La indiferencia 7/ Javier Úbeda


Por Javier Úbeda Ibáñez

 La indiferencia representa una amenaza para la familia humana.

    Es cierto que la actitud del indiferente, de quien cierra el corazón para no tomar en consideración a los otros, de quien cierra los ojos para no ver aquello que lo circunda o se evade para no ser tocado por los problemas de los demás, caracteriza una tipología humana bastante difundida y presente en cada época de la historia. Pero en nuestros días, esta tipología ha superado decididamente el ámbito individual para asumir una dimensión global y producir el fenómeno de la «globalización de la indiferencia».

   El hombre piensa ser el autor de sí mismo, de la propia vida y de la sociedad; se siente autosuficiente; cree que no debe nada a nadie, excepto a sí mismo, y pretende tener solo derechos.

    La indiferencia ante el prójimo asume el aspecto de inercia y despreocupación, que alimenta el persistir de situaciones de injusticia y grave desequilibrio social, los cuales, a su vez, pueden conducir a conflictos o, en todo caso, generar un clima de insatisfacción que corre el riesgo de terminar, antes o después, en violencia e inseguridad.

    En este sentido la indiferencia, y la despreocupación que se deriva, constituyen una grave falta al deber que tiene cada persona de contribuir, en la medida de sus capacidades y del papel que desempeña en la sociedad, al bien común, de modo particular a la paz, que es uno de los bienes más preciosos de la humanidad.

    La indiferencia ante el prójimo asume diferentes formas. Hay quien está bien informado, escucha la radio, lee los periódicos o ve programas de televisión, pero lo hace de manera frívola, casi por mera costumbre: estas personas conocen vagamente los dramas que afligen a la humanidad, pero no se sienten comprometidas, no viven la compasión. Esta es la actitud de quien sabe, pero tiene la mirada, la mente y la acción dirigida hacia sí mismo. Desgraciadamente, debemos constatar que el aumento de las informaciones, propias de nuestro tiempo, no significa de por sí un aumento de atención a los problemas, si no va acompañado por una apertura de las conciencias en sentido solidario. Más aún, esto puede comportar una cierta saturación que anestesia y, en cierta medida, relativiza la gravedad de los problemas. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente arraigada en muchos países en sus gobiernos, empresarios e instituciones, cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.

    Cuando afecta al plano institucional, la indiferencia respecto al otro, a su dignidad, a sus derechos fundamentales y a su libertad, unida a una cultura orientada a la ganancia y al hedonismo, favorece, y a veces justifica, actuaciones y políticas que terminan por constituir amenazas a la paz. Dicha actitud de indiferencia puede llegar también a justificar algunas políticas económicas deplorables, premonitoras de injusticias, divisiones y violencias, con vistas a conseguir el bienestar propio o el de la nación. En efecto, no es raro que los proyectos económicos y políticos de los hombres tengan como objetivo conquistar o mantener el poder y la riqueza, incluso a costa de pisotear los derechos y las exigencias fundamentales de los otros. Cuando las poblaciones se ven privadas de sus derechos elementares, como el alimento, el agua, la asistencia sanitaria o el trabajo, se sienten tentadas a tomárselos por la fuerza.

     La indiferencia se manifiesta en otros casos como falta de atención ante la realidad circundante, especialmente la más lejana. Algunas personas prefieren no buscar, no informarse y viven su bienestar y su comodidad indiferentes al grito de dolor de la humanidad que sufre. Casi sin darnos cuenta, nos hemos convertido en incapaces de sentir compasión por los otros, por sus dramas; no nos interesa preocuparnos de ellos, como si aquello que les acontece fuera una responsabilidad que nos es ajena, que no nos compete. Cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás, no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen. Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien.

   Además, la indiferencia respecto al ambiente natural, favoreciendo la deforestación, la contaminación y las catástrofes naturales que desarraigan comunidades enteras de su ambiente de vida, forzándolas a la precariedad y a la inseguridad, crea nuevas pobrezas, nuevas situaciones de injusticia de consecuencias a menudo nefastas en términos de seguridad y de paz social. ¿Cuántas guerras ha habido y cuántas se combatirán aún a causa de la falta de recursos o para satisfacer a la insaciable demanda de recursos naturales?

   Al vivir en una casa común, no podemos dejar de interrogarnos sobre su estado de salud. La contaminación de las aguas y del aire, la explotación indiscriminada de los bosques, la destrucción del ambiente, son a menudo fruto de la indiferencia del hombre respecto a los demás, porque todo está relacionado. Como también el comportamiento del hombre con los animales influye sobre sus relaciones con los demás, por no hablar de quien se permite hacer en otra parte aquello que no osa hacer en su propia casa.

    En estos y en otros casos, la indiferencia provoca sobre todo cerrazón y distanciamiento, y termina de este modo contribuyendo a la falta de paz.

Artículos relacionados :