Italia: Nadie abrazó a Max


Por José Joaquín Beeme

      Llegamos al puerto de Trieste una tarde brumosa, hotel Savoia Excelsior, en medio del campeonato internacional de ajedrez que se desarrolla en sus mullidas salas de remoto esplendor.

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

     Nos damos los pertinentes abrazos callejeros con el trío calavera de la escritura neurasténica: Joyce, Svevo, Saba, los tres efigiados a escala humana bajo el cielo plomizo de la vieja ciudad austrina. Cobramos familiaridad con la rizada fauna alucinada de Antonio Ligabue en palacio Revoltella, su moto Guzzi —una de las muchas que acumuló en su hambre de ex pobre de solemnidad— restallando su rojo fuego en lo alto de su tropezada biografía. Subimos al castillo de San Giusto, desolado bastión que domina la bahía como un ufo milenario, para celebrar los 60 años del festival de cine y fantaciencia. Y comprendemos, en fin, el porqué de la riqueza triestina, sus tráficos marítimos entre el Mediterráneo y el Mar Rojo conectados por el canal de Suez que el propio barón Revoltella financió.

     Pero es en el castillo de Miramar con su hermoso y andariego parque colgado sobre el Adriático donde nos entramos en la aciaga suerte del emperador que lo tuvo todo, en la vieja y fastuosa Europa, y perdió hasta la camisa yéndose a gobernar a los revoltosos mexicanos. Triste Maximiliano de Habsburgo-Iturbide, archiduque acribillado, contraalmirante embarrado en sangre y disentería, virrey lombardo-véneto apeado de su «trono de cactus». Todavía campea el lema de su catastrófico Segundo Imperio, «Equidad en la justicia», sobre el carmín rabioso de los damascos que tapizan los salones. Y sus piñas de la abundancia, su ancla coronada, la corona escoltada por dos grifos, la doble M de su aventura intercontinental (Maximiliano-México) que también tenía por emblema a un águila embocando a una serpiente, armas imperiales de México junto a las de las casas reales de Bélgica y Saboya-Aosta.

    Criado en las mieles de Schönbrunn y Hofburg, había ya recorrido Italia en su adolescencia, bajo la tutela del mariscal Radetzky, pero acabó en Trieste apartado por su hermano Francisco José (el bigotudo Franzi que aborreció la almibarada Sisí) para hacerle olvidar unos amores no a la altura de su alcurnia, pero también por fríos cálculos sucesorios. Todavía hoy una gran estatua, alborotada de palomas frente a los restaurantes Eataly, le muestra —verdastro casi negro— como jefe supremo de la Armada austriaca. 

   Par de Franz-Joseph, Leopold, Ludwig, Wilhelm, Vittorio Emanuele, Isabel, Alexandr, Carl, este electus Mexicanorum imperator aceptó la corona azteca, con algún escrúpulo, de una diputación de notables que buscaban un «príncipe católico» carente de trono y resuelto a abrogar las leyes liberales de la Reforma. A pesar de que el bueno del káiser, cortándole la retirada, le forzó a renunciar a cualquier aspiración dinástica y patrimonial en la monarquía vienesa, a México se embarcó en larga y tormentosa travesía de la fragata Novara, la misma que había patrocinado para circunvalar el mundo, con las bendiciones papales y disponiendo con minucia, junto a su esposa Carlota de Bélgica, la etiqueta de la nueva corte americana, presumiendo un favor popular (pidió un referéndum) del que carecían y escoltado en todo momento por las tropas francesas de su valedor Napoleón III, en lucha contra la guerrilla de Juárez, que pronto habrían de retirarse. Contrariando a sus sostenedores, impulsó muchas medidas que no habrían disgustado a sus enemigos republicanos: extendió el voto y promovió la reforma agraria, la libertad de cultos y hasta una desamortización de bienes eclesiásticos, suprimió la tortura y mejoró el trabajo esclavo de los indios, creó el museo de historia natural y hasta aprendió (en su ristra de idiomas estaban los ibéricos) el náhuatl, lengua a la que hizo traducir sus decretos.

    Fueron tres años de precario poder, atrayendo incluso a granjeros prusianos al Yucatán (colonia Carlota) y a Veracruz confederados derrotados en la guerra de Secesión. La inestabilidad política y el cerco de una guerra siempre encendida le llevaron al borde de la abdicación, faltos los apoyos europeos que Carlota fue a implorar desesperadamente y que le minaron la salud mental, para nunca más volver. Pero lo que no hicieron las balas húngaras en la rebelión de 1849, que había reprimido a sangre y fuego, lo hicieron los juaristas, que jamás le quisieron (y en esto les apoyaban los gringos, fieles a la doctrina Monroe) y padecieron desde luego sus ejecuciones punitivas, y por fin le asediaron en Santiago de Querétaro para terminar, tras formarle consejo de guerra, fusilándole con 34 años en el Cerro de las Campanas. Ni su propio hermano ni Garibaldi le salvaron, ni Isabel II ni Dickens con sus peticiones de clemencia. Hoy una capilla en el mismo parque de la balacera fatal le recuerda, mientras un féretro, en la cripta de los capuchinos de Viena, contiene su cuerpo chapuceramente embalsamado, con barba de pega y ojos de virgen negra. 

    En tanto Carlotta, que figura en Miramar retratada en diversas edades, le sobrevivió 60 años, de castillo en castillo, como una Juana la Loca en trance de descomposición. Verdadera gobernante, según el novelista Fernando del Paso (Noticias del Imperio), cuando Max escapaba a Cuernavaca en busca de mariposas y amantes, rememoraría en su exilio desnortado aquel yate Fantasía que surcaba muellemente el Adriático, la abadía benedictina con sus naranjos en su isla Lacroma, los paisajes que ensayó al óleo y aquel piano donde interpretaba a Schubert y a Beethoven, las láminas botánicas de Redouté y Thory en alguno de los 7.000 volúmenes de su biblioteca, las poesías que, lánguida y preñada de risueños horizontes, rimaba en su bañera de agua de mar.

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