El cardenal Sebastián / Guillermo Fatás


Por Guillermo Fatás
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza 
Asesor editorial del Heraldo de Aragón
(Publicado en Heraldo de Aragón)

    Fernando Sebastián Aguilar, el cardenal bilbilitano que el viernes ha muerto en Málaga, podría haber ejercido en alguna diócesis aragonesa en su larga vida de cura (sesenta y cinco años), pero no fue así.

   Seguí los pasos de su carrera por curiosidad de paisanaje y me interesaron sobre todo dos aspectos. El académico y el de sus posturas sobre el ‘abertzalismo’.

    Se doctoró en Roma y amplió estudios de Filosofía en Lovaina. Era hombre claramente más instruido que la media del clero español. Fue profesor en la Universidad Pontificia de Salamanca durante una docena de años, en los que ejerció como decano de la Facultad de Teología y como rector, luego, hasta 1979. En 1992 fue designado gran canciller, que es, en cierto modo y en las universidades católicas, una especie de delegado directo de Roma, la última instancia del organismo.

    Otra faceta sobre la que procuré estar informado fue el aspecto político de su ejercicio en cargos de la Conferencia Episcopal Española (sobre todo, con Tarancón y Yanes) y como prelado de Pamplona y Tudela y metropolitano de Jaca y San Sebastián, una especie de cabecera honorífica sin jurisdicción directa -en una diócesis manda su obispo y, en su caso, el papa; pero nadie más-, pero con un ascendiente histórico que, en ocasiones, puede desempeñar una función interesante, por la vía de lo que podría llamarse ‘soft power’.

   Al cura Sebastián, claretiano, lo hizo obispo Pablo VI en 1979 y lo envió a León. Juan Pablo II lo promovió a arzobispo y le encargó Navarra. En los sesenta había ayudado allí a otro claretiano, el arzobispo y cardenal Arturo Tabera. Que dijo de él, según fue fama: «Vale mucho, pero es muy progresista». (En tiempos de Franco, casi cualquiera pasaba por rojo). Nadie pensaba que acabaría ocupando aquel solio en 1993. Cuando renunció en 2004, al cumplir setenta y cinco años, Roma lo mantuvo tres más en el puesto, hasta que Benedicto XVI decidió relevarlo.

Sebastián y los ‘abertzales’

    Fue mal acogido por el clero ‘abertzale’. Antes de llegar siquiera, ciento treinta curas ‘étnicos’ le requirieron para que no aceptase la mitra, porque ni era navarro, ni vasco, ni euscaldún. Ya se sabe cómo es eso. Sebastián no hizo caso. Se hizo famosa una disputa que, en el Seminario pamplonés, tuvo con un docente que le requería un trato igualitario, en nombre de los grandes principios. A lo que el exrector repuso: «Pues es fácil. Vas a Madrid, hablas con el nuncio y que te nombren arzobispo».

   Defendió la legitimidad del nacionalismo como postura política, aunque no la compartía, pero afirmó también que era menester poner gran cuidado en no deteriorar una convivencia que era multisecular entre los pueblos y culturas de España.

    Con ETA no rebló: anunció que oficiaría los funerales de sus víctimas, siempre que las familias lo deseasen, al revés que Setién y los suyos, y visitaba los hogares de los guardias civiles objeto de atentado. Otro aspecto de este compromiso fue la respuesta al parlamento foral sobre la responsabilidad del clero navarro en los fusilamientos franquistas: el aragonés dijo que no había, en sentido estricto, responsabilidad de la jerarquía católica, pero pidió públicamente perdón por lo que hubiera de connivencia con aquellos sucesos terribles, que causaron tres mil muertos.

   Fue el negociador principal con Felipe González de un buen puñado de asuntos de la común incumbencia y, según quien lo conoció bien, «él evitó las excomuniones a los políticos católicos tras la despenalización del aborto». En sus últimos años, arreció en su condena de este y del ejercicio homosexual, en términos de extrema dureza: este Fernando Sebastián de los últimos años quizá oculte al de tiempos anteriores, porque así funciona (de mal) la ‘memoria histórica’.

   En 2002, como final de un tomo escrito entre varios obispos españoles, publicó un largo e interesante ensayo sobre el terrorismo vasco. Amante del euskera, aunque no lo hablaba apenas, rechazaba su uso torcido: «En manos de las organizaciones nacionalistas más radicales, es (…) un instrumento de difusión de sus ideas culturales y políticas», que implican «saber que uno no es español» y que pertenece «a un pueblo oprimido y ocupado». Exactamente el gran ‘descubrimiento’ de Arana: el enemigo del vasco y lo vasco es España, doctrina abrazada con entusiasmo por líderes como Arzalluz, Egibar u Otegi. «El vasco, lengua pacífica y entrañable, es hoy, en ocasiones, por culpa de la manipulación política, fuente de tensiones y discordias» que genera una repulsa «que antes no existía». Y defendía integrar los elementos vascos con las relaciones «que siempre mantuvo Navarra con Aragón, La Rioja y los demás pueblos de España».

   Esto no es una semblanza del cardenal difunto, sino el recuerdo de algunas de sus actitudes cívicas más dignas de mención.

Artículos relacionados :