Por Gonzalo del Campo
¿Qué mundo es éste que estamos destruyendo, casi a marchas forzadas? Como si hubiera prisa por enterrar lo que nos llegó a dar una cierta esperanza en que sería posible alcanzar un poco más igualdad.
Somos testigos del mayor retroceso en libertades que se ha producido en mucho tiempo. Hace años que Naomi Klein nos desveló su doctrina del shock que se fue aplicando en la práctica, combinando experimentos siquiátricos agresivos que incluían el electroshock , con la intención de anular la personalidad de las personas que servían de cobayas, mediante el aislamiento, con experimentos económicos a gran escala que resultaban en privatizaciones de empresas públicas, aumento del paro, la inflación… que trajeron consigo un empobrecimiento galopante de las clases menos pudientes y un enriquecimiento obsceno de los grandes empresarios y de los más altos cargos de sus empresas. Los experimentos de la Escuela de Chicago, de Milton Friedman se llevaron a cabo en países como Chile, Argentina, Brasil… Hoy seguimos en lo mismo, aunque del ensayo país por país, se ha pasado a incluir en el nuevo experimento a toda la población mundial.
Cuanto más urgente parece el afrontar los problemas acuciantes que nos acercan al abismo que se intuye, más se empeñan los verdaderos poderes en seguir avanzando hacia él, llevándose por delante a todos los desfavorecidos, sin importarles que se conviertan en víctimas de su deseo de control, de acumulación de riqueza y poder, de su dominio absoluto de un mercado en el que no quieren que nada escape a convertirse en mercancía, el agua, el aire, la educación, la sanidad, el ocio y por supuesto la persona.
Nunca desapareció la esclavitud. Hoy avanza de nuevo como un cáncer. No la encarnan ya el látigo y las cadenas, sino el desprecio más absoluto al valor del trabajo, cuyo ejercicio no supone necesariamente asegurar la supervivencia. También el hecho de comprar poblaciones enteras de seres humanos, vendidas junto con la tierra que sustenta su vida, como ocurre en África. Si quieren quedarse tendrán que trabajar según las condiciones que impongan los nuevos dueños de la tierra, si no, sobran y pueden convertirse en parte de esa masa anónima que vaga por desiertos y mares en busca de una esclavitud menos penosa, si no encuentran la muerte en el camino.
La pandemia sirve para esconder ésta y otras evidencias de un lento y silencioso genocidio provocado. Mientras tanto, la parte del mundo que parece a salvo tiene cada vez más motivos para intuir y concluir que ellos son los siguientes, que también su idílica seguridad y prosperidad es cada vez más un espejismo. ¿Quién no conoce a amigos o gente cercana que sean parados de larga duración? ¿Quién no tiene algún familiar que sufra depresión o algún tipo de enfermedad mental provocada por el estrés, la ansiedad o el miedo que provoca la idea de fracaso o de no ser alguien útil según exige la cruel presión social, presente, aunque nunca escrita? ¿Qué persona joven no se ha visto sometida a la precariedad de un trabajo por semanas, días o incluso horas, sin poder poner en juego las capacidades que ha desarrollado y para las que se ha preparado durante años? La pandemia ha aumentado los suicidios. El aislamiento que propicia y el miedo inducido que provoca son males que no deberían convertirse en crónicos. Pero todo depende del nicho de negocio que supongan. Está claro que para atajar los problemas de salud mental poco esfuerzo económico se hace, por mucho que las crónicas sean cada vez más alarmistas. Sin embargo, la industria que genera el miedo es tan boyante que nos la meten hasta el tuétano, en un bombardeo permanente de anuncios de alarmas, de prevención continua contra la maldad del prójimo cercano, que solo piensa en arrebatarnos lo poco o mucho que consideramos nuestro, según la publicidad.
Las emisoras de radio o los medios de comunicación convencionales que se consideran progresistas sobreviven gracias a esa publicidad perversa de las empresas de seguridad, o de los bancos que aseguran sus beneficios a base de despidos masivos, comisiones abusivas y un servicio cada vez más deficiente a una clientela cada vez más cabreada por su prepotencia y también, cómo no, de las empresas de energía que manejan los precios sin control alguno y quieren disfrazar de verde las acciones que siguen deteriorando sin freno el medio ambiente.
Las empresas más ricas y más contaminantes han visto durante la pandemia cómo se relajaban las normas ambientales y se reducía la presión fiscal con el pretexto de proteger el empleo y reactivar la economía.
Siguiendo con la doctrina del shock, cuando se produce un desastre, del tipo que sea (como bien puede ser la pandemia) los gobiernos explotan la desorientación pública para suspender la democracia y los derechos, imponiendo políticas que castigan el poder redistributivo del Estado y liberan al mercado de toda restricción, en beneficio de los más ricos y en perjuicio de los más pobres y de la clase media. El resultado es una desigualdad abismal y un planeta cada vez más cerca de la debacle ecológica.
“Con el marco neoliberal se ha llegado a una situación moral y éticamente abominable; la humanidad sobrevive en la ficción de la capacidad de elegir, aunque ésta se base únicamente en optar a ser manipulados por tal o cual empresa, adquirir un producto u otro. La libertad se basa exclusivamente en la capacidad de consumir. Llegada la pandemia la elección es: o la salud, o hacer negocio”.
El manual que se aplica para llevar a cabo la doctrina del shock es el de tener ocupada a la mayoría de la población en la emergencia diaria, en un estado de sitio permanente, destinando todo su tiempo a la supervivencia.
Una crisis tras otra, la del 2008, unida a la de la pandemia, que ya dura dos años, generan un aislamiento cada vez mayor de sus víctimas, que permanecen completamente ajenas a las decisiones que se toman por ellos.
En Europa hace unos años se sancionaba la entrada al poder de líderes ultraderechistas, como Georges Haider en Austria, hoy se tiene la manga ancha con los gobiernos xenófobos de Polonia y Hungría o se establecen relaciones estrechas con el gobierno turco de Erdogán o con la dictadura marroquí y se reconoce a la guardia costera de Libia, un Estado considerado fallido, como socio en la lucha contra la inmigración. Se consigue con ello normalizar el discurso del odio y la exclusión entre humanos y hacer de la inmigración una sangría continua que fomenta el tráfico de seres humanos a gran escala y la imposibilidad de encontrar un futuro mejor para los supervivientes.
El futuro que dibuja la pandemia unida al uso masivo de la tecnología de la comunicación, no solo incluye una mayor lejanía y aislamiento entre las personas, como ya se ve, sino el empleo cada vez menor de maestros, médicos, conductores…
En un futuro que “no acepta efectivo ni tarjetas de crédito (bajo el pretexto del control de virus) y tiene transporte público esquelético, es un futuro que afirma estar basado en la «inteligencia artificial», pero en realidad se mantiene unido por decenas de millones de trabajadores anónimos escondidos en almacenes, centros de datos, fábricas de moderación de contenidos, talleres electrónicos, minas de litio, granjas industriales, plantas de procesamiento de carne, y las cárceles, donde quedan sin protección contra la enfermedad y la hiperexplotación. Es un futuro en el que cada uno de nuestros movimientos, nuestras palabras, nuestras relaciones pueden rastrearse y extraer datos mediante acuerdos sin precedentes entre el gobierno y los gigantes tecnológicos.
Naomí Klein concluye que hoy más que nunca, pero siempre, es y ha sido esencial para acometer cualquier cambio, la movilización de la sociedad, sobre todo de los trabajadores y explotados que sustentan un sistema económico capitalista cada vez más voraz. Sin ella y sin el convencimiento generalizado de que hay que revertir el desastre hacia el que vamos, seguiremos en la espiral de alejar más aún de nosotros, los sueños de igualdad y de justicia que siempre seguirán moviendo la parte mejor de lo que somos como especie.