Italia: Paparazzópolis

 
Por José Joaquín Beeme
    Asoma sin pudor en canciones de los Beatles, Jethro Tull, Michael Jackson, Marilyn Manson, The Cranberries o Lady Gaga, y el vitriólico Jacovitti, en su álbum Pippo en las antípodas, sigue las aventuras de Giuseppone y Giorgione Paparazzo, dos mineros italianos por tierras australianas.

 

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

     Porque los “paparazzi” han colonizado, desde los años 60, la cultura pop occidental y, en particular, su extremo más entrometido e insidioso.

 
    Ésta es una guía sabrosa para cinéfilos que hayan contraído, como yo, un apetito desordenado por los manjares lingüísticos. Más de uno conocerá el origen del término “paparazzi”, de curso legal entre nosotros aun si la Academia lo define en cursiva denunciando su deuda con La dolce vita (1960) de Fellini, donde un fotorreportero de la gauche divineromana atendía por ese nombre.
 
     Que es un apellido calabrés, acaso de raíz griega (con el posible significado de “cura sastre”) o latina vulgar (“patejo”), en torno al cual pululan innumerables anécdotas. En las entregas onomásticas de la revista Treccani, órgano del homónimo instituto en cuyo diccionario me abrevo y cuyos cuadernos embadurno, aprendo que en la parodia de Totò y Peppino De Filippo, rodada un año después para resarcirse de los costosos decorados levantados en Cinecittà, la palabra todavía se trabucaba con materazzi (algo así como “colshones”).
 
    Fue el guionista Ennio Flaiano quien la aportó al set felliniano, recordando haber leído en el diario de viaje de George R. Gissing, novelista victoriano del XIX, de un tal Coriolano Paparazzo, propietario del hotel Central de Catanzaro (ciudad del empeine de la bota itálica que llegó a instituir un premio Paparazzo di fotografía), que allá por 1897 invitaba en las puertas de las habitaciones a disfrutar de la cocina de la casa sin aventurarse en los restaurantes de la competencia (cfr. By the Ionian sea. Rambles in Southern Italy1901).
 
     No tardó Fellini en añadir sus propias etimologías fantásticas: la onomatopeya (pa-pa-raz) de una concha abriendo y cerrando sus valvas (y paparazzo es almeja en los Abruzos), o de un flash fotográfico; el dialecto de Emilia-Romaña que permitió también bautizar a Mastroianni como Snàporaz (t-ci snà un puràz: eres sólo un pobrete) y catapultarlo a La ciudad de las mujeres o, con las sensuales tintas de Milo Manara, a un Viaje a Tulum; el remoquete de Giulietta Masina para los fotógrafos pelmazos: pappataci-ragazzi, chicos-mosquito; el sobrenombre de un compañero suyo de primaria en Rímini; el zumbante pappatacio (para nosotros jején o mosca de arena, Phlebotomus papatasi) que propuso en las páginas de Time
 
    Pero aquel nombre de fotógrafo de asalto, sabueso a caza de noticias frívolas o mundanas (Walter Santesso, actor paduano, agotaba sus carretes en aquella vía Véneto de cartón-piedra), se ha internacionalizado en todas las lenguas, al punto de convertirse en símbolo de italianidad, con múltiples y continuas variaciones que, castellanizadas, podrían acuñarse como paparazzismo, paparazzada, paparazzería, paparazzitud, paparazzofobia, superpaparazzo, protopaparazzo, paparazzita, paparazzar, paparazzable, paparazzista, postpaparazzismo... Sin descuidar un más que apropiado titular trabalenguas: “Paparazzo paparazzado mientras paparazzaba”. En Chile (Diccionario de americanismos, actualizado en 2010) ya emplean “paparazear” para designar el oficio / acoso de ciertos profesionales de la prensa rosa, y el Panhispánico de dudas propone que el palabro intruso se incorpore definitivamente y en redonda como paparazi, con su plural paparazis, a nuestro acervo audiovisual.
 
    Bienvenidos, pues, a esta Paparazzópolis global en que todos somos, por activa o por pasiva, carne de mirón.