La nueva involución / José Luis Bermejo

Por José Luis Bermejo
Profesor de Derecho de la Universidad de Zaragoza

   A nadie escapa que las sociedades occidentales, entre ellas la nuestra, se encuentra actualmente sacudida por un movimiento posmoderno…

…de estirpe marxista, génesis estadounidense y vocación revolucionaria: se trata del movimiento woke, consistente en la sensibilización y concienciación colectiva sobre las discriminaciones raciales. Este movimiento ha evolucionado ampliando su ámbito originario hacia otras formas de injusticia y desigualdad social y económica, prohijando a sectores tradicionalmente silenciados o desfavorecidos, minoritarios o marginales. La operatoria de esta nueva especie de activismo intelectual, ideológico y sociocultural es el lanzamiento de alertas constantes sobre un pasado presumiblemente ominoso, revelado cotidianamente en signos -evidentes o velados- que expresan un presente injusto, que es necesario erradicar, y no simplemente eliminar. La revelación es condición previa de la rebelión; la delación precede a la deleción.

     A tales efectos se impone una relectura, reinterpretación y, si es preciso, expurgo y reescritura del pasado, modificando el relato imperante y protegiéndolo desde luego mediante la censura y el silenciamiento de la disidencia. Es en esta fase donde el escrutinio sustituye a la investigación, la posverdad reemplaza a la verdad, el relato prepondera sobre los hechos y la historia es desplazada por la memoria. Derivada necesaria de todo este proceso es el señalamiento y juicio de los protagonistas responsables del legado presumiblemente injusto, mediante la aplicación de reglas y criterios del presente, su procesamiento sin audiencia y la imposición de condenas sin remisión a la contrición pública, el escarnio y la purga. Estas dinámicas son la que hacen entroncar el woke en otro movimiento clásico, cual es el revisionismo histórico, en su versión adaptada a las personas: la cancelación.

    La cancelación reemerge en nuestros días como un método de blindaje del discurso hegemónico, un método implacable que implica, cuando se aplica a individuos concretos, un derrocamiento social y profesional so pretexto de su presunta incompatibilidad esencial con el nuevo paradigma. Más allá de la ya de por sí reprochable censura de opiniones y conductas que se consideran intolerables, la cancelación alcanza al etiquetado y tacha de sus concretos autores, como forma extrema de reprobación y castigo. La cancelación no pretende la reparación de daños ni la corrección o reforma de sus causantes, sino su aflicción pública mediante la destrucción de su reputación e incluso su total desaparición de cualesquiera espacios de la vida social. el boicot y el escrache son las principales técnicas de castigo instantáneo, la difamación y la abolición son los instrumentos de sanción perpetua. La cancelación cobra además una dimensión ejemplarizante, siendo su finalidad secundaria la instrucción colectiva, la prevención general.

    No obstante, la cancelación no es un fenómeno nuevo, de ahí el empleo del término “reemerge”. Este tipo de prácticas revisoras y de desdoro social son una constante en la historia jurídica y política de nuestra civilización, como lo demuestra la patente figura de la damnatio memoriae, consistente en el vilipendio póstumo de ciertos próceres y la prohibición oficial de su recuerdo, manifestado en la mutilación de sus efigies o estatuas, el borrado de sus retratos y menciones en epitafios y hasta el raspado de las monedas que los exhibían. Esta práctica, frecuente en la época imperial romana, mereció el desprecio del historiador Tácito, quien consideraba “gran estupidez la de quienes creen que con el poder del presente se puede extinguir también la memoria de la posteridad. Al contrario, castigar a los talentos hace crecer su autoridad, de manera que ni reyes extranjeros ni otros tan crueles como ellos lograron sino deshonor para sí mismos y gloria para ellos”.

     Mucho más adelante, las leyes de Partidas contemplarían el “juicio de residencia”, luego frecuentemente usado en la administración indiana para evaluar el desempeño de ciertos funcionarios (virreyes, presidentes de Audiencia, gobernadores, alcaldes y alguaciles) al término inmediato de su mandato, sin que pudieran abandonar el lugar de ejercicio del cargo ni asumir otro hasta la conclusión del proceso, instruido generalmente por sus sucesores. De los juicios de residencia condenatorios resultaban penas de multa y otras sanciones, entre ellas la inhabilitación para ulteriores cargos reales.

    La experiencia más próxima en el tiempo a estos vestigios son los tribunales de honor, sobre los que pesa desde hace cuatro décadas un veto constitucional del máximo rigor, al haberse recogido en uno de los artículos (el 26) invocables para sustentar un eventual recurso de amparo. Hasta entonces, era moneda común en el ejército y en la Administración civil española la formación de comités por parte de los pares del encausado con el fin de cuestionar la dignidad de éste para pertenecer al cuerpo o profesión de la que era miembro, al margen de la realización de conductas concretas. De resultar declarado indigno, el sujeto era propuesto para la expulsión del cuerpo. Importa destacar que estos tribunales no juzgaban actos aislados, sino que se basaban en la opinión de terceros acerca de la dignidad de un individuo para formar parte de un cuerpo. Así pues, lo juzgado no era, ni tan siquiera, el honor del encausado, sino el del cuerpo al que pertenecía. La tramitación clandestina y la imposibilidad de recurso de recurso judicial alguno completaban este monumento a la injusticia procesal y sustantiva, hoy felizmente superado gracias al cerrojo del artículo 26 la Constitución de 1978.

     Sin embargo, la sociedad en que vivimos parece estar inaugurando una nueva época de esplendor para estas prácticas, alentadas de nuevo por las redes sociales, a su vez alimentadas por la rabia y el rencor. La civilización es y exige justo lo contrario, el arrumbamiento y olvido de la negación de nosotros mismos.

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