilidad, tu creatividad. Aquí radica lo más profundo de tu identidad, y esto tiene más importancia que cualquier hecho”. ¿No son admirables una sociedad y una época que hacen esto posible?

    Al final de su jornada laboral, el quiosquero se durmió de puro aburrimiento y se despertó con la cara en el plato de lentejas, o las tomas o las dejas, la dignidad hecha puré y la nariz llena de perdigones. ¿Cuándo se jodió la exultante, la gozosa lectura de nuestros genios? La pregunta es ya irrelevante.

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