Jesús Lou o cómo los recuerdos vuelven a perderse como lágrimas en la lluvia / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano 

      De todas las muertes que pasan ante mis ojos, las más dolorosas son aquellas que podrían pertenecerme.

    Como uno no es de piedra, el dolor deja un vacío mudo, un desierto sin palabras. Y sientes en el corazón la marca de la bofetada. Las biografías de los vivos están llenas de muertos a los que el destino ya les había dado la vez. Para esos muertos se inventó el consuelo. Desaparecen de la memoria cuando se muere la última persona que los recuerda. Los otros muertos, en cambio, permanecen a nuestro lado sin cumplir nada, y a su favor tienen que los recordaremos siempre con la sonrisa de sus años más pletóricos. “La muerte es una vida vivida, la vida es una muerte que viene”, escribió Borges. La vida pende siempre de un suspiro. Entre la soledad y la orfandad queda la vida atrapada en los pequeños detalles que nos regeneran y nos informan de que somos finitos. Cada día un abandono. Una ausencia. Un lloro.

    El tiempo nos mata poco a poco, como hila la vieja el copo, sin que lo percibamos. Como nubes pasan los días. Mi hija Carla, ya desde muy pequeñita, siempre lo tuvo claro: sus referencias innegociables eran mami, papi y el Titi. Sí, el Titi. Así llamaba –llama- Carla a Jesús Lou, nuestro queridísimo cineasta turolense, un tipo brillante, lleno de ternura –a la que, a veces, se doblegaba- y hecho de la mejor pasta, que ha dejado rastros de significancia en la construcción de un mundo mejor, más justo, más bello, más solidario. Un luchador de la cultura que nos ha dicho adiós, maldita sea. Un contador de historias, siempre humilde y generoso, tímido y talentoso. Aspiraba a la serenidad e iluminaba las sombras con un fino sentido del humor, sin darse importancia.

    Es difícil, a veces, saber qué es lo que hace que alguien –o algo- se vea favorecido por la perdurabilidad del recuerdo o pase a dormir un sueño eterno en las tinieblas del olvido. Con Jesús Lou tuve pasiones e ideas compartidas. Le llamaba ‘el hombre tranquilo’ –cuando John Ford era machacado por reaccionario, él defendía su cine- y nunca dejamos de vernos, aunque fuese en el pensamiento. En sus últimos momentos fuimos una suerte de confidentes mutuos y mantuve su secreto más allá de la sospecha. Siempre cordial, nunca tuvo un mal gesto o una mala palabra. Era, como decía Machado, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. Vivir valía la pena, pero nadie sabe cuánto dura feliz nada. Porque los recuerdos vuelven a perderse como lágrimas en la lluvia. Porque todo llega a su fin. Es una ley natural. El tiempo es inexorable y, se quiera o no, arrastra los acontecimientos hacia un abismo de fatalidad. De la gran belleza al ataúd.

    El tiempo se fuga, se escapa, sucede, nos deja ante el misterio y nos devuelve a la realidad. Para profundizar en las cosas, decía Jesús, hay que leer y hay que pensar. Y hay que dejar, apostillaba yo, que se sedimenten los conocimientos y luego someterlos al ejercicio de la crítica. Aun así, el que aspira a entender siempre debe conservar un margen de duda, porque no hay nada más nefasto que las certezas absolutas, como Luis Buñuel subrayaba. Jesús era de esta teoría. Por eso, acaso, le gustaba tanto el cine del calandino. Ahí está, para demostrarlo, su extraordinario documental ‘Aparición de la Virgen’, toda una reflexión sobre el fanatismo religioso en la mejor tradición buñueliana. Un trabajo, por cierto, que apenas ha trascendido y supone, sin embargo, una de las más valiosas piezas de la historia del cine aragonés (signifique lo que signifique “cine aragonés”). Así nos las gastamos por estos lares: un pueblo de cabreros incapaz de entender nada en nuestra afectación provinciana.

    La muerte es un recordatorio de que vamos a irnos y tenemos que ceder el lugar a los otros. Esto lo sabía muy bien Jesús, que cuando supo de su enfermedad se recogió en un misticismo bien entendido para no arañar cariños. Aunque en vida cueste entender semejante bravura y honestidad, una retirada a tiempo siempre es una victoria. “En la estación final, / todas las cosas / muestran / su virtud de cambiar, / de no permanecer. / Todo se viene abajo / y se despide. / Nos lo dice el mundo: / ya no eres de aquí, no te reconocemos / como nuestro. / Lo que creíste tuyo / era solo un préstamo. / Ahora mismo, / tienes que devolverlo”.

    La vida ya va siendo intermedios de luto. Entre uno y otro, maldita sea, continúa una alegría corrosiva que, muchas veces, te hace sentir culpable por celebrar nuestra propia decadencia. Como en aquella bacanal bailonga del Sorrentino de ‘La gran belleza’, que tanto entusiasmaba a Jesús, con esa pirueta final digna del Joyce de ‘Los muertos’. La fiesta también deja restos de tristeza en los zapatos cuando se vuelve de madrugada a la cueva. La madurez era esto. Ver cómo escapamos de un ataúd sin que nos delate la ansiedad. Una putada. La gran putada, podríamos decir. Porque la gran metáfora de la muerte es la nada.

    Siempre he creído en el azar como motor de nuestra existencia. El azar es inescrutable como también la muerte, que nos lo arrebata todo. La muerte es democrática, nos iguala a ricos y pobres, listos y tontos. Y nadie puede engañarla ni sortearla, como hace el caballero medieval que la entretiene con una partida de ajedrez en ‘El séptimo sello’. De este estremecedor filme que tanto nos gustaba a Jesús y a mí hablamos no hace mucho, cuando le dimos ese punto añadido de trascendencia, sabiendo, ay, de su mal. La época del esplendor en la hierba solo subsiste en el recuerdo. Ya ni eso. Al final, todo se convierte en un breve destello en la eternidad de la noche cósmica. La vida, ya lo dijo Nabokov, ese escritor al que Jesús tanto admiraba, es un minúsculo punto de luz entre dos eternidades de total oscuridad.

    Criado en arrabal rural pero con incertidumbre ilustrada, con Jesús compartí afanes, gestos, momentos, risas, respuestas francas. Siempre dispuesto a la conversación, perseveró en el sueño poético y en el poético humor, aunque no encontró muy bien la postura a muchas cosas de este presente. En mi álbum fotográfico siempre quedarán nuestras visitas –la mía, la de mi hija Carla y la de Lupe Corraliza, la madre de la criatura- a esos pueblos en los que vivió, donde nuestro entrañable Titi ataba lazos amorosos con la niña de sus ojos. Ya fuera Saviñán, con uve o con be. Ya fuera Bulbuente, solo con be. O ya fuera ese lugar soriano llamado Trévago, también con uve o con be, del que quedó prendado el mismísimo Julio Llamazares al leer ese dietario del alcalde José Lázaro Carrascosa sobre la inminente España vaciada. En palabras de Julio José Ordovás, “este pequeño pueblo de Soria es el paraíso perdido y reencontrado de Iris Lázaro, que es la pintora del frío de la memoria”.

   Nunca entendió Jesús que se confundiera el ocio con la cultura y que nos lo creamos. La cultura no es sentarte a ver algo pasivamente. El audiovisual le sirvió un poco de brújula y así formó su equipaje de las artes y las letras con compañeros de viaje (de fatigas también) como Abraham Alonso, Tasio Peña, Emilio Abanto, Fernando Lasheras, Jesús Laboreo, Manolo García Maya, José Manuel Fandos, Fernando Burillo, Antonio Castellote, Luis Felipe Alegre, Carlos Grasa Toro, Pilar Trillo, Pedro Borgoñó, Antón Castro, Adolfo Ayuso, Julián Martín, Goyo Maestro, Emilio Casanova, Concha Domínguez, Luis Iribarren, Blas Calvo, Nacho de la Cruz, Katia Acín, Antonio Ceruelo, Eduardo Laborda, Dionisio Sánchez, Juan Antonio del Campo, Héctor Grillo, Roberto García Nieto, Trinidad Ruiz Marcellán, José Miguel Iranzo… Sin olvidarnos, por supuesto, de sus hermanos María Jesús y Miguel (y demás familia). Muchos de ellos –los que quedan vivos, al menos- se juntaron para celebrar un rendido encuentro en la taberna El Gallinero del barrio zaragozano de la Magdalena, tan querido por él.

    Estamos hechos de bajeza y virtud, y todo hay que reflejarlo cuando la vida hace resumen. Es mucho más fácil reconocer el error que encontrar la verdad, pero algunas veces ambos resultan imposibles de distinguir. Habría que leer más a Goethe, nos recordaba siempre Jesús, y hacer que la cultura sobreviva al llanto hagiográfico. Es bueno discrepar, el modo de ver la vida y de explicarla. Es una lástima que para llegar a ocupar el altar de los héroes uno tenga que morirse antes. Mucho mejor nos iría si nos dedicáramos a juzgar a los vivos en lugar de empeñarnos en inmortalizar a los difuntos.

    Sea como fuere, con la muerte tenemos firmado el pacto fantástico y pueril de no mirarla de frente hasta la vejez, que es cuando empezamos a asomar la cabecita por el embozo de la sábana para ojear resignadamente la habitación vacía. En esta sociedad bien donde se reglamentan hasta los derechos de las mascotas, andan los científicos atareados en la legislación del derecho a la inmortalidad, interrupción del envejecimiento creo que lo llaman, y les deseamos toda la suerte del mundo. Se cierra el telón, pero todo, al fin, se renueva, por decirlo con Juan Ramón: “Y yo me iré / y se quedarán los pájaros / cantando”. Porque el tiempo sigue pasando, sucediéndose a sí mismo día tras día, estación tras estación, matándonos poco a poco, como hila la vieja el copo, sin que lo percibamos, salvo de la ligera forma en la que la describió uno de los personajes de ‘Regresa un desconocido’, a la manera del poeta: “Y como nubes pasarán los días”.

    Uno se muere, en fin, porque está vivo, escribía Montaigne, y eso siempre es un consuelo. Pero contra la nada perdurará el destino. O la memoria. La vida de cada quien es un desafío misterioso en aquello que sobrevivirá. La muerte siempre se antoja injusta, inapropiada e innecesaria. Y no entiende de edades cronológicas. Empero, no podemos hallar consuelo si se presenta movida por los hilos de un ángel oscuro y caprichoso. Con la muerte de Jesús he sentido una sensación rara, extraña: no era joven, era una persona frisando una edad ya madura, se nos va siendo ‘viejuno’, como alguno de nosotros, por lo que, sin aliviar para nada el dolor, sí nos recuerda que el tiempo pasa inexorable y vemos cómo nuestra gata ya no salta como antes. El destino de toda vida. O ese mar que llamamos muerte.

    Es inútil eludir el encuentro con la muerte, aunque la podamos distraer por unas horas como el caballero medieval de ‘El séptimo sello’, que la desafía. Por la misma razón, carece de sentido obsesionarse por el instante final, dado que sus inevitabilidad nos libera de toda esperanza. Nos queda, más que algunos momentos imprevisibles de felicidad, el consuelo de mirar a nuestro alrededor y de descubrir con nuestros ojos lo que no habíamos visto, quizá por demasiado cercano. Acercarse a la vejez es empezar a comprender el sinsentido de todo esto y por qué somos como somos. Y también darse cuenta de que cualquier esfuerzo para cambiarnos es inútil. ¿Somos consecuencia del azar o de la necesidad? Difícil respuesta para una pregunta de tamaño calado.

    Nuestra cultura ha convertido a la muerte en un tabú, una conversación de mal gusto. Pero, como nos recuerda Heidegger, la única certeza de nuestra existencia es la mortalidad de nuestra condición. Somos seres arrojados al mundo. En el principio está nuestro final y en el final está el principio, como decía el sabio Heráclito. Nadie regresa de los muertos y nadie viene al mundo sin derramar lágrimas. A ninguno se nos pregunta cuándo queremos nacer o morir. La única certeza desde que nacemos es la de la muerte, lo que equivale a decir que estamos hechos de tiempo. Somos un comienzo que se aleja y un fin que se acerca.

   Morir no es agradable, qué duda cabe, pero lo realmente malo es asumir la jugarreta de que no muera el mundo entero con nosotros. No hay derecho que unos estén tiesos mientras hay por ahí un montón de gente que sigue viva como si nada, de un modo casi ofensivo, sin darle mayor importancia al prodigio efímero de respirar. Como decía Hölderlin, “lloramos a los muertos como si ellos sintieran la muerte, pero los muertos están en paz”.

   A fin de cuentas, la muerte es maestra. Y enseña. ¿Por qué nos gusta más una flor de cerezo que una de plástico? ¡Porque es fugaz! La belleza es perecedera. La belleza de la muerte es la partida de ajedrez del sello Bergman. Si fuéramos inmortales, dios no lo quiera, la vida perdería mucha parte de gracia. O toda, para qué engañarnos. Sería un caos, una dejadez. La muerte, aunque nos pese reconocerlo, hace preciosa la vida y todas esas obras que los humanos realizamos. El arte, acaso, no existiría si no hubiera muerte. Eso no quita, por supuesto, que cuando muere un hombre, con toda la carga machadiana que la acepción encierra, el mundo se convierte en un lugar peor, más frío, más huero, más inhóspito. Si la inmortalidad es ese don que los dioses depositan en la memoria de los amigos, Jesús Lou la tiene asegurada.

    Dicen que las personas no mueren del todo mientras les recordemos. Es una frase digna de aparecer bien en el reverso de un sobre de azúcar o bien entre las páginas de cualquier libro de Jorge Bucay, lo sé, pero también sé que la frase es cierta. Cuando empezamos a olvidar a los que ya no están es cuando empiezan a desaparecer de verdad. Todos los recuerdos son rastros de lágrimas. También sé que fue mi amigo, con el íntimo orgullo que haberle conocido y haber descubierto a una persona brillante. Lo que abunda, por desgracia, son personas que se creen brillantes y no saben, los pobres, que no lo son. También sé que los hombres brillantes como Jesús Lou no acaban de morirse nunca, que siempre permanecen de alguna extraña manera junto a nosotros. Lo dice muy bien Ángel González en ese poema que rescato como llanto: “…Pero si tú me olvidas, / quedaré muerto sin que nadie lo sepa”.

  A todos nos llegará el fin. Y a este artículo también. Escrito desde una rabia sorda, me gustaría cerrar con el tono levemente sentimental y conmovedor de la prosa del gran Francisco Umbral para ofrecer un último homenaje al amigo que se ha ido, nuestro queridísimo Titi: “Te llevaré a casa borracho de tu muerte, borrachos los dos y convencidos de que hay que suicidarse. Convencidos pero vivos, maravillosamente vivos”… Carla, di algo.

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