La lluvia, el silencio, lo heredado / Paco Bailo

Por Paco Bailo

 

Il pleure dans mon coeur
Comme il pleut sur la ville;
Quelle est cette langueur
Qui pénètre mon coeur ?

Paul Verlaine

(Llora en mi corazón
mientras llueve sobre la ciudad;
¿Qué es esta languidez
que penetra mi corazón?)

   La lluvia se sabe observada y escuchada, por algo se ha hecho esperar tantos meses, e interrumpe mi lectura, convencida de que su anhelada aparición me distraería de lo rutinario como si fuera consciente de que otro deterioro más en este cuerpo que envejece me tiene enclaustrado en casa durante unos días reponiendo viejos vinilos que me transportan a mi adolescencia y acudiendo a lecturas que me proporcionan cierta analgesia.

    Siento, embobado tras los vidrios de la ventana que mañana exigirán trapo y limpia cristales, como si a la vez que el chaparrón asea el asfalto y abrillanta las hojas, que bajo el peso de las gotas alargan su curioso minué, ese zafarrancho barriera de paso gran parte de lo que no me agrada y que bajo el posterior arco iris otras músicas más amables irrumpieran en el barrio, en la ciudad, en este país y sus amplios alrededores.

     Vuelvo a la lectura mientras las viejas melodías me recuerdan que algunas letras de canciones me llevaron a la poesía, Emily Dickinson aparecía en “The dangling conversation”, un tema de Simon y Garfunkel que apareció en 1966 y aquellos cantautores de los setenta; a la geografía, “Santiano”, canción de cabrestante, que animaba el ritmo para subir el ancla, izar una vela o remar a los marineros, me llevó a diferentes puertos embarcado en las voces de Nuestro Pequeño Mundo o Hugues Aufray; a la filosofía y la moral: Aute, Cecilia, Llach, Brel, Dylan, Jara, Yupanqui, Baez, Bach,…

   Somos herederos de las historias que hemos leído o escuchado. “El extranjero” de Camus me sacó de mi órbita hace casi cincuenta años y aun ando buscando mi eclíptica, esa línea curva, a menudo demasiado, por la que la vida nos zarandea.

    Somos herederos de las historias que nos han ido moldeando y de los silencios también. Mi padre tenía doce años al término de la guerra incivil, vio lo que vio con sus ojos de niño, familias saliendo del pueblo al anochecer, fusilamientos en la tapia del cementerio, escasez, sometimiento, pero nada me contó hasta poco antes de fallecer, intuyo que por mantener su salud mental, por soportar aquella triste posguerra con sus dobles jornadas y con el ánimo de insuflarnos ciertas dosis de esperanza.

    Todo ese silencio heredado ha hecho que buena parte de mi generación se haya puesto a buscar, a preguntarse, a rellenar esos huecos amordazados o autocensurados. Tal vez por eso nos cueste entender este mal entendido “carpe diem” que en estos tiempos parece obligatorio, este “a vivir que son dos días” que todo lo llena de ruido y falsos decorados, este “el vivo al pollo y el muerto al hoyo” como si no hubiera todavía más de cien mil por las cunetas de este país, huesos acogiendo estas lluvias, memorias acariciadas por las lágrimas de cada vez menos hijas o nietos. 

    Como si hubiéramos cerrado la puerta al notario no deseamos ser conscientes de toda nuestra herencia: la material, la inmaterial, la silenciada, la misteriosa.  A mí me ha tocado medio huerto en el pueblo y “una buena educación”, aquel deseo de obreros y labradores migrados a la ciudad para que sus hijas e hijos “no pasaran por lo que hemos pasado nosotros”, para ponernos a trabajar de aprendices o si caía una beca hacer carrera, cosa que algunos agradecemos.

   Entre estas lecturas con grato repiquetear de lluvia y obligado sofá he topado con el informe Forbes de este año y resulta que hay otro tipo de herencias: en este país, y con esta coyuntura en la que la culpa la tiene el gobierno y sus medidas de izquierda adobadas en las redes con un derroche sinfín de insultos sobre lecho de odio, cobardía e ignorancia, hay veintiocho milmillonarios. Compatriotas, no siempre patriotas, aunque salgan indemnes de juicios financieros y estancias en Suiza en varios casos, cuyos patrimonios, heredados la mayoría, suman un billón (el único número que se escribe con “b”, no en “b”) ciento once mil millones de euros (1.111.000 millones de euros)

    Muy consciente de que el dinero no da la felicidad, de que los números son fríos y de que la economía es lo primero no estaría de más repetir como un mantra esta cifra tan fácil de recordar al entrar a Zara, a Mercadona, tomar una cocacola, una san miguel o una mahou.

     Ha cesado la lluvia, esperemos sus próximas visitas para que engorden las olivas, beban los almendros, se esponjen los huertos, se limpien los senderos, se ausenten los incendios, se hielen las cumbres, regresen pájaros y emigrantes y se reparta lo que es justo, sólo lo que es justo, ni más ni menos.

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