Miénteme y dime que me quieres, quiosquero / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
 

  De vez en cuando, o de cuando en vez, conviene decirle la verdad a la gente, y perdonen ustedes, desocupados lectores, este arranque populista impropio de mí.

    El quiosquero de la esquina y yo lo tenemos claro. Siempre me ha gustado hablar con él. De lo divino y lo humano. De las verdades y las mentiras. De cualquier tema que surja, así, abiertamente, sin tapujos. Me parece un auténtico filósofo. Aunque me dice, tan contradictorio él, que la filosofía no sirve para hallar ninguna respuesta. La filosofía solo sirve para hacer preguntas. Pero ello resulta fundamental en un mundo donde se confunde lo verdadero con lo falso. Si triunfa la posverdad, que ha dejado perlas como dientes en titulares de portada, es porque, con las nuevas tecnologías, activar emociones es pan comido. La gran fábrica de emociones era el cine, pero las de la política actual son mejores: hipnotizan. 

  “Lo que ha sido creído por todos siempre y en todas partes tiene todas las posibilidades de ser falso”. Con esta sentencia, Paul Valéry venía a reflejar lo que tiempo después, con gran sutileza, aplicara el cineasta Federico Fellini: “Una creación nunca es inventada y nunca es real, sino que será ella misma para siempre”. El quiosquero de la esquina se asoma a lo que replica Pilato a Jesús de su venida al mundo para dar testimonio de la verdad, sin admitir respuesta: “¿Y qué es la verdad?”. Una mentira puede dar la vuelta al mundo en lo que la verdad se está terminando de poner los zapatos, algo que se ha agravado exponencialmente a través del uso de las redes sociales, desbordadas e incontrolables.

  En ‘La rebelión de las masas’, me ilustra el quiosquero, Ortega pronostica en todo el mundo occidental una crisis social incipiente que por entonces nadie advertía. Hoy, a mayor y más fácil acceso a la información, más fácil es la expansión de la mentira y el rumor. En esta sociedad de la información global nos hemos vuelto crédulos y perezosos, mientras los manipuladores desafían al ridículo. No descansan. Es el avance de la mentira, fortalecida por las nuevas tecnologías, ante la verdad acosada e indefensa. Ya dejó escrito George Orwell que “el lenguaje público tiene como objetivo hacer que las mentiras suenen verdaderas”. El escritor británico entendió pronto que la libertad no acepta el control ocular. El control en sí mismo.

  Se dice que la posverdad, vocablo definido por la academia como “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actividades sociales”, es la manera contemporánea de nombrar lo que antes definíamos como mentira. Pero no sería exacto verlo así, matiza el quiosquero. La posverdad no es una mentira cualquiera, sino aquella mentira que un determinado grupo de personas está esperando oír. Lo mismo puede decirse de la verdad a medias. Hija tonta de la mentira, la posverdad apela a nuestros prejuicios, a nuestras pasiones confesadas u ocultas. La mentira ha tenido siempre utilidad comercial o política. El engaño político es tan viejo como la cultura. Comienza con la serpiente del jardín del edén. Andrés Trapiello recordaba el otro día lo que decía Machado de los gitanos: se mienten, pero no se engañan. En la política, maldita sea, se mienten y se engañan constantemente.

  Sin mentiras, en cualquier caso, la convivencia sería un infierno. Decía Alejandro Casona que “entre la verdad que destruye y la mentira que construye, prefiero la mentira”. Los sofistas pensaban que no existen verdades, sino opiniones. A mi modo de ver, la moda de la mentira se ha intensificado en los tiempos del individuo interconectado. Inundan al internauta de noticias falsas y verdaderas y no sabe muy bien cuáles son cuales. Pero parece que el personal prefiere la mentira gustosa a la verdad incómoda. Recuerden la sentencia de Casona. Siempre preferimos la mentira que nos place. Aplazamos la verdad para otro día.

  Si al ser humano le creciera la nariz por mentir, el soneto de Quevedo ‘Érase un hombre a una nariz pegado’ dejaría de ser una serie de hipérboles relativas a una nariz concreta, para ser solo un pálido reflejo de la realidad. Porque la mentira, hábil y esquiva, tiene el don de la ubicuidad y forma parte de la vida diaria: en la pareja y en la familia, entre amigos y conocidos, en la empresa y las organizaciones, en los medios de comunicación y, por supuesto, en la actividad política y judicial. Sin olvidar que también, a veces, nos mentimos a nosotros mismos. Y llegamos a creer nuestras propias mentiras.

  El gran Umbral, lo sabemos sus “desocupados lectores”, siempre tuvo el empeño de contar verdades a través de las mentiras de la ficción. “En la vida”, dijo, “hay que manejarse con unas cuantas verdades verdaderas y con una nube de mentiras brillantes, sorprendentes, literarias, porque lo que el escritor hace no es sino sacarle brillo al estaño de la triste realidad, para que parezca plata, como las criadas y doncellas de antaño”. Una vez más, la literatura, la necesidad del hombre por explicarse o hallar alguna respuesta, pasa por los libros, generalmente. Sobre todo, cuando hay algo que explicar o ganas de hacerlo. Saber y no saber, ser consciente de lo que es realmente verdad mientras se dicen mentiras cuidadosamente elaboradas, sostener simultáneamente dos opiniones sabiendo que son contradictorias y creer, sin embargo, en ellas.

  Decía un pensador griego que “la verdad triunfa por sí misma; la mentira necesita siempre complicidad”. Aunque solo sea literaria. Porque la buena literatura, esto es, nos muestra la verdad utilizando historias inventadas, mientras el mal periodismo utiliza verdades para mentir. El “problema de la verdad” no es un asunto nuevo, sino más viejo que el sol. Muchos políticos se sirven de la retórica para disfrazar sus “verdaderas” intenciones, y ni siquiera son capaces de seguir el consejo de Gracián y abstenerse de mentir, pero haciéndolo “sin decir toda la verdad”.

  Porque una cosa es mentir y otra, muy distinta, decir la verdad. A esos políticos que olvidan contar la verdad nadie podrá acusarles realmente de mentirosos, pero incurrirán en la comisión de falsedades por omisión de la verdad. Advierte Gracián, en efecto, que la mentira suele estar más aparente que la verdad, “es el engaño muy superficial, y topan luego con él los que lo son”. Por eso invita el jesuita aragonés a “mirar por dentro”, a la reflexión que lleva a ir más allá de las apariencias y de la mera emoción. Invita, en fin, a educar y a educarse en la autenticidad y en la coherencia.

  Para mentir, pues, no es necesario caer en el bulo. Se puede mentir diciendo solo una parte de la verdad. Se destaca una pequeña parte de la verdad, se la ilumina, se la descontextualiza, se la carga de notas sentimentales y, ¡zas!, ya tenemos esa pequeña parte de la verdad convertida en una descomunal mentira. Lo que la verdad esconde, quiosquero. El buen bulo político triunfa porque tiene las cualidades necesarias para triunfar. En estos años de crisis hemos podido asistir al triunfo del romanticismo político que se caracteriza, entre otros muchos desajustes, por exaltar una hueca sinceridad, confundiendo el precio de la franqueza con el valor de la verdad. Una sinceridad que suele presentarse en forma de insolencia, de descaro, de músculo tabernario, de aspaviento soez.

  El quiosquero de la esquina habla de todo ello. E intenta profundizar en sus razones. La verdad es bella, pero la mentira es, a veces, obra de arte, gran literatura, arma para la política pura. Lo enunció el poeta de la antigüedad: “Después de la verdad, no hay nada tan bello como la ficción”. Todo se mezcla y se confunde. Lo irreal es cada vez más real. La ficción se vuelve ensayística y el ensayo se vuelve ficción. La rebelión de la mentira es la última de una serie de rebeliones, la más representativa de las cuales ha tenido lugar en la estimación del arte. En un mundo en crisis, en que todo se valora por su rendimiento, la mentira vence a la verdad. Está mejor considerada.

  Acaso, como decía Nietzsche, los buenos son los malos. Esa es la importancia de la filosofía, de la filosofía verdadera –quiero decir-, que pertrecha a nuestros jóvenes contra la falsedad, la consigna, el disimulo y las torpes evidencias. Y les ofrece conocimiento, el placer de conversar, controvertir, entender las razones del otro. Cuando el necio presume de sabio y el depositario de la virtud oculta sus maniobras, hay que volver a la filosofía –a la filosofía verdadera, quiero decir- aunque solo sea para advertir del riesgo de imposturas. Después del tiroriro de la posverdad llega la hora de la verdad, que ya no es exactamente una forma de honradez, sino un saldo del mercado de la historia. Y de la política.

  Hoy, cuanto más complejo se revelan los acontecimientos, más caliente se opina y se insulta. Ahora todo pasa arrollando. Todo es diversión. El ocio es lo único. La cultura –la bien entendida, quiero decir- brilla por su ausencia. Es el desprecio a los datos, la supremacía del sectarismo, la mugre narcisista, los ajustes de cuentas, el zumbido contumaz de los comisarios políticos que manipulan a un público manso que retoza en la militancia y la banalización. Y luego están los falsos intelectuales que se hacen pasar por gente respetable. Y el periodismo vampirizado por tipos infames. Tipos empeñados en no distinguir la información de la opinión. Y si la objetividad no existe, la subjetividad no se debe confundir nunca con la falsedad.

  Lo que importa es vender una idea. Y que simule ser veraz e ingeniosa. Lo verdadero es cada vez más sinónimo de verosímil. Por eso parece urgente oponer la finitud de no saber a ciencia cierta qué es verdadero a la mentira de hacer creer que no se sabe lo que es manifiestamente falso. Lo primero es ignorancia; lo segundo, impostura. Con la posverdad, pues, se están homologando las medias verdades y las medias mentiras como elementos naturales del debate público, lo que comporta el peligro de hipotecar dicho espacio. La mentira tiene las manos más largas que nunca porque dispone de más instrumentos. La posverdad, digámoslo ya, no niega la verdad, simplemente no la considera prioritaria. Por esta razón es necesario que se recupere el valor moral de la verdad, que no es aquel que más me conviene, sino el que se basa en la realidad.

  “¿En qué crees de verdad?”, me pregunta el quiosquero. Mi respuesta es inmediata: en la vida privada, en el mantenimiento de la cultura, en la música, en la dramaturgia de Shakespeare, en el cine de Dreyer, de Bergman, de Buñuel… “¿Qué es para ti la verdad?”, insiste por la tercera vía el quiosquero. Y le digo que si cada hecho puede ser mirado desde puntos de vista distintos, que extinguen la posibilidad de que haya una verdad, no hay que olvidar que la reproducción de esos puntos de vista no pueden alterar, sino incurriendo en mentira, los hechos objetivos, y por mucho que cada uno tengamos un punto de vista acerca del asunto, la verdad para todos ellos es que el equipo de fútbol del Huesca está por primera vez en su historia en primera división, que el Zaragoza lleva seis temporadas en el infierno –y las que te rondaré, morena-, que Paco Martínez Soria murió, que Antón Castro fue premiado como mejor periodista cultural o que Luis Alegre es el director del festival de cine de Tudela. No hay punto de vista que cambie eso a no ser que incurra en invención.

  Recuerden ‘Rashomon’, aquella película realizada en 1950 por el gran Akira Kurosawa y basada en dos cuentos del escritor Ryunosuke Akutagawa, una pesimista radiografía de la condición humana ambientada en el Japón del siglo once, de resonancias pirandellianas, en la que el asesinato de un noble samurái y la posible violación de su mujer son narrados desde cuatro puntos de vista contradictorios. El mismo suceso, en efecto, cambia según lo explique cada una de las personas implicadas: la propia esposa mancillada, el leñador, el bandido sobre el que recaen las acusaciones y el mismísimo espíritu del asesinado, invocado por un médium. El tema central del filme gira en torno al descubrimiento de la verdad como distinción entre el bien y el mal; distinción que se mantiene gracias a sencillos actos de amabilidad y sacrificio. Kurosawa ofrece una reflexión sobre la imposibilidad de saber la verdad de las cosas y va más allá al profundizar en la debilidad humana hecha de egoísmo y deshonestidad. La veracidad de los protagonistas y las acciones que se muestran son falsas y engañosas. Los hechos se remiten a pruebas, pero son puestos en cuestión de inmediato. Las desavenencias entre las versiones de unos y otros complican la posibilidad de una explicación honesta. Al poco, todos los narradores están en tela de juicio, así como la película al completo.

  Pasolini escribió en 1972, tres años antes de morir asesinado, un artículo en el que utilizaba a las luciérnagas como metáfora de un mundo antiguo que se desvanecía. Estos animales en extinción trenzan un diálogo, por así decir, entre aquel texto, todo un ejercicio de memoria, y estos tiempos de prisa y posverdad. Por eso la necesidad filosófica, porque las humanidades traspasan la superficie en busca de la esencia en la profundidad, permiten distinguir el ser del parecer, detenernos, desconfiar de las apariencias y regresar a las preguntas sin respuesta, la incertidumbre, lo inaprensible y las dudas que nos vuelven vulnerables, o sea, humanos.

  Una verdad suele ser la mitad de otra verdad que quizás no compartimos. Lo afirmaba el filósofo: “Llegados a una verdad no debemos destruir ni esconder las mentiras ni los errores que sirvieron para llegar al destino”. Una verdad, en efecto, se hace de sí misma y de sus trampas previas. Lo otro es gente contándote su vida. La verdad ya no es un lugar de consenso, sino la extensión del campo de batalla. Hay gente que no cabe en la verdad de otra gente. Y una vez ahí solo es posible llegar a las manos. La política, cuando no se dedica a lo suyo, amarga hasta las verdades.

  Cuando al quiosquero le enseñan un trabajo y le piden que sea “brutalmente sincero y directo”, en realidad solo quieren que les digan lo acojonante que es. ¿Lo es de verdad? Cualquier respuesta, para bien o para mal, tendrá su engaño, porque las palabras tienen la capacidad de indicar varias mentiras y una verdad: “Solo una acepción de las muchas que posee una palabra es cierta; el resto es mentira”, afirman José Javier Martos y Leonardo Trapassi en el magnífico libro ‘Los recursos de la mentira’. Miénteme y dime que me quieres, quiosquero.

  Ya advertía Jonathan Swift en ‘El arte de la mentira política’ que “los hombres son tan simples que el que engaña con arte halla siempre gente que se deje engañar”. En nuestra sociedad, no hace falta decirlo, una mayoría acaba adaptándose y transigiendo con la mentira, y los pocos osados que aún se atreven a proclamar la verdad son señalados como imprudentes y extravagantes, cuando no como subversivos y violentos. Pero que nadie nos manipule, advierte el quiosquero, al menos en la medida en que la globalización está siendo atacada. Porque después de la globalización, lo que sigue, serán embestidas contra la democracia y detrás de esta solo queda el abismo del retroceso irremediable. Al tiempo. Ya ha pasado otras veces.

  La verdad es tan poliédrica como polifónicas, conflictuales y controvertidas pueden ser las memorias y sus narrativas. La memoria se apoya siempre en otras memorias para construir la propia. Así nace también nuestra conciencia. Lo decía Rothberg: “La memoria es multidireccional”. Conocer la verdad, por tanto, es una necesidad colectiva. Establecer la verdad es una tarea laboriosa e intrincada, y en ella se afanan los historiadores. Mientras tanto, nos conformamos con cualquier Carlos Vermut, el cineasta que gusta de quebrar las líneas de la verdad para encajar en ella las falsedades de una enérgica imaginación, nacida en las páginas del cómic y montada después en la combinación de fotogramas a mayor gloria del séptimo arte.

  Por eso, tal vez, el filósofo David Hume sigue conservando hoy más vigencia que nunca en esta sociedad del espectáculo y la posverdad porque siempre se empeñó en pensar por cuenta propia, sin aceptar las falsas evidencias ni los estereotipos. Cuestión de ser un espíritu libre. De esto sabe mucho el quiosquero de la esquina, para quien la filosofía solo destruye el error y construye el camino hacia la verdad. También sabe el quiosquero, o eso aparenta, que la calumnia empieza a ser más atractiva que la verdad, pero la difusión deliberada de rumores no es cosa de ahora, sino de siempre. “Soy El Rumor. De mis lenguas se escapan constantes calumnias que expreso en todos los idiomas, y de las que me sirvo para llenar de falsos informes los oídos humanos”, exclama el narrador de la obra ‘El rey Enrique IV’, de Shakespeare.

  A veces, en este tiempo de posverdad, de desinformación, de superficialidad, en el que todo fluye sin solución de continuidad y con una rapidez acelerada –las noticias de la tarde dejan obsoletas las de la mañana un día sí y otro también-, y en el que por las redes sociales nos llegan como si estuvieran al mismo nivel un buen artículo científico y la patraña del último indeseable, es un muy buen ejercicio pararse a pensar sobre la segunda o tercera velocidad de lo que, al final, depende todo.

  El quiosquero de la esquina, al que le han saltado las alarmas (su negocio, ay, ya solo se desprecia, entre el cargador del móvil y la vergüenza), me lo contaba con un chiste ruso modélico. Venía a decir que un oyente llama a Radio Moscú para preguntar: “¿Es verdad que a Topóvich le ha tocado un coche nuevo en un sorteo?”. El de la emisora le responde: “Bueno, en principio es cierto. Lo único es que no se trata de un coche nuevo, sino de una bicicleta vieja. Y no le ha tocado, se la han robado”. Inmejorable.

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