Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
Todas las mañanas del mundo visito al quiosquero de la esquina. Es mi compadre. Hay sintonía. Química, le dicen algunos. Conversamos y le ayudo.
Y así me entretengo. Si hay que repartir algún periódico, o alguna revista del corazón (o del riñón), ahí estoy yo. Además, le cerré el quiosco el pasado día y debo rendir cuentas al rey. Pocas cuentas, la verdad, pues apenas hice caja. Cada día vende (o vendo) menos. El día anterior, en efecto, se fue, a media tarde, a una librería de la zona noble zaragozana. Se presentaba el libro ‘Antes del huracán’, donde el barcelonés Kiko Amat cuenta su pueblo, la familia desintegrada, un texto autobiográfico que bien podría haberse titulado ‘Pabellón H’, al modo de una tragicomedia en torno al extrarradio urbano en el que nació y creció, por el que los locos campaban a sus anchas y se los encontraba en todas partes. Hizo de maestro de ceremonias el escritor zaragozano Julio José Ordovás, otro compadre, que tiene su mítico horno de pan, su particular paraíso alto, a pocos metros del quiosco.
El quiosquero no está de muy buen humor esta mañana, pero se le pasará enseguida. Lo conozco. Nada más abrir el negocio, me dice, ha tenido que recoger varios vómitos y cagadas perrunas junto a la persiana de entrada. Y, de propina, unas pintadas de arte mal entendido en la fachada. En realidad, al barrer los desperdicios ‘juepincheros’ de la noche anterior, joder, la escoba se frenó en seco. Era la mierda. Y el vómito. Al parecer, iba pasando la escoba sin pensar mucho, pero sin perder el ritmo. Y de la escoba a la fregona, ya digo, pues la mierda –y el vómito- lo requería. Entre esto y aquello, o entre aquello y esto, adiós al café solo mañanero y a la mierda la primera lectura del día. La del primer periódico. El primer cliente que entra al quiosco es forense. Lo que faltaba. Hace tiempo que no asomaba e, inevitablemente, sale a colación el tema de los fiambres. Somos el tiempo que nos queda.
Todas las mañanas del mundo, sí, hablo con el quiosquero de las cosas de la vida, de lo humano y lo divino. Le gustó la presentación. O eso me dice el quiosquero. Y pudo conocer a Huracán Amat, elegante con su verborrea, sus tatuajes y sus calcetines rojos. Luego, me dice, se fueron a tomar unas pintas por el casco antiguo zaragozano, en pequeño comité, acompañados también por la mujer de Huracán Amat, la editora Eugènia Broggi. Y hablaron largo y tendido de los medios de comunicación, del independentismo, de la cultura anglosajona, de los títulos molones, del Mundial 82, de Naranjito, de las Malvinas, de la prensa escrita y sus suplementos culturales, de esto, de aquello y de lo de más allá. Y del recientemente fallecido Tom Wolfe, el virginiano siempre mordaz y contradictorio, siempre temerario y burlón, siempre brillante y fluido, siempre desconcertante y divertido, siempre contagioso y vitriólico, siempre cáustico y centelleante, siempre preciosista y demoledor, siempre penetrante e hiperbólico, siempre prolijo pero enérgico, siempre onomatopéyico como el ruido de su prosa. ¡¡¡Brrrum, brrrum!!!
También se cruzaron –buenas, hola y adiós- con varios tipos del gremio literario de la Inmortal, del núcleo duro o así, tísicos o directamente con gabardina, que ni salidos de la pluma del catalán. O directamente de la del zaragozano. Al quiosquero le gustó la idea de los recuerdos mal entendidos. Acaso hay que ser frío, quirúrgico como el bisturí del virginiano, no dejarse llevar por la falsa nostalgia y no caer, ay, en lo que ciertos ‘plumillas’ han escrito tras la muerte del cineasta Antonio Mercero. Yo, como el quiosquero, estoy de acuerdo. Completamente. Y aunque las digresiones parecían no gustarle a Huracán Amat, o eso me dice el quiosquero que le dijo, somos el tiempo que nos queda. Envueltos en tics o sin ellos. O en el verde vómito. O en el gris rata. O en el gris piel de muerto. Porque el quiosquero, como Wolfe, escucha a la gente, le gusta saber lo que piensa, la quiere entender, la mira.
Un hombre es un hombre aunque ya no esté ni para esas cosas. Rebuscar en los bolsillos y sacar un palmo de una vieja azotea, el humo del Marlboro, aquellas medallas íntimas conseguidas por una docena de tapas de yogur. Los años curten y encabronan y traen presuntas dignidades que se estancan en rencores y envenenan la sangre. La principal misión siempre es encontrar el clavo ardiendo, el argumento para ir tirando, la miga de pan. De los ochenta hasta aquí no ha habido vacaciones sin silbiditos sobre la bicicleta. Ya no son estos aquellos veranos azules de casete y pistola de agua. Hemos envejecido. Algunos, incluso, se van yendo. La ansiedad de vivir atrapados entre paredes de cristal. La muerte no blanquea series que no nos gustaban en su día, pero, al menos, da la oportunidad de recordar lo bueno.
La desaparición del virginiano, el gran forense costumbrista y uno de los autores más imitados del siglo veinte, fue tema de conversación entre el quiosquero y la editora catalana y el presentador y el presentado. Y hablaron de Truman Capote y de Hunter Thompson y de Gary Talese y de Jimmy Breslin y de Barbara Goldsmsith y de Rodolfo Walsh y de Terry Souther y de Joan Didion. También de Ruano, de Camba, de Umbral. Y de Pérez Andújar. Y de Juan Tallón. Había sintonía, me dice el quiosquero. Química, le dicen algunos. Un tipo, en fin, con el que aprendimos a escribir sin miedo y a contar mejor. Tom Wolf, en el fondo, quiso parir la gran novela americana sin darse cuenta de que ya la había escrito en sus libros de reportajes. Porque la realidad solo se explica desde la ficción. O, mejor, en su combinación. En su trampa entrelazada.
Al quiosquero le entran clientes de todo tipo. Como siempre. Como nunca. Los hay que son impertinentes, incluso decididamente jodidos. Tipos aficionados a ahogarse en un vaso de agua, en su propio vómito, y que no dudan en soltar pullas contra la España ‘multicultural’, carcomida, según ellos, por un islam que lo penetra todo. Pero los hay que son buena gente. Que no necesitan espejo. Que encuentran sentido al ‘yo’ en el ‘nosotros’. Que son agradecidos y tienen memoria. Que son más de asistencias que de sentencias. Colaborativos. Generosos. Concentrados. Que les gusta creer que todas las cosas son siempre más fáciles de lo que parecen, y que pueden hacerlas mejor que los que sí saben, lastrados por su conocimiento. Los hay que pasan de no saber nada a ser unos expertos que no saben nada. Hay que leer al Wolf de ‘Lo que hay que tener’ para entenderlo. Ya decía André Maurois que “la lectura de un buen libro es un diálogo incesante en que el libro habla y el alma contesta”.
Un tipo que anda boca abajo entra al quiosco y no doy crédito. El negocio (por decir algo) de mi amigo se parece cada vez más a ese club de los suicidas que van a parar al pueblo de Paraíso Alto. Solo falta que entren las gemelas. O los dobles. O el mismísimo Borges, don Jorge Luis. Pero hace rato que no entra nadie. Ni siquiera el pelmazo del parroquiano que anda con los pies hacia fuera y mira como el que interroga. Es el viejo conocido del quiosquero, que sabe de un tema y habla de todos. Aparece, al fin. Y se dirige al cajón de las películas. Como siempre. Como nunca. Ahí hay títulos para todos los gustos (‘Luna nueva’, ‘El gran carnaval’, ‘Primera plana’, ‘Labios pintados’, ‘Perros callejeros’, ‘Deprisa, deprisa’, ‘El espinazo del diablo’, ‘El hombre del traje gris’, ‘Las cosas de la vida’, ‘El pan nuestro de cada día’, ‘Fríamente, sin motivos personales’, ‘Pabellones lejanos’, ‘Todas las mañanas del mundo’,’ Los gemelos golpean dos veces’, ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’, ‘Dublineses’, ‘Independence day’, ‘Los paraísos perdidos’, ‘Como en un espejo’, ‘De ratones y hombres’, ‘Los locos del bisturí’, ‘Huracán Carter’) y elige ‘La hoguera de las vanidades’ y ‘Elegidos para la gloria’.
Justo cuando el quiosquero se despide del viejo conocido que habla de todos los temas, y solo sabe de uno, entra al comercio un tipo alto y delgado, rubio y relamido, de ojos azules, con traje de color vainilla, camisa azul, pañuelo de seda saliendo del bolsillo superior de su americana, zapatos de dos tonos, sombrero ‘homburg’ de fieltro y bastón. Impoluto. Inmaculado. De edad indefinida. Todo un dandi que compra, vaya por dónde, una pelota saltarina.
Le acompaña una chica pintada. Me pone. Lleva un perro y, en mi ensoñación, lo veo correr sobre el asfalto de la calle del quiosco en pos de la pelota saltarina que le ha lanzado. Ya solo con esa imagen imaginada me atraviesa el espinazo un calambre gustoso. Ni el cine ni los libros me dan lo mismo, aunque dan mucho.