Raffaele Pisu nos espera en su casa de Imola y se pone de nuevo ante la cámara para contarnos, un cigarrillo tras otro y siempre el humor a gala, su deportación al campo de trabajo de Neuengamme, de donde escapó en peripecia semejante a la que narra Primo Levi en La tregua, pero también su ultimísima película, que ha dirigido su hijo Antonio y producido la Genoma Films de Paolo Rossi, otro hijo que de repente le ha comparecido a sus 91 años: Nobili bugie, y el regalo de asistir a su preestreno me engolosina como a un niño, es una comedia negra alla bolognese donde comparte cartel con una Claudia Cardinale señorona y gloriaswanson y un Giancarlo Giannini avieso y gansteril, entre judíos en fuga, partisanos garibaldinos y aristocrática mansión de monipodio. Como buen romañol, Rossi abre programa en las salas con un corto igualmente comprometido, sobre el entrenador de fútbol Arpad Weisz, húngaro depurado por las leyes antisemitas que le condujeron, desde Bolonia, hasta Auschwitz. En la suave campiña de Castel San Pietro Terme, luego, viñas que se abren paso entre barranqueras que el sol lame hacia Toscana, pienso en la energía que aún libera Raffaele, en sus ojos vivarachos y su don fabulador, que todavía hoy le procura una butaca televisiva, y envidio su biografía libre y aventurera, entre Roma y Milán y su propia ciudad (que fuera de Pasolini o de su amigo Dalla), cuando los cómicos no eran mercancía sino genio y figura, amigos antes que rivales, que, viviendo la vida a tragos, asumían el riesgo del arte sin etiquetas ni dividendos.