Una mañana cualquiera / Paco Bailo


Por Paco Bailo

“Jarraitzea ez baita nahiko
biztzea
ezinbestekoa izan arren”
(Y es que continuar no es suficiente
aunque vivir
sea imprescindible)
Tere Irastortza

     No resulta tan fácil ni grato, tras apagar el despertador e ir reconociendo que un día más nos ha sido regalado, saber que, entre el zumo, el café con leche…

…y algún untable inadecuado a los umbrales de grasas y glucosas, las noticias de la radio no te van a motivar precisamente esa sonrisa con la que desearías adecentarte antes de echarte a la calle, a la faena y sus quehaceres o al moroso paseo y sus insospechados encuentros.

     La inercia de ese vicio mañanero, la curiosidad por lo que Morfeo me haya amagado y, ¿por qué no?, el acceso a una mínima antología de chismes que me documente para esa espera en la siempre entretenida fila del mercado, me impiden tener ese transistor amordazado a mi vera, pues tantos buenos ratos me ha ofrecido, tanta buena música me ha dedicado, tanta inhóspita soledad ha desterrado que me siento incapaz todavía de que se ausente de mis legañosos desayunos.

    A la mitad del zumo que si Ucrania, que si Le Pen, que si me espiaste, que si tú más, que si la nobleza comisionista no llega a fin de mes, que marchando otro tranvía y de regalo otro estadio, total la deuda pública de este país el año pasado no llegó al billón y medio (la mitad en manos de inversores extranjeros) y tras la primera galleta, pagados tertulianos (palabra inmerecida que si aquel converso cartaginés levantara la cabeza los vacunaría con su obra completa en vena) que de todo saben me aclaran obvios argumentos a favor y en contra de cualquier asunto que me preocupe, añadiendo una buena dosis de desazón en el tazón desde el que algunas migas me susurran “¿y si la apagas un rato?, hala, venga, de hoy no pasa”

   Ya hace como un siglo que la enfermera y bibliotecaria Nella Larsen nos decía que seguía “convencida de que el lenguaje, empleado con dulzura, forma parte de la salud del mundo” y, oídos parlamentos y declaraciones de quienes pagamos para que nos representen y decidan, raudo me tiro al diccionario, página ochocientas cincuenta y seis: “dulzura: suavidad, deleite, afabilidad, bondad, docilidad”. No es precisamente la música que acompaña sus palabras, apreciada Nella, parece que el mundo anda achacoso tirando a desnortado bajo el signo de una inclemencia tan física como moral.

   Frente al espejo, saludando algunas recientes canas y aplaudiendo la severa profundidad que van logrando viejas arrugas, mientras el dentífrico limpia y pule sin asomo de esplendor me vienen a la mente aquellas “Bóvedas para el hombre” para las que el crivillenense Pablo Serrano escribió: “Pasamos la vida ornamentándonos y ornamentando todo; colgando en las paredes de nuestro exterior la intimidad, porque nos asusta nuestra propia inclemencia”. Pues sí, profético amigo, seis décadas te adelantaste a la marabunta de selfies, perdón, autofotos, tan superfluas como el exceso de vacuos exabruptos y comentarios en redes, cuando no insultantes, pues antes que la libertad de expresión debiera imperar la libertad de pensamiento y para eso de imaginar, discurrir, reflexionar, considerar o examinar con cuidado no están abriendo gimnasios, más bien se cierran kioscos de prensa para reconvertirlos en espacios donde practicar la libertad de elegir: solo, cortado, cañita, con o sin,… (uhm, la libertad, ese valor en alza), desaparecen revistas como Tiempo, Interviú, Fotogramas, Rockdelux, suben las entradas de los conciertos (a partir de 120 euros aún quedan para Rosalía en Madrid, 130 en Boston si tienes a mano tu jet privado) o se convierte en misión para incombustibles encontrar guardería para alguna criatura que se inicie en el pensamiento.

    Pero esta vez por las ondas me entero de que ya hace cien años que nació Kaláshnikov, orgulloso de crear en 1947 ese fusil AK-47, seiscientas balas por minuto, que ha salido más bueno que la lavadora de mi madre o el ochocientos cincuenta de mi padre, y que según Amnistía Internacional hay en circulación uno por cada cien habitantes del planeta, “el arma que democratizó la muerte” lo han llamado (uhm, la democracia, el peor sistema de gobierno con excepción de todos los demás) y espero no tropezar con alguno bajando la escalera o en un rincón del ascensor (en mi bloque somos más de cien vecinos, ay, ay, ay) porque hay más de treinta países con derecho de producción y está en el libro Guiness como arma más vendida. También de que EEUU ya ha enviado a Ucrania más de 800 millones de dólares en armamento y la UE más de 500, se está poniendo la paz por un pico.

    Mientras tarareo el “Imagine”, ya en el portal advirtiendo las flores que tardanas este año y cómplices de los gorriones tapizan en curioso desorden los árboles alegrando tráfico, aceras y desasosiegos, evoco el poster que colgué, adolescente, en mi cuarto con Gandhi y su rueca, mis neuronas trastabillan con un imaginario y polvoriento álbum de fotos casi en sepia donde se intuyen los rostros de Petra Kelly, Martin Luther King, Mandela, Malala, Rigoberta, Tenzin Gyatso o Jane Addams, bajo cuya efigie reza otra obviedad: “la paz no es simplemente la ausencia de guerra sino la presencia de la justicia”. Uhm, la justicia, eso de dar a cada cual lo que le corresponde o pertenece.

    Me acerco al kiosco, del francés kiosque, de una voz turca que significa “casita de recreo, pabellón de jardín, albergue de músicos”, teniendo uno cerca ¿cómo no acercarse cada mañana a semejante paraíso? Un par de euros por la paz, la dulzura de unos caramelos y sonrisas gratis.

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