Teatro, política y democracia / Javier López Clemente


Por Javier López Clemente
http://lacurvaturadelacornea.blogspot.com/

     María Delgado y Tony Fisher establecen dos nexos de unión entre democracia y teatro: Ambos precisan de una labor continua de participación, en términos teatrales son actividades…

…que consisten en una política de ensayo constante porque nunca están ni completos, ni asegurados, ni cerrados. En ese sentido el error más grave de la democracia es darla por sentada, una comodidad que es muy probable que tan solo sea el preámbulo a la crisis y el colapso. Por eso es necesario estar atentos a las fuerzas internas que quieren deteriorarla y potenciar la negociación y el diálogo entre los diferentes que de verdad quieren mantenerla. Ahora es más necesario que nunca estar atento a las fuerzas que desde dentro quieren pervertirla y deteriorarla.

     Ana Iriarte afirma que democracia y teatro fueron dos grandes lujos que los atenienses disfrutaron en la mayor parte del siglo V a.C., un acontecimiento político, social y religioso que formaba parte de las fiestas en honor a Baco hasta imponerse como elemento central de ese evento sagrado que la sociedad griega vivía como una experiencia religiosa teñida de hedonismo y una percepción lúdica del mundo. La tragedia, lejos de recrear el ideal de las leyendas ancestrales, censuraba el carácter individual y soberbio de los héroes ensalzados por la épica, y ponía a la colectividad en el primer plano. Por lo tanto, afirma Iriarte, la tragedia griega es una manifestación que se caracteriza por apoyar al pueblo en contra de la clase aristocrática.

    David Mamet defiende que la esencia de la democracia es la capacidad del individuo para abrazar o rechazar cualquier postura política sin dar cuentas a nadie, dentro de esa virtualidad, el teatro sería un buen ejemplo de cómo la economía de mercado libre lo convierte en un artilugio democrático en manos del público, una relación suministrador y consumidor en la que el vendedor y el comprador no necesitan dar explicaciones de la elección realizada. La libertad del teatro, más allá de gustos o disgustos, ofensas o aburrimientos, éxitos o fracasos, ofensas o aburrimientos, se mediría por su capacidad para alejarse de la norma o pautas marcadas por los ideólogos que pueden residir en las inmediaciones del Estado o en las tribunas de los intelectuales y así, partiendo de que el teatro es ese lugar donde los cómicos se ganan la vida, su esencia política dentro de la democrática tiene que ver con las ocurrencias de quien lo escribe, la pericia de quien lo dirige, y que ambos huyan de sermones para enfrentarse con el proceso de cuestionar lo que antes era incuestionable.

    Fernando Vallejo alertó durante la XIX edición de la Semana de las Letras de Torrero sobre la necesidad escapar de esa idea filtrada en la sociedad que identifica el teatro con un espacio elitista, una manera simple y efectiva que entorpece el acceso de la ciudadanía a un espectáculo que, más allá del esparcimiento, debería aspirar a convertirse en una ceremonia de reafirmación social con planteamientos y cuestiones que nacen desde una posición política, y maneja contenidos para generar de debates y preguntas en el tejido social de la ciudad y el barrio.

    La democracia y el teatro proponen un espacio de igualdad, erosionar este principio nos llevará a espacios radicales y reaccionarios donde la capacidad de todos para influir en las decisiones finales será pervertida. El teatro lanza sus mensajes a un patio de butacas donde cada espectador, en igualdad de condiciones, los codifica en plena libertad para darles la dimensión política que considere oportuna. Si el teatro se decanta por un espectáculo basado en exclusiva en un discurso político, se enfrenta a la paradoja de situarse en un terreno que solo le corresponde a la política y convertirá la función en un panfleto. Una función en la que no hay rastro de intencionalidad política es muy fácil que se sitúe en una lógica de mercado donde el consumo sin más pretensiones sea la clave del éxito. Desde el punto de vista del espectador, el objetivo más saludable quizás sería navegar entre esas dos almas para equilibrar la racionalidad consumista con el ágora política que promueve una discusión democrática sobre cuestiones esenciales en el seno de una sociedad compleja y plural. Este debate ha tomado mayor importancia desde que en ámbitos estrictamente políticos están proliferando actores que usan el escenario público para tirar bombas fétidas con la intención de impedir cualquier debate, y proporcionar argumentos y espacio a todo un ejército de ofendidos que toman cualquier consideración como una afrenta a una identidad e ideología que se agarra a los mitos del pasado para pervertir los debates del presente.

  En ese sentido se manifiestan María Delgado y Tony Fisher cuando defienden un teatro político capaz de adoptar innumerables formas y que se puede resumir en dos: La intervención de los creadores comprometidos con la democracia y un teatro crítico que ponga en solfa la retórica política que nos apela desde la tribuna de oradores o la pantalla de la televisión. El teatro, insisten, puede dejarse llevar por la complacencia y la indiferencia que amenaza la democracia, pero también puede decantarse por el camino de mostrar un espectáculo donde la escucha de unos y otros es el argumento más poderoso para descubrir que la democracia es ese lugar donde se escucha y respeta la diferencia. Como dice Florián Malzacher, que el teatro sea un lugar de imaginación colectiva, de conflictos y contrastes entre ideas y hechos, entre poderes y poderosos, entre naciones y tradiciones.

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