Por Eugenio Mateo
Todos llevamos con nosotros un cementerio de recuerdos, sarcófagos de emociones y osarios de desencantos. Una carga que pesa, incluso asfixia con un dolor que persiste al paso del tiempo. La memoria duele en las ausencias, clasificándolas aun habiéndose difuminado sus contornos, como hitos intangibles de un código asumido. Florece en la evocación de un pasado indulgente. Se remansa en océanos de recuerdos que todavía son capaces de hacernos sonreír. La capacidad de recordar es el legado primigenio para no olvidar los orígenes, por eso la memoria es sólo notaria de la vida y su efecto, constatación exacta de lo que vivimos.
Sin embargo, la memoria duele. A veces sufrimos de añoranza por tiempos mejores con todo su bagaje. En otras, el dolor se tiñe de fracasos y traiciones, de desengaños con posos de rencor oxidado. En todas, la pérdida irremplazable del pasado deja un hálito de vacío tras nosotros. El rastro del recuerdo recorre caminos de vuelta en un paso atrás para afirmar antiguas negaciones, encontrar los mojones de la ruta de ida, apoyarse en la tapia invisible del tiempo sin hacerla añicos. Duele recordar cuando el recuerdo nunca se ha ido de las cosas que quisimos para siempre y duele el olvido voluntario de lo que queremos en un presente.
Pretender que la memoria sea neutral es imposible porque la vida tampoco lo es y en esa beligerancia entre el ayer y el hoy las chispas que saltan en el cruce de los filos neuronales acaban prendiendo los fuegos de las emociones a flor de piel que se avivan al primer soplo. Es inútil quedarse al margen cuando se forma parte de los hechos, como también lo es ignorarlos. El intento de olvidar lo inolvidable forma parte del cortejo de nuestras vanidades, que como en la fábula creen estar vestidas cuando en realidad van desnudas. Somos memoria y seguimos vivos recordando que somos contradicción. Vuelve el dolor ante la renuncia de los principios que juramos mantener, de los convencimientos que con el tiempo se herrumbran y parece no importar que la palabra olvide su sentido como si nada mereciera la pena. La memoria exige lealtad a sí misma para no convertirse en desmemoria, peligrosa tendencia que la narcotiza con humo de modorra.
Los desmemoriados caen fácilmente en la trampa de la autocomplacencia, así, los vemos transitar en formaciones obstinadas en negar lo evidente, ajenos a lo cierto de los propios recuerdos, decidiendo qué es lo conveniente de olvidar adrede. Practican la manipulación y con ello hieren la memoria, que se duele, de nuevo, como si no fuese posible hurtar al frío corte del cuchillo cada certeza que despunta. Creo firmemente en la memoria de los peces en contra de lo que se dice y desconfío de la mía cuando se convierte en coto privado de mis olvidos. Intento recordar mis desmemorias en un ejercicio de funambulismo y me duele el golpe contra el muro. Hay un antes que se esconde tras una cortina de humo escamoteando mi propiedad intelectual -sólo mía, mis secretos, cosas, pero razones que me recuerdan a mi mismo- y un después carente de sentido. Es la conexión, aunque fallida, con la tabla de salvación y entre tanto recuerdo inútil sólo aspiro a recordar lo importante. No quiero ser de los que son capaces de almacenar tanta información como dice Sagan que podemos, más bien sortear, como un niño en los charcos, tantos recuerdos que duelen.
Corren paralelas las memorias recientes, muchas veces se cruzan entre sí dejando al descubierto heridas sin cerrar y cuentas pendientes. En estos encuentros la sincronización de recuerdos llega saturada de malas vibraciones: un amor imposible, una afrenta sobredimensionada, una duda razonada, una deuda sin satisfacer, quizá tan sólo un malentendido. Con ellas viaja el dolor aunque se tiña de cólera justiciera; el mismo sabor de hiel que rezuma por los dientes y la memoria escarbando en el cerebro con una azada de acero. Es la memoria de los vivos la que duele más cuando recuerdas que ellos olvidan con la misma desfachatez que tú lo haces en un intento de escapar de lo preciso. No deja de ser una ironía que precisamente sean estos casos los que no elimine la memoria selectiva. Acumulamos así una sobrecarga negativa, un exceso de megabytes contaminados y si como dice la teoría nuestro cerebro tiende a eliminar los recuerdos que duelen, puede que en el fondo seamos masoquistas.
No voy a exigir a mi memoria a estas alturas el rigor que tuvo pero no me resigno al cloroformo. Mis recuerdos dormitan cuando no los necesito pero a veces acuden sin haber sido invocados a dar la ronda por mi contorno subterráneo y comprobar que mantiene los anclajes. Viajan por paisajes recorridos, hablan de rostros familiares, releen fragmentos del pasado. Son libres, pero su mensaje tiene el dolor de la lejanía. Todos los recuerdos guardan el mismo final inacabado que nos sitúa cada vez más lejos del punto de partida.
¿Por qué nos duele la memoria? / Eugenio Mateo
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