Por José Joaquín Beeme
Lombardía carece de mar, pero a D’Annunzio la colina boscosa de Castiglione Olona se le antojó isla batida por la tramontana, y la emparentó con la Toscana por su insólita traza renacentista en unos nortes más bien gotizantes.
Todo obra del cardenal Branda Castiglioni, un rico milanés que ejerció de jurisconsulto y diplomático, además de mecenas, erigiendo su ideal humanista en esa ciudad varesina donde, casi centenario, fue a echar los huesos. En su centro y cumbre, lugar hoy de ferias del anticuariado y de conciertos con música de Händel o Monteverdi, se yergue su palacio patricio y una coqueta colegiata, instituida por bula papal (este año redondea seis siglos de su consagración), que custodia una cripta con su tesoro, un colorido baptisterio, una iglesia con estancia oculta en su bóveda y el sarcófago pétreo del fundador, alumbrado por un bizarro candelabro de forja flamenca, accionado mediante un torno, que figura a san Miguel matador de dragones requerido por cuitada doncella.
Nuncio apostólico por gracia de su benefactor, Bonifacio IX, Castiglioni desarrolló sus buenos oficios en la corte de Segismundo de Luxemburgo, emperador de Hungría, y de allí se trajo al pintor Masolino da Panicale, que la historiografía está reivindicando a la altura de su colega Masaccio. A caballo entre el gótico internacional y el renacimiento florentino, osaba pronunciadas perspectivas arquitectónicas, hasta delirantes en su extrema torsión hacia el fondo y hacia lo alto. Suyas son, con el concurso de sus ayudantes (el florentino Paolo Schiavo y el sienés Lorenzo di Pietro, alias Viejales), las secuencias de frescos del altar mayor, con los sucesivos estadios virginales, y del baptisterio, que representa el ciclo de vida y muerte de san Juan Bautista. Una novela gráfica, a nuestros ojos, de audaces combinaciones cromáticas: ¡ese sombrear al modo impresionista!
Erosionados hasta la sinopia en su cara norte, expuesta al río Olona, las pinturas murales del bautisterio muestran, al pie del banquete de Herodes, cientos de escarbaduras e incisiones de todas las épocas, manía grafitera o marcaje como de orina de animal en celo, pero fuente de noticias de popular marginalia. Todo bajo la vigilante mirada de un Cristo semidesnudo, bañado por las rizadas aguas del Jordán con que el Bautista le unge y cuyos torneados músculos erizan el verbo de la entregada guía del arzobispado.
En la tasca ubicada en las antiguas caballerizas, al gaznate un Merlot de las vides del castro, reflexiono sobre los oasis, más que islas, de un pasado que emerge, como delgadas voces de una grabación perdida, en nuestro presente fosco y desabrido, y que posiblemente lo redimen con un poco de imaginación transhistórica. Y me vienen a la memoria unas palabras del famoso poeta de los ocasos: “I gigli mandano un profumo acutissimo spirando”.
Fundación del Garabato
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