Diputaciones insostenibles / José Luis Bermejo Latre

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Por José Luis Bermejo Latre
Profesor de Derecho administrativo de la Universidad de Zaragoza

    Refiere Sosa Wagner (reciente víctima de la vileza y el sectarismo político patrios) cómo en las Sonatas de Valle Inclán hay un pasaje en el que el marqués de Bradomín se pregunta para qué sirven precisamente las diputaciones provinciales. Siglo y decenio después, esta vez ya fuera de la novela, ahí seguimos.
     Son incontables las mutaciones orgánicas y funcionales que han padecido las diputaciones desde su creación en 1812, hasta su actual configuración, la cual entronca a la legislación local de los años cincuenta del siglo XX –o sea, “cuando Franco”-. Según nuestra vigente Constitución, las diputaciones provinciales son administraciones locales necesarias, vicarias de unos entes –las provincias- formados por la agrupación -territorial y forzosa- de municipios. Su tarea, la cooperación y asistencia a los municipios, además de la garantía de sus servicios y competencias en vía subsidiaria.
Las diputaciones provinciales son, en realidad, Administraciones para otras Administraciones. Son distribuidoras mayoristas de recursos ajenos (estatales) en el territorio a través de los planes provinciales de equipamiento e infraestructuras, y se expresan con naturalidad en el lenguaje de la subvención. Conceptos tales como la “economía de escala”, la “autonomía” y la “subsidiariedad” les dotan de fundamento jurídico y hacendístico. Los que no están tan claros son sus fundamentos social y político, a la vista de los vilipendios que vienen sufriendo estas instituciones desde principios de los 80 del siglo XX. No obstante, cuanto más sonoro el clamor por su supresión, mayor el refuerzo legal recabado. Precisamente, en la encomienda de la garantía de las competencias y servicios municipales acaba de insistir recientemente la Ley 27/2013 de reforma y sostenibilidad de la Administración local, que ofrece un nuevo argumento para el sostenimiento de las diputaciones provinciales.
    La Ley 27/2013 retorna en cierto modo a la provincia a su original condición de división territorial para el cumplimiento de las actividades del Estado, en este caso para la supervisión y control de la prestación de servicios municipales con el fin de reducir el coste efectivo de éstos. Con la pretensión de hacer sostenibles a los municipios (la inmensa mayoría lo son, de tan magros y enjutos), esta ley erige a las diputaciones provinciales en sostenedoras de sus servicios allí donde los costes efectivo incurridos por los municipios superen a los soportados por las diputaciones provinciales en los servicios coordinados o prestados por ella. En esos casos, los servicios municipales quedarían “provincializados” mediante fórmulas de prestación unificada o supramunicipal, que permitan reducir los costes efectivos.
    Cualquiera que conozca las diputaciones provinciales sabe de lo ilusorio de este propósito. Ni están pensadas para prestar estos servicios “devueltos” (los externalizarán a buen seguro), ni cuentan con medios para ello, ni está previsto que sean dotados. Otro dato que se omite con carácter general es que sostener las provincias y sus diputaciones son, llanamente, prescindibles. Las provincias y sus diputaciones, y tal como se configuran hoy, son perfectamente sustituibles en el panorama de las Administraciones públicas españolas. Nada aportan que no puedan lograr los propios municipios recurriendo a fórmulas –siempre voluntarias- asociativas ad casum (las mancomunidades de gestión) o generales (véanse las federaciones estatal y autonómicas de entes locales, al amparo de la legislación civil, la que mejor integra a estos efectos los factores de individualidad y colectividad). Nada hacen que no puedan hacer las Comunidades Autónomas, bien por sí mismas, bien recurriendo a la adopción de delimitaciones territoriales (no serían necesaria su personificación, pero lo aceptaremos si está razonablemente dispuesta).
     Mientras social y mediáticamente va aclarándose el hecho de la abundancia de las diputaciones provinciales, los responsables políticos y los académicos siguen hoy cuestionando el papel actual y potencial que debe jugar la provincia en nuestro sistema y en nuestro Derecho local. La fortificación del provincialismo se debe a un séquito de interesados y afectos que ni siquiera moran en los nichos provinciales. No son las menudas canongías provinciales entregadas a contados concejales electos las que justifican, hoy como ayer, el sostenimiento de provincias y diputaciones. La clave de la bóveda de la arquitectura provincial sostiene otro edificio de más altura y extensión: nada menos que el sistema de democracia representativa en su conjunto. Mientras los partidos políticos deban componer sus listas electorales (generales y autonómicas) sobre la base de una circunscripción provincial, la ocupación de las diputaciones provinciales será objetivo estratégico.
    Es posible y deseable suprimir provincias y diputaciones. La función cooperativa, supra o intermunicipal, puede ser reconocida a los propios municipios o reubicada en sede autonómica. No les hace falta un gobierno intermedio a los pequeños y medianos municipios, si siquiera una Administración intermedia, como mucho, un negociado. En todo caso, si se considera oportuna la existencia de niveles intermedios de gobierno local, sean éstos recreados por cada Comunidad Autónoma de la mejor manera, en función de las necesidades o circunstancias propias.

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