Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano
Antes de desaparecer y sumir este rincón del universo en una noche perpetua y silenciosa como el sueño de un jubilado, la vida son pequeñas escenas costumbristas que sintetizan lo que sacude el mundo, como una película de autor pero con menos moralina.
O como aquella instantánea esencial del seminarista intentando detener un disparo de otro religioso, volando en vertical con la sotana. O como un borracho surrealista en la gran fiesta de sanfermines. O como una monja que pasea junto a una gallina. O como un campo sembrado de sardinas.
También como un obrero tomando café en la terraza de una tasca rodeado de rosales. O como una campesina que perfila una línea de pintura negra en el zaguán encalado de su casa. O como ese fotógrafo que pasa de mirar por la cámara a mirar al suelo para no darse una hostia. Como un amor que se acaba. La originalidad consiste en regresar al origen, en depurar la mirada lateral de un resabio académico. Escenas vistas en el escaparate ante el que nos detenemos distraídamente, hiperactivos, para meditar acerca de nuestra vida y la vida de los otros.
El quiosquero de la esquina, todas las mañanas del mundo, se prepara un café con mimo de ebanista japonés, utilizando un cachivache para moler el grano, otro para removerlo y un tercero para prensarlo. El café, purísimo, como si acabara de manar de la cascada de una selva virgen y colorida como un Gauguin, cae sobre una onza de chocolate colocada en perfecto equilibrio sobre el diámetro de la taza, de manufactura nórdica. Con la última gota caliente, la onza se termina de derretir y se precipita con elegancia sobre el líquido. Como la sed pega los labios.
Un tipo que parece un recio conquistador fuera de siglo, o acaso un veterano de Flandes sin arrepentir, confiesa al quiosquero que se está extinguiendo el placer culpable, concepto ‘viejuno’ que designaba todo aquello que hacíamos por deseo o pereza o molicie, y que no merecía ser compartido por eso de que una personalidad es también un misterio que se desvela de cortinas para adentro, o entre las sábanas, y que, desde luego, nadie regalaba. Pero la ecuación ha cambiado y, a fuerza de convertirnos en creadores de contenido, hemos terminado siendo contenido hasta cuando estamos tumbados en el sofá consumiendo el contenido de una persona que hace lo que, ay, tendríamos que estar haciendo.
Los amigos que tengas, y cuya amistad has puesto a prueba, engánchalos a tu alma con ganchos de acero. O eso le advertía Polonia a Hamlet. Y el quiosquero se lo recuerda a un individuo con gesto de cuartelillo, un poco jacobino, con la cara como enrejada en algún enfado. Ya Platón afirmaba que todo lo que existe tiene una causa y que sin causa nada puede existir. Las cosas no pasan por casualidad sino por causalidad. Todos sabemos qué hacer cuando es otro el que camina por el campo de minas porque somos unos sabios, unos sabiondos, unas marisabidillas. Cuando el pufo afecta al otro, nuestra mente es la de Einstein alumbrando ecuaciones. Si estuviésemos en el ajo, entonces contemplaríamos la tormenta aferrados al paraguas, resistiendo hasta agotar las fuerzas mientras justificábamos nuestra inocencia mediante alambiques verbales, excusas variadas y una menestra de muecas que tratan de evidenciar la inmensa decepción que sentimos.
Y el quiosquero, entre dimes y diretes, siente la marcha al otro barrio del último mohicano de la fotografía, Ramón Masats, el hombre con bigote de ballenero y cabeza de patricio asilvestrado, el artista riguroso e ingobernable, alto y corpulento, de melena blanca alborotada, que amplificó las fronteras del arte y dio impulso, cobijo y senda a una manera insólita (hasta entonces) de mirar, de retratar. Jugaban los seminaristas con sotana en el recreo a ser hombres libres y jugaba Masats, en plena dictadura, a desafiar los lugares comunes, todo aquello que debía estar atado y bien atado, como su sitio en el puesto familiar de venta de bacalao, inventándose un oficio que entonces prácticamente no existía, el de fotógrafo profesional. No existe mayor rasgo de libertad que ese: dedicarse a lo que a uno le gusta. Es lo más parecido a dominar el tiempo, como ese balón que se detiene, obediente, antes de caer.
España fue su estudio, la realidad española del franquismo, hambre y pobreza, un país con sabañones y noches de cuplé. También el país del sol con un gorro de periódico en la testa, donde los 600, la nevera y los planes de desarrollo dejaban atrás el aceite de ricino y el piojo verde. Un terruño de curas con sotana, de barrios paupérrimos, de farolas de cine negro, de procesiones y campamentos, de primeras ráfagas yeyés. Porque hay fealdades que son un tesoro y bellezas que son un basural. Salía de batida con una cámara Leica colgada al hombro y regresaba a casa con el cinto cargado de imágenes que han confeccionado nuestra educación sentimental antes y después de que los cimientos del Estado arraigaran en el humedal de la democracia.
Con curas o sin ellos, con café o sin él, a este arponero en la mejor tradición de Melville le debemos el mejor estudio de la personalidad de Buñuel, que ríanse ustedes de tanto especialista, esa España de ‘Viridiana’ que jamás pudiera soñar Galdós. Esa obra maestra en el tratamiento de la bondad y la perversión, en su aleación de lo terrible y lo poético, repleta de irreverencia y de naturalismo y de surrealismo y de humor negro y tragedia, es retratada por Masats -disparo va, disparo viene- en su rodaje, acaso para meditar acerca de la vida de los otros, los suyos, nosotros. El regreso al origen entendido como lo popular, más aún, la esencia de lo humano. Porque siempre estará una sotana volando. Y dos dedos rozando el balón. Y seis hombres que observan, expectantes, la sombra perfecta de un portero debajo de un aspirante a cura. Y un fotógrafo inmenso haciendo de red, capturando un instante cargado de belleza, misterio e ironía: un gol, el del seminarista a su compañero de fatigas.
O el ‘buñuelesco’ gol en volandas al mismísimo generalísimo de los cuarteles con la escena más impactante y cruda y divertida y santa y sacrílega (todo a la vez) de la que ha sido capaz el cine en toda su historia, esa cena de los mendigos ‘retratados’ -clic, clic, clic- con las faldas al aire por la pordiosera interpretada por la Gaos. Toda ‘Viridiana’ gira alrededor de la secuencia ebria y al borde del caos que vive su momento definitivo en la instantánea sacro-pagana de la última cena, siempre según la iconografía eterna de Da Vinci que organiza en grupos de tres a los apóstoles alrededor de un Cristo ahora ciego. La simplicidad, decía el maestro, es la máxima sofisticación. Porque si lo que vas a decir no es más bello que el silencio, no lo digas.
Enfrentarse a los grandes temas sin grandilocuencia, mirar con el soslayo de la ironía para decir lo que se piensa sin violentar a nadie. O viajar contra la nostalgia, porque, como en casi todo, los mejores recuerdos corresponden a los comienzos, cuando aún no sabemos todo lo que somos capaces de hacer. Buñuel y Masats. O Masats y Buñuel. Tal para cual: socarrones, bebedores, fumadores empedernidos, adictos a la letra impresa, reñidos con el adorno, silenciosos e intuitivos. Lo humano y lo divino. El pecado y la carne. Humo va, humo viene. Y como en el evangelio, cuando volvamos la vista diremos que esto empezó en el verbo. Hasta que el sol crezca tanto que evapore los océanos.
Agotada la experiencia, la intensidad, queda el bostezo, lo cotidiano, las horas muertas, lo doméstico, revestido de exotismo. ¿Y no es una aventura freír un huevo cuando no sabes ni lo que es una gallina? El amor, dice el quiosquero de la esquina, está lejos del arte. Hace falta tiempo y ser Rosales para decir: “Ahora que estamos juntos como la sed pega los labios”…