Desde mi carpa: Los payasos (1ª parte de la serie ‘Números habituales en el circo’)


Por Germán Oppelli 

  El payaso es, sin duda, el símbolo más representativo del circo. Decir circo es decir payasos y decir payasos es decir circo.

    A los payasos que nunca han actuado en una carpa se les denomina “payasos de agua dulce”. De la pareja es el payaso propiamente dicho aquel que tiene pintada su cara de blanco, el del sombrero en forma de cono, el “listo”. El augusto es el otro, el de la nariz roja, amplios pantalones y zapatos grandes, o sea, el “tonto”.

  Esta equivocación del público al identificar la figura del payaso con el segundo personaje es tan usual que hasta gran parte de los medios de comunicación incurren en ella. Aclarado queda. Con el paso de los años, y en lenguaje circense, se llama ‘clown’ al enharinado  y augusto al compañero. Y a los dos simplemente payasos.

  Los payasos van a salir a la pista. La alegría invade el ambiente. Ríen los niños. Sonríen, satisfechos, los mayores. Pero… ¿qué ocurre en la trastienda? Ya están los instrumentos musicales perfectamente afinados, los utensilios de las parodias preparados… Y a una leve insinuación del augusto, el clown con paso airoso sale del control. Va a empezar la fantasía. Porque de lo que no puede faltar en el circo… no hacen falta las palabras.

 Se necesita una buena puesta física para que el número sea dinámico y así mantener la atención del público intacta. La más leve distracción puede ser fatal para la actuación. Y hay varias clases. A la clásica pareja –o grupos de tres o cuatro- se les denomina “payaso de entrada”. Son los principales. También están los payasos de “soirée”, que son los que entretienen al público en los intermedios. Igualmente pueden ser mímicos y los que entablan “lenguaje” con instrumentos musicales, con notas graves o agudas como extremos. Los payasos de “entrada” tienen que ser forzosamente musicales. El público, soberano, espera ese pasodoble con fandanguillo, con saxofones, trompetas, acordeones, clarinetes…

  A veces, salen a la pista a actuar con dramas íntimos, muertes recientes (o en el mismo día), problemas familiares o personales, enfermedades… No, querido lector, no es literatura barata. El arriba firmante sabe bastante de ello. El público, por supuesto, no lo nota. No tiene, en efecto, por qué notarlo.

  La máxima categoría de un payaso es llegar a ser internacional. Es difícil. Otro idioma. Otra forma de entender la comicidad. En España ha habido bastantes que han triunfado fuera de nuestras fronteras: Charlie Rivers, los Rudy-Llata, Pompof y Thedy, los Barraceta… Dos aragoneses lo lograron en mayor o menor medida: el jaqués Marceline lo hizo principalmente en Londres y Nueva York, y el zaragozano Charlie Bank también tuvo su éxito, aunque no tan contundente como el oscense.

  Ambos murieron de forma trágica. El primero no pudo resistir el fracaso que lo acompañó en sus últimos años y se suicidó en Nueva York.  Por su parte, y actuando en el Coliseo de Lisboa, Charlie Bank sintió un fuerte dolor en el abdomen y murió en la pista entre la hilaridad del público, que pensaba que aquellos aspavientos formaban parte de la parodia. ¡Coño con los paisanos! Toco madera.

  En nuestra nación, los referentes durante años fueron los hermanos Tonetti. Fueron innovadores dentro de los payasos habladores, sus parodias eran originales, llenas de alegría y satíricas con la situación del momento. Siempre tenían el Circo Atlas lleno a rebosar. Era tal su popularidad que siempre he pensado que si hubieran actuado ellos solos igualmente hubieran llenado.

  Como a muchos compañeros, de pronto dejaron de interesar, sin saber el motivo. Pero todo se juntó: el fallecimiento de su hijo Víctor en carretera, la trágica muerte de su hermano Nolo (el cariblanco) y, finalmente, los dichosos problemas monetarios que no ayudaron precisamente a remontar la situación.

  Cordiales saludos.

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