Por Carlos Calvo
Subdirector de El Pollo Urbano
Que la cultura produce efectos reales, y que hay que evaluarla con criterios sociológicos, políticos o éticos, además de estéticos, es una idea polémica, pero que al quiosquero de la esquina…
…le parece correcta. Acaso sean esos los pilares de una idea espiritual o telúrica. Cree, en cualquier caso, que es verdad que nadie se enamoraría si no hubiera leído poemas de amor, o escuchado canciones románticas, o visto películas sentimentales. O que las memorias de Simone de Beauvoir han empoderado a miles de mujeres. O, inversamente, que ‘Lolita’ contribuye a perpetuar la violencia machista, al pintar como una historia de amor lo que es, dicen, un terrorífico relato de secuestro, palizas y violaciones.
A las siete de la mañana, en plena jornada de la hispanidad (¿se debe escribir con mayúscula?), el quiosquero se levanta valiente y, como todos los días del año –salvo tres-, se dirige a su céntrico comercio zaragozano. Es abordado, en el trayecto, por tres guapas pero jóvenes trasnochadoras con olor a cogorza y algo más. Y con intenciones aviesas. “No es no”, se enfurruña el quiosquero. No está para reventar ningún acto, por el amor de un dios en minúscula. Solo faltaba. Ni tampoco está, por supuesto, para poner en cuestión el descubrimiento de América, que no fue el final sino el principio de la expansión marítima hispana, con la finalidad de abrir nuevas rutas comerciales entre América, la India y China. De hecho, los mantones de Manila se adaptaron tan bien al carácter español que pronto se extendió su uso a los distintos trajes regionales, incluido el aragonés.
La conmemoración del doce de octubre es un día de mucho trajín para el quiosquero de la esquina. Igual que el día de la víspera. Su quiosco, además de los periódicos y las revistas de rigor, expende baratijas y juguetes y bromas y fulminantes y toda la parafernalia referida a las fiestas pilaristas. O sea: adoquines, frutas de Aragón, piedras del río Ebro (o del Huerva o del Gállego), cachirulos, castañuelas de plástico o de madera (de nogal o de pino), recuerdos de la basílica, baturros y baturras, cabezudos y cabezudas, toros y toreros, vacas y toreras… Sí, la festividad de la virgen del Pilar es un día grande para el quiosquero de la esquina. Igual que la víspera y, por extensión, el resto de los días del festejo. La eternidad y un día. Si el tiempo acompaña -¡a santiguarse!-, tiene margen para maniobrar económicamente durante un tiempo.
Es, asimismo, el día del hispanismo de hojalata imperial inventado durante el siglo veinte por quienes tremolaban la bandera de una España construida a golpe de exclusiones, fabulaciones, atrasos y despotismo. Esta conmemoración trae recuerdos de alucinación por el oro, el esclavismo y las matanzas de indios. Cuando Colón con capa de terciopelo pregunta a los indios por lo colgajos que llevan en las orejas, estalla la fiebre del oro. Una hazaña como la llegada del hombre a la luna de la Tierra. O como la crucifixión de Cristo.
Más cercana, la hazaña del quiosquero es saber decir no. Incluso a tres guapas pero jóvenes señoritas con intenciones aviesas. No es no. Aunque sabe el quiosquero que la tautología es el ‘arte’ de repetir innecesariamente un mismo concepto usando idénticas palabras, sin añadir, por tanto, ninguna información ni significado. En retórica es una figura obvia, redundante, vacía. Y, en general, engañosa. El quiosquero, sin embargo, entiende el recurso a esta figura para enfatizar una posición propia, un camino de presunto no retorno. Y aunque emplee el término ‘nunca’ quiere decir, en realidad, “que por ahora y luego ya veremos”.
Dos cincuentones, con pintas de los añorados hermanos Tonetti, son los primeros clientes del quiosco. Son las ocho en punto de la mañana, la hora de apertura. Entran y compran dos cachirulos. Al momento, aparece una moza de buen ver y con un par de buenas razones. Uno comenta al otro, con voz gangosa: “Deja pasar al AVE”. Y le dice a ella: “Estoy disponible, guapa”. La chica, con desparpajo, le mira y le contesta: “No me extraña, joven”. Herido en su dignidad de ligón, le responde: “Oye, que yo también tengo mi público”. Mientras, le advierte a su acompañante: “Has visto cómo se me dan las mujeres”… Los dos amigos, o hermanos, se van, dejan dos euros en caja y se queda la guapa pero joven, que compra un periódico local, otro nacional, cinco revistas, un quilo de frutas de Aragón, otro de piedras del Ebro (o del Huerva o del Gállego) y quilo y medio de adoquines. Total: sesenta y tres euros con ochenta y cinco céntimos. El quiosquero, siempre elegante, le redondea y le regala varias guindas al licor. “Gracias, guapo, tú sí que sabes”…
Empieza a llover tímidamente el día de la víspera. Cuatro gotas. Lo que promete una gran mañana de grandes ventas, maldita sea, parece desmoronarse. Las nueve. Sigue lloviznando. No entra nadie. Las diez. Suelos mojados, cajones secos. Por la calle transita la gente con paraguas negros, marrones, azules, a rayas, transparentes. Hay quienes prefieren ir por libres. Otros se cobijan por parejas. El quiosquero no vende paraguas, aunque cuando llueve se lo reclamen, y envía a los presuntos clientes a los chinos, que los venden muy baratos y son también los menos duraderos. Un artilugio inventado precisamente en China en el siglo once antes de Cristo. En Francia, en el quince, era considerado un objeto de lujo. A mala lluvia… buen paraguas.
El quiosquero sale a la puerta a fumarse un cigarrillo. Una señora le clava el paraguas en la nuca. Se disculpa. Quiere como caer una tromba. Pero no cae. Las once, ay. Un amigo fotógrafo, especializado en las cinemagrafías, deja su cámara Nikon en el quiosco. Hay que hacer unas fotos a la familia del quiosquero, pues a su pequeña hija ya preadolescente la han vestido con los ornamentos regionales. El quiosquero sale otra vez a la calle. Se enciende otro cigarrillo. Un niño le clava su paraguas en los riñones. No se disculpa. No es no. Buenos son ellos. ¿Será prematuro pensar que no hay ‘no’ que por ‘sí’ no venga?
Ya es mediodía y las tormentas previstas no llegan en el gran día. Menos mal. La ofrenda floral parece estar a salvo. Bendita calamidad. La circulación de la turba toma su pulso. El quiosquero ve a una japonesa haciendo fotos como loca: a los monumentos, a todos los viandantes con traje baturro, a la fachada del quiosco… El quiosquero cree que la japonesa está alucinando, porque no para de apretar el botón. Clic, clic, clic. Entra en el quiosco. El quiosquero no sabe japonés, pero tiene una conversación en japonés. Ve su cámara, le señala y le dice: “¡Nikon!’. Hasta ahí la conversación en japonés. Se chocan la mano. Le intenta explicar que tiene muchos amigos o así (el quiosquero se alegra por ella) y que está haciendo el camino de Santiago. ¡Qué salada, tú!
La lluvia no aparece. O eso parece. La calle se vuelve tropel. Los clientes van apareciendo: uno, dos, tres, familias, peñistas, borrachos… Una pareja de baturros compra frutos secos. Parecen enfadados. Él, refunfuñando, espeta a su compañera: “Me arrebatas por la noche y de mañana me enfadas. Al mediodía me riñes. ¡Qué complicada eres, maña!” El quiosco está a rebosar. Ni que fuera el camarote de los Marx. Un individuo vestido de Colón -¡toma del frasco, Carrasco!- entra al quiosco y endosa el mitin con la onomástica: “1492 fue tiempo oscuro de reconquistas, feudalismo y guerras abiertas en toda Europa, con una iglesia absoluta de iglesia y santa inquisición que ocupaba ciencia y conciencia, y con una población española diezmada por peste y contiendas que solo alcanzaba los cinco millones de habitantes entre Castilla y la corona de Aragón. La edad media no era precisamente un tiempo de libertad, justicia social y prosperidad”. Bla, bla, bla. Y, sin comprar nada, se larga. ¡Adiós, majo!
Dos jubiladas, viejas pero feas, y conocidas del quiosquero (una, viuda; la otra, soltera), se cuelan entre empujones y piden sus reglamentarios cien gramos de caramelos de menta blanca sin azúcar. “Dicen que hay crisis, pero aquí no cabe un alfiler”, comenta la soltera. Otra vez entre empujones, salen del quiosco y la viuda toma la palabra: “No te vas a creer lo que me pasó el otro día. Saqué un pañuelo del bolso y se me cayó la tarjeta del autobús en una zanja, justamente cuando la excavadora estaba sacando tierra. Mira, me puse a gritar como una loca hasta que el hombre paró la máquina y me dio la tarjeta. Eso sí, toda embarrada. Solo me quedaba un viaje, pero, oye, no están los tiempos para tirar nada”.
Al tiempo, entra en el quiosco un hombretón negro de más de uno noventa de altura, que vende cachirulos, relojes y bisutería barata en general. Amablemente, el quiosquero le hace saber que no está interesado en su mercancía y que no moleste, si hace el favor, a su clientela, que quien vende en su quiosco es el propio quiosquero. Treinta segundos después, aparece un chico sudafricano vendiendo cachirulos, relojes y bisutería barata en general. Con cortesía, el quiosquero le hace saber que no está interesado en su mercancía, por el amor de dios. Catorce segundos después, aparece otro mercader con aspecto de ser mauritano, que ofrece, maldita sea, cachirulos, relojes y bisutería barata en general. Tajantemente, el quiosquero le rechaza su oferta. Dieciséis segundos después de su marcha, aparece un caboverdiano que le muestra su oferta de cachirulos, relojes y bisutería barata en general. Despreciativamente, el quiosquero le dice que no tiene en mente -a corto, medio o largo plazo- comprarle un cachirulo o un reloj o cualquier bisutería barata en general. Y que le deje en paz, demonios. ¡No es no!
En el barullo, una ‘lumi’, más mala que la quina –la conoce el quiosquero-, le arrebata la cartera a un cliente de acento andaluz. El quiosquero se da cuenta y el extorsionado recupera lo que es suyo. Este, sorpresivamente –y con gracejo-, jotea al modo quevedesco: “Llamarte fresca, pobre sonaría. / Decirte zorra no daría tu talla, / pues por puta te tienen las personas. / Y llamarte putísima sería / como decirle cerro al Himalaya, / como llamarle arroyo al Amazonas”. El revuelo se hace patente mientras se escucha por el transistor del quiosco el estribillo de un camarón cualquiera: “Volando voy, volando vengo, por el camino yo me entretengo”…
Por fin, aparece la familia del quiosquero. Su amigo, el fotógrafo de la Nikon y las cinemagrafías, coge la cámara y empieza la sesión de instantáneas. Clic, clic, clic. Primer plano de la hija pequeña del quiosquero, ya preadolescente. Plano medio de la pequeña. Foto de la pequeña con su madre. Foto de la pequeña con el quiosquero, o sea, su padre. Foto de la pequeña con los dos. Foto de la pequeña con su abuela materna. Foto de la pequeña con su abuelo materno. Foto de la pequeña con ambos. Foto de la pequeña con su tía. Foto de la pequeña con su abuela paterna. Foto de la pequeña con la tía y la abuela paterna. Foto de la pequeña con una amiga de los padres. Foto de la pequeña con un amigo de los padres. Foto de la pequeña con ambos amigos, que son pareja de (des)hecho. Foto coral de la pequeña con la madre, el padre, la abuela materna, el abuelo materno, la tía, la abuela paterna, la pareja de amigos que son pareja, el espíritu santo y la perra Caracola.
El fotógrafo le dice a su amigo el quiosquero que está muy orgulloso de su nueva Nikon, pues es un modelo portátil de última generación, aunque le ha costado un riñón. Le ofrece diferentes modos de disparo –clic, clic, clic- como cámara lenta, vídeo acelerado y vídeo a partir de fotos. También ha comprado soportes para realizar disparos sin utilizar las manos, de correa para casco perforado, para pecho y para tabla de surf. Ya no tendrá terrenos prohibidos. Porque resiste la congelación hasta los treinta grados bajo cero (solo se congela el usuario). Porque resiste fácilmente los aguaceros (solo se ahoga el usuario). Porque es posible sumergir la cámara hasta treinta metros de profundidad durante media hora, aunque aconsejan no utilizarla bajo el agua. Como los relojes de esos mercaderes más negros que el betún, que te dicen “son sumergibles” y ya puedes ir pensando en comprar otro.
El amigo fotógrafo se va con su cámara y sus cinemagrafías a otra parte, la familia también se va y el quiosquero se queda solo ante el peligro. Uno, dos, tres, familias, peñistas, borrachos… Un cliente, con la voz quebrada, compra una traca de petardos. El quiosquero le dice que la explosione, si hace el favor, lejos de la zona, que la pirotecnia está prohibida por orden de la autoridad. Sin tiempo para atender a otro cliente, se oye un estruendo en la misma puerta del quiosco. La perra Caracola se echa a correr como una posesa. Cuatro horas después, un amigo común confirma que la chucha ha sido vista por los alrededores de Juslibol, pero, dicen, no se ha dejado coger. “No es no”, insiste el quiosquero de la esquina, pero bien sabe que tantas letras tiene un ‘no’ como un ‘sí’.
Esto es, la negación como afirmación. Las cosas que no haces como una forma de hacer. La renuncia como un paso al frente. El saludable vaivén del Sí y el No. Así, con mayúsculas.