Por María Dubón
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De un tiempo a esta parte los cambios que se están produciendo en el clima son observables por todos y no es preciso ser un científico especializado en la materia para darse cuenta de ello.
Lluvias intensas, sequías extremas, olas de calor, subida del nivel del mar, incendios devastadores, derretimiento de los glaciares… El código rojo se ha activado. Conocemos la causa del desastre que se avecina, las emisiones de gases de efecto invernadero de las actividades humanas son responsables de un calentamiento del planeta. Tenemos en nuestras manos la posibilidad de detener ese desastre: poner en marcha una reducción enérgica y duradera de las emisiones de dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero, pero ¿estamos por la labor?
En sectores ambientalistas ya se habla del Antropoceno, un nuevo periodo geológico marcado por las enormes alteraciones que los seres humanos provocamos en el planeta. Aunque la culpa no es de todos por igual. Solo los países más avanzados, esos en los que rige un capitalismo voraz y codicioso, agotan los recursos a un ritmo imposible de mantener. El resto produce una huella medioambiental aceptable. Es por esto que los geólogos no aceptan el término Antopoceno, ya que no todas las personas tenemos el mismo grado de responsabilidad.
Las eras geológicas no son cosa de cuatro días, sino de miles de años. La nuestra, la actual, ronda los doce mil años de antigüedad. Entrar en una nueva era significa que no saldremos vivos de esta y que el futuro no será mejor que el presente. También significa que aceptamos la derrota, que nos damos por vencidos, que no estamos dispuestos a asumir la urgencia de una transformación socioeconómica fundamental en el uso de la tierra y la energía.
Con un aumento de 2° C en la temperatura global, los niveles de tolerancia para la salud y la agricultura serán críticos. A eso nos acercamos y parece que no nos preocupa demasiado.
