Cómo hemos cambiado / Eugenio Mateo


Por Eugenio Mateo Otto
http://eugeniomateo.blogspot.com/  

      En esta noche inhóspita se derrama la primera borrasca de verdad y debe ser el efecto de la lluvia con sus gotas humedeciendo el claroscuro…

…de las calles, el que ayuda a darse cuenta de cómo hemos cambiado. No hay más eco para los pasos que el propio sonido amortiguado de los zapatos sobre las calzadas vacías y mojadas. Desde no hace mucho, en las calles se antoja que una mano omnímoda apagara la vida antes de tiempo imponiendo un reloj arbitrario. El centro deja de serlo antes de la media noche. Pasan tranvías y autobuses eléctricos todavía y algún grupo sale de cenar. Antes de las 12 llegará Cenicienta y su carroza se llevará a los últimos de Filipinas. Fuera del centro, la ciudad se refugia en sus barrios y la noche se hace puerta en la travesía del desierto para aquellos que quieren el penúltimo café y un paquete de tabaco. Llueve, como antes, por fin, y se necesita el puerto ajeno antes de volver al propio. Es cuestión de costumbres, aunque a todo te acostumbres llegado el caso, porque la ciudad periférica es un erial de sombras de calles sin perfiles. Quizá, los cuatro que se han cruzado en una esquina habrán pensado de los otros que eran zombis. Quizá lo fueran sin saberlo. Nunca se sabrá. Es normal que no haya nadie por la calle con este tiempo, pero de nuevo el tiempo como tema de conversación; viene un atisbo de nostalgia al pasar por estos mismos lugares, antaño locales con cristaleras luminosas en los que los parroquianos tomaban sin prisa el último carajillo. Bullía la noche de otra manera, excepción de factores climatológicos, hasta que el reloj viniera a correr de otra manera, aunque igual para todos bajo la pandemia. Hay tantas posibilidades de que fuera el virus el que nos cambió la vida como que haya sido el sentimiento de indefensión el motivo de esta vida. A golpe de ordenanza y a caballo de infortunios se nos cambió la forma de vivir.                                                                                    

    Puede que alguien pensara en el papel que nos había asignado la UE: refugio balneario para pieles blanquecinas e hígados con mono. Nos veíamos todos de camareros (algunos, hasta hicieron planes sobre las equipaciones). La cruda realidad es que mientras en las costas atan los perros con longanizas, en el interior acabará imponiéndose el rosario en familia y nada de camareros ni bares en los que currar. Se antoja también como mala ocupación la de taxista, a la vez que ves pasar el nuevo empleo de los repartidores de comida a domicilio con la fuerza motriz de la supervivencia. Antes, y en función del sitio, salir a comer o cenar era algo privadamente social. Un ejercicio de equilibrio con el bolsillo. Ahora, aquellos lodos del confinamiento han traído los cajones isotérmicos de Globo. Quién les iba a decir a los hosteleros que los cambios de conductas les iban a cambiar sus negocios. El de las terrazas se ha demostrado todo un éxito. Además, se ha constatado que no importa el tiempo. Haga frío o calor, la gente, junto a una mesa se considera invencible. Llegaron para quedarse, se dirá en los anales del futuro, y las terrazas crecen con avidez a costa del asfalto. Sin embargo, el traslado del bar de tapas al escenario familiar del domicilio no es baladí. No es cuestión de precio, es otra cosa aparte de la pereza, es sentirse seguro en su más intimo reducto. Se prefiere el rito ocluido del bunker que no serviría de nada en un ataque nuclear, pero que de puertas a dentro permite sentirse, al menos, dueño de algo. También, las cartas de comida para llevar han venido para quedarse.                                                                                                     

     A medio camino entre el desdén y el desinterés, florece la especulación de los hábitos de conducta por parte de expertos invisibles de una manera que no existes si no sales en Instagram o demás garitos virtuales. Es imposible viajar en autobús sin que todos los pasajeros permanezcan anclados a sus teléfonos, pero sí que es posible especular sobre la procedencia de ciertas conversaciones a voz en grito. Una pequeña torre de Babel que se mueve como el arca de Noé sobre las olas de un tráfico mesurado salvo en los días de lluvia como hoy. De procedencia USA han venido a surcar los cauces imprevisibles del tráfico rodado nuevos elementos de disuasión: los patines eléctricos, y claro, como en todas las circunstancias hay conductores y peligrosos sobre ruedas. A estos últimos, si no se establecen sistemas de control, les cabe el honor de romper todas las reglas de circulación. El ditirambo imposible entre metal y carne les convierte en amenaza y sería bueno preguntarse cuántas víctimas se necesitan para tenerlos en cuenta.                                                                                                         

     La ciudad aprovecha el día. El ir y venir es un torrente de rostros desconocidos. Mundos que raramente se encuentran. Luz, relieves definidos. La prudencia del vampiro espera agazapada el toque de la campana de los perdidos cuando se cierre la muralla y los bulevares se queden a merced del vacío de sus árboles dormidos.                                                                                           

      Son tantas las cosas que han cambiado que cuesta reconocerse a pesar de todo, a pesar de la melancolía que imprime la lluvia. Te enteras de que la calle donde naciste va a ser remodelada y recuerdas, siendo niño, de aquellos cuatro enjutos braceros que, a pico y pala rebajaron el nivel de tierra necesario para el posterior asfaltado. Les observabas desde tu balcón en el primer piso y los oías decir cosas a las mujeres y hablar de algo como destajo. No entendías, pero te asombraba cuando se escupían en las manos y quisiste ser de mayor, un picador a destajo. Ahora, entrarán las máquinas, cambiarán la calzada y ensancharán las aceras, y en cada trepidar del martillo eléctrico se desintegrarán retazos de recuerdos, aquellos que sobrevuelan la memoria. Será tu calle, pero distinta. Es lo que pasa por comparar recuerdos.                                                                                                  

    Suena en la radio mientras te secas Presuntos Implicados, cantan: Cómo hemos cambiado.

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