Por Julio José Ordovás
Lo importante no es que Javier Macipe haya recuperado la figura de Mauricio Aznar, que también.
Lo importante es que Macipe ha resucitado su espíritu risueño e indomable. Que nadie, si es que todavía queda alguien que no ha visto ‘La estrella azul’, espere darse un baño de nostalgia noventera. La parte luminosa de la película es la argentina, y la parte sombría es la zaragozana.
Mauricio podía haber sido el rey de los rockers zaragozanos, pero en vez de seguir el camino fácil y hacer la Ruta 66, agarró su guitarra y se largó a Santiago del Estero, que es como Aragón pero en el culo del mundo, para limpiarse mental y musicalmente bebiendo en el manantial del folclore argentino. No voy ocultar que yo soy más de Más Birras que de Almagato, pero admiro su búsqueda de nuevos caminos expresivos, su valentía, su tozudez, tan similar a la de Santiago Auserón, otro espíritu indomable salido de Zaragoza.
Mauricio no quiso convertirse en un producto de la industria musical. Para él, la música no era un medio sino un modo de vida. Puede que en estos tiempos, en los que lo único que se persigue -también en el mundo de la creación- es la rentabilidad inmediata, no se entienda. Pero es por eso por lo que ‘La estrella azul’ tiene tanta fuerza. Hoy, el espíritu de contradicción de Mauricio resulta más subversivo que nunca.
Me dan mucha pena nuestros hijos, que, como lo tienen todo -o, al menos, todo lo material-, no tienen hambre. Mauricio tuvo desde niño hambre de música, y para saciarla se buscó la vida fuera de casa con amigos contagiados de la misma pasión y con la misma hambre, como Gabriel Sopeña. Cuántas horas de felicidad les debemos a esos dos chicos hambrientos del barrio de Casablanca.