Rifirrafe en el quiosco / Carlos Calvo

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Por Carlos Calvo

     Conozco al quiosquero de la esquina desde la infancia, no en balde fuimos juntos al colegio, al instituto, a la universidad, hemos reído y hemos llorado, intercambiábamos mozas, y nos lo hemos pasado de puta madre, siempre fieles y amigos, en las buenas y en las malas.

   De un tiempo a esta parte, hemos logrado prescindir de los prejuicios heredados. No somos absolutamente libres para escoger lo que queremos ser pero sí lo suficiente para tener cada vez más posibilidades de escogerlo. Probablemente, solo probablemente, en esto consista la verdadera igualdad social, la igualdad de oportunidades.

    La identidad, nuestra manera de pensar y de vivir, cada vez más la escogemos nosotros mismos, nuestra libertad es cada vez mayor, también nuestra responsabilidad. Mi amigo el quiosquero y yo ya no nos quejamos tanto, no echamos la culpa de nuestros errores a los demás. La buena y la mala suerte existen, no hay duda, pero hay que poner las condiciones para estar preparados cuando una de las dos se cierna sobre nosotros, para saber aprovechar la primera y poder sortear la segunda.

    Estas reflexiones, que no sermones, me las ha provocado un cliente del quiosquero en riña con otro. Me explicaré. El señor A, vestido de blanco, con un fular naranja, Hare Krishna sin serlo (como cualquier rey de Alejandría del escritor balear), entra al quiosco de mi amigo y compra el ‘ABC’. Acto seguido, el señor B, de pelo crespo y cano como cepillo, grandes gafas de montura negra que parecen de aviador, manojo de llaves colgando de la cintura que hace ruido cuando anda, y que ha comprado ‘El País’ con el dinero de las subvenciones recibidas en ayuntamientos y diputaciones a lo largo de su recorrido artístico y vital –ese es su oficio de tinieblas-, recrimina al señor A la basura de ese diario monárquico o lo que sea. La discusión sube de tono. Hay amagos de violencia. El rifirrafe está servido. El quiosquero y yo intercedemos y echamos a los dos impresentables del local. Ya en la calle, mientras el señor B toma las de Villadiego, el señor A se planta en plena acera y lo sentencia, voz en grito.

    Para terminar de arreglar las cosas, que siempre pueden ir a peor, asoma la cabeza, en plena trifulca, un joven característico del barrio, de verso en la palabra y barba de dos días, acompañado de una chica con una minifalda terriblemente mini, a ras de culo, como el último residuo, lamentable, de la caída del feminismo, al que mi amigo el quiosquero llama “el snob”, y compra ‘El jueves’, la revista que sale el miércoles, unos cromos de lucha libre, o así, y cien gramos de fideos caramelizados. Snob es una palabra en desuso. Se puede asegurar, sin embargo, que estamos viviendo la mayor eclosión de la cultura snob. El gran Umbral supo escribir como nadie de esa tendencia. Él era uno de ellos. Hoy solo quedan umbralillos o, en su defecto, alcantarillas. Y eso, aquí, o no se sabe o no se quiere saber, pero lo que es seguro es que no se recuerda. Con matices difuminan el perfil de lo que se imita, porque hasta este campo se ha rebajado la intensidad y la calidad del esnobismo. Hoy encontramos vestigios de esta corriente con el horizonte puesto en un programa televisivo: no se busca una imitación del buen porte del dandi o del uso del lenguaje sofisticado del intelectual más brillante ni en la estética barroca de la moda más desbordante de imaginación.

    En estos tiempos decadentes, el esnobismo se queda reducido a comprar ropa globalizada en tiendas franquiciadas, en leer productos editoriales de consumo fácil bien promocionados y que crean círculos de identidad en las redes, en aplaudir exposiciones desvencijadas y sin ningún poso, en dar vuelos a películas obsoletas o tardoclasicistas, en escuchar una música incidental llevada a los altares de la posmodernidad por su inconsistencia, bendecir el teatro más inane, más oscuro, menos incisivo, pero bien subvencionado y programado, buscar productos alimenticios con poderes mágicos sobre la salud en tiendas naturalistas con precios de capital petrolera y aparentar saber mucho de marcas de vino y muy poco de cepas y varietales.

    El quiosquero no quiere hablar de los hábitos de comida y de cocina porque eso ya se estudia en las facultades de mercadotecnia fractual. Así es como los snobs crecen y se convierten en una legión inabarcable. Dandi o no, el señor B dejó de entrar al quiosco. Nunca más se le vio el pelo. Todo lo contrario del señor A, que se acercó al día siguiente de la disputa y pidió perdón a mi amigo el quiosquero. Y le dio sus razonamientos, aunque “el jaleo, encima, lo provocó el otro”, sermonea el señor A, que al hablar se le mueve ligeramente el bigote, medio disculpándose: “Estos artistas y promotores culturales no sé quiénes se han creído que son para negarme la libertad de gastarme mi dinero como me dé la gana, para creer que pueden obligarme a que les pague, vía subvención directa o indirecta, su trabajo, me interese o no me interese. Las ayudas públicas que tanto el cine como el teatro reciben adulteran la libre competencia y niegan a los ciudadanos el derecho real de elegir cómo gastarse el dinero”.

    Sigue el sermón: “Un actor no es más importante que un cocinero, ni salir a cenar es menos cultural que ir al teatro. La cultura es una actividad económica como otra cualquiera y el trato especial que los artistas exigen por estar dando un supuesto servicio fundamental al pueblo llano es un engaño para vivir del cuento. Al parecer, el pretexto es que hay que educar al público. Hay que ser realmente arrogante. Hay que tener una jeta como un piano. El cine, el teatro o la música tienen que pasar por el aro como pasamos todos. Y artistas y promotores culturales tienen que competir aceptando el precio de las cosas como hombres, y no quejándose de todo y por todo, como señoritas aficionadas”.

    Y remata, con la carga de la brigada ligera o sin ella: “A estos chicos que tantas lecciones quieren darnos les conviene una cura de humildad. Que compitan en igualdad de condiciones –tan igualitaristas que se proclaman- y se mantengan con el dinero que sean capaces de ganar honradamente. Y si no les llega, que se dediquen a otra cosa, que ya vale de fracasados y mediocres con el insultante argumento de que, en el fondo, son unos genios y no les entendemos. La atrocidad y los estragos que los impuestos excesivos causan los soportan los artistas, claro que sí, pero también los fontaneros, los electricistas, los zapateros remendones, los del andamio, mi vecino del quinto o tú mismo”.

    El quiosco de mi amigo –que también es almacén de caramelos y juguetes- recibe el porte de varios cajones de baratijas para piñatas de una fábrica valenciana y se dispone a extender el talón por un valor de más de mil ochocientos cincuenta euros, ya sumado el dichoso ‘iva’ del veintiuno por ciento. El quiosquero, este mes, no irá al cine. Pero cualquier día de estos le invitaré a cenar a la taberna de Hermógenes. Y al contado.

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