La repoblación imposible / José Luis Bermejo

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Por José Luis Bermejo latre
Profesor de Derecho Administrativo de la Universidad de Zaragoza

   En total, un millón y tercio de habitantes pueblan Aragón, cuyo “territorio” se despuebla paulatinamente mientras la mitad de la gente se enroca en la capital…

…, que sigue ganando residentes (3.800 en 2017) hasta sumar unas 665.000 almas. Solo 14 municipios aragoneses (contando las 3 capitales de provincia) tienen más de 10.000 habitantes; 622, nada menos que el 86% de los existentes, tienen menos de 1.000, y 232 ni siquiera llegan a cien. Las cabeceras comarcales fijan población, aunque en detrimento, generalmente, de los municipios del entorno.

   La situación y la perspectiva demográfica se asemeja a la de las dos Castillas. Mientras la “marca Iberia” se revaloriza, el número de humanos ibéricos decae, y los que quedan envejecen por encima de cuanto lo hace la media española: la edad media de los aragoneses es de 44 años, dos más que la estatal y cinco más que la de la UE. Unos 136.000 extranjeros, en torno al 10% de la población, viven en Aragón y lo vivifican, componiendo un paisaje humano lingüístico y cultural de lo más dispar: rumanos, marroquíes, sudamericanos, chinos (y hasta 55 apátridas).

   Las cifras son elocuentes y, además, nuestra extensa geografía magnifica los efectos de una proyección demográfica claudicante. El éxodo rural iniciado con la era industrial no ha terminado, y los primeros compases de la era de la información revelan que las tecnologías telemáticas únicamente pueden mitigar los efectos de la concentración urbana. Sin embargo, el segundo fenómeno, estrechamente unido a la concentración urbana como determinante de la despoblación rural, resulta más difícil de atacar: el descenso demográfico.

   La despoblación del medio rural es una más de las facetas del reto demográfico que afrontan las sociedades occidentales, aunque resulta particularmente lacerante en una geografía tan extensa y dotada de infraestructuras tan dispersas como la nuestra: encarece la prestación de los servicios públicos, complica la conservación del patrimonio cultural, aumenta la inseguridad ciudadana, deteriora el medio ambiente… Parece que la despoblación es un hecho indeseable pero inexorable. Como sucede con el cambio climático, hacemos bien en reconocerla y combatirla, pero no deberíamos ilusionarnos con vencerla, sino que nuestro objetivo debería ser protegernos de ella, adaptarnos a ella.

   A diferencia de los políticos y de las instituciones que éstos gobiernan, no puedo ofrecer soluciones, sino dudas:

    ¿Qué actores y/o factores son responsables de la despoblación? ¿Es posible detenerla y, en su caso, revertirla? ¿Lo es, en todo el territorio afectado? ¿A qué plazo?

    ¿Deben dirigirse las medidas contra la despoblación a los ciudadanos, a las instituciones (Gobierno autonómico, Diputaciones provinciales, Consejos comarcales, Ayuntamientos)… o a todos ellos?

   ¿Deben todas las zonas y núcleos aquejados de despoblación ser objeto de medidas y actuaciones? ¿Necesitan todas las mismas soluciones, y las necesitan al mismo tiempo?

   ¿Es deseable y, en su caso, sostenible el minifundismo (y microfundismo) municipal?

   ¿Es posible atraer extranjeros al medio rural, y retenerlos allí?

   ¿Es justo, eficaz, eficiente… subsidiar y/o primar fiscalmente a los residentes y/o emprendedores residentes en el medio rural? ¿Hasta qué punto (financiero público)?

   ¿Puede y/o debe estar organizada la sanidad y la educación de la misma manera en el medio rural y en el urbano?

   ¿Permite nuestro territorio rural algo más o algo distinto del turismo, la agricultura, la artesanía, los oficios, el transporte… o el empleo público?

   ¿Merece el territorio acciones encaminadas a garantizar la subsistencia o a asegurar la calidad? ¿Son ambas cosas incompatibles?

   Creo que se trata de cuestiones importantes, dignas de atención, y previas a toda planificación que se pretenda abordar, so pena de recurrir exclusivamente a soluciones maximalistas y, a la postre, frustrantes, basadas en los viejos mecanismos conocidos: gastar (mucho) en infraestructuras escasamente utilizadas y pagar a (pocas) personas (mayores) por guardar las fronteras, con la vana esperanza de repoblar un territorio tan fascinante como hostil.

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