Por José Joaquín Beeme
¿Qué me lleva tras los pasos, desesperados y finales, de Caravaggio, a esas callejas de Puerto Hércules arracimadas en torno al fortín español?
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
Hambreó su mirada en esta Lombardía que sufro por su antropización extrema, en sus caminos y fondas de cuando era apenas campo abierto y aldeas polentonas, bruma y canales, aprendiendo jetas y gestos, sombras de taberna y arrugas torvas de fatiga. La Roma de los cardenales exquisitos y delicuescentes le abrió luego las puertas de sus palacios, también sus tugurios de espada fácil. Erró entonces por Nápoles, Malta, Siracusa, Palermo, y en todos esos lugares urgentes este Miguel Ángel sombrío (rebelde en fuga como Lotto, y como él arrancado de siglos de olvido) dejó una pieza de asombroso naturalismo que no sólo anticipa sino que atraviesa el tiempo. A mi vuelta y a su sugerencia del amigo Fredy, que enseña a amar a Dante y Monteverdi en la Mary Washington de Virginia, devoro la serie documental que Tomaso Montanari ha dedicado en la RAI al maldito milanés, pegada casi a su aliento perdulario, a ese aroma canalla que embrujó a Jarman. La verdad de los cuerpos, la carnalidad de la vida horra de trascendencia, incluso la comparecencia principal del animal de fraterna mirada, están en esta indagación desmitificadora, y quizá por eso más fascinante, del lado de la historia crítica del arte. Me acuerdo de los riberescos Pablo y Pedro en Santa Maria del Popolo, adonde los compadres de la Academia de España iban a arrobarse, distantes años luz de aquella tenebrosa maestría, y hasta en mi pueblo hay un mural con el manoseado muchacho del cesto de frutas (original en la Galería Borghese), obra de un grafitero que ha hecho del Merisi su especialidad llenando hastiales y pilastras de puentes. Pero sólo rodeando la península Argentaria, cruzando una y otra vez los tómbolos que cortan la laguna de Orbetello, caminando como Cristo por las someras aguas de la playa Feniglia, entra uno en el espíritu de aquel artista ingobernable que, con el terror del perseguido, puesto precio a su cabeza (las representó cercenadas, a veces posando él mismo, de modo obsesivo), vino aquí a echar su último aliento.