La prueba del diablo / Guillermo Fatás

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Por Guillermo Fatás.
Catedrático de Historia Antigua de la Universidad de Zaragoza
Asesor editorial del Heraldo de Aragón

     Pedir que se pruebe algo que, por naturaleza, no puede ser demostrado tiene nombre en nuestra cultura: “probatio diabólica”, la prueba del diablo. Contra ella acabó Occidente por adoptar el principio general –en derecho, pero no únicamente- de que la carga de la prueba corresponde a quien acusa. Es un buen apoyo de otro principio igualmente justo y vigente, el de la presunción de inocencia.
“Prueba de que no existe el diablo”

    En tiempos pasados, se exigía a menudo la prueba negativa: alguien debía probar que no era algo, un algo considerado vitanda, repulsivo y merecedor de sanción, según las costumbres de la época: prueba que no eres bruja, o que no practicas en secreto el judaísmo, demuestra que el diablo no existe y así creeremos que no tienes tratos con él, etc.

     El abominable Estado Islámico lo hace hoy con los musulmanes, con los musulmanes tibios y con los malos musulmanes: prueba que no lo eres o te degüello. Aman la “probatio diabólica”. Y, ya que la mayoría de los seres humanos está potencialmente condenada a la degollina al no practicar el islam a modo de estos fanáticos, procede acabar con ellos lo antes posible, a pesar de las aprensiones del papa Beroglio y de los remilgos patrióticos de Iglesias Turrón, opuesto a que España actúe con sus aliados de la OTAN. Si defienden la prueba del diablo, son mala gente.
Dialécticamente, si alguien logra arrinconar al contrincante en una “probatio diabólica”, está cerca del triunfo, pues suele parecer un argumento eficaz: así, es imposible probar la total inocuidad y falta de riesgo de ciertas iniciativas –políticas, legislativas, técnicas-, ya que nadie puede garantizar al ciento por ciento la absoluta seguridad de una presa fluvial, de una instalación eléctrica, de un nuevo fármaco legal, etc. Exigirlo es pedir imposibles y, en rigor, conduce a la inacción. Pero en el debate público, e incluso en el académico, puede resultar convincente.

La “Nova Historia”

     Los “nuevos” historiadores catalanes –que son más ruidosos que rigurosos- pretenden en los últimos años una porción de cosas con las que solamente ellos están de acuerdo, mientras que el gran y acreditado núcleo de historiadores profesionales que estudian Cataluña, sean o no de esa región, se niega a hacerse eco de tantas pretensiones descabelladas o prendidas con precarios alfileres.

     La ventaja argumental de estos activos grupos nace de una “probatio diabólica”: “¿Cómo quieres pruebas de lo que digo, si durante siglos las ha venido destruyendo “España”, con la ayuda de Francia, el Vaticano y otros poderes catalanófobos?”, viene a decir. “Pruébame que no es verdad”.

     Este axioma tiene dos rasgos que le añaden valor mediático. En primer lugar, es victimista y, por ello, consolador y aclaratorio: ya sé lo que ocurre y, además, quién es el culpable. En segundo, es de signo conspiratorio, lo que garantiza el éxito ante una porción de público predispuesto –y, en general, incompetente-, ya se trate de templarios, de “illuminati”, de la conjura reptiliana o del grupo Bilderberg.

     La argucia es vieja conocida en el gremio de los historiadores: “la falta de pruebas es la mejor prueba de que se destruyeron las pruebas”. Y, puesto que no es posible aportarlas, fuerza es moverse por los fangosos territorios de la sospecha, el indicio y la “intuición”.

    El tipo más notable de todos estos, que firma Jordi Bilbeny (su primer apellido es Alsina), identificó a Colón con un Joan Colom Bertrán. Solo que este murió años antes del Descubrimiento. (De no haber muerto, habría vuelto de su cuarto viaje ya octogenario y sin que nadie observara la rara circunstancia).

      Esto no es discutir si Colón fue o no de linaje catalán, lo que no sería raro en absoluto, sino señalar que la “Nova Historia” no se detiene en minucias. El primer viaje colombino salió de Pals, en el Ampurdán (no de Palos de Moguer), aunque no consta que hubiese allí puerto adecuado. Pero conviene.

     Al calor del independentismo todo vale para “fer país”; incluso pasar al otro la carga de la prueba… del diablo: “Pruébame que no se destruyeron las pruebas que me gustaría encontrar y que no encuentro”. El truco surte gran efecto en los adeptos y en quienes no acaban de creerse la ceguera, hija del entusiasmo apostólico, de estos profetas, cuyo celo les exime de los requisitos del buen método, porque su sagrada causa lo vale.
También por aquí cerca

     No hay, empero, que salir de casa para ver gestos identitarios, aunque no tantos. Esta semana, un político conservador, tras proclamarse “jotero y vaquillero”, consideró la posibilidad de traer los documentos que se refieren a Aragón guardados en el Archivo barcelonés de la Corona (quizá ignore que era de los reyes y no del reino). Y una propuesta nacionalista reciente considera derecho “histórico” de Aragón tener por himno el “Canto a la libertad” de Labordeta. Se ve que con tantos amigos de la historia no habría modo de entenderse.

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