Italia: Belleza mortal y rosa


Por José Joaquín Beeme

      Tadzio ha muerto. O mejor, empezó a morir en el Lido de Venecia, a los 15 años, cuando Visconti le dirigió en su reinvención de Muerte en Venecia. Tal vez un caso más de persona devorada por su personaje, aun si nunca persiguió el personaje, que le llegó por inducción.

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

     Un documental, premiado en Sundance, descubre en el larguirucho anciano Björn Andrésen, que gasta aires de jipi trasnochado o de dios-padre de la mitología escandinava, al adolescente incurable que llevó aquella máscara de por vida, etiquetado de guapo ideal e icono gay a su pesar. Arrastrado por una abuela tan ambiciosa como la Magnani de Bellissima, llegó a su primer rodaje traumatizado por el suicidio de su madre, y él mismo sería incapaz de asumir su propia paternidad, tronzado por las drogas y el alcohol.

    Hay algo atroz en ese desnudamiento ante las cámaras de un viejo olímpico que se nos presenta apenas emergido de la depresión y el abandono, a sus espaldas un pasado artístico que muchos quisieran pero que viene acompañado de su turbia némesis, un sentimiento constante de fracaso e inadaptación. Andrésen tocaba el piano de maravilla, componía, hizo sus pinitos en la industria musical, tuvo su legión de fans en Japón —la mangaka Riyoko Ikeda moldeó sobre su figura el personaje de Lady Oscar—, le seguían llamando del cine —Midsommar, un escalofriante thriller sobre ritos rúnicos, es de 2019— y tuvo arrestos para echarse novia con casi 70 años, pero nada de eso le hizo un hombre feliz. Si no fuera por esa imperturbabilidad que se presume de los nórdicos, su belleza maldita parecería la de un James Dean que hubiera vivido lo bastante para contarse las arrugas en el espejo.

    En busca de Tadzio, reportaje producido por la RAI, cuenta el viaje de Visconti para seleccionar, de entre cientos de adolescentes (por una vez el italiano no se rinde al inglés y prefiere provino a casting), el rostro que definiese a ese ángel andrógino. En Budapest ha batido escuelas, pistas de patinaje, gimnasios y campos deportivos, pero el mocerío allí es moreno y de ojos tártaros y no le convence. Quién sabe si guiado por su jefe, el operador se recrea, sin embargo, en las evoluciones de una vieja dama solitaria que mueve brazos y piernas con ágil estilo balletístico, ajena a los demás patinadores, como encerrada en su mundo de princesa exiliada y decadente. Visconti llega luego, embutido en pieles, a una Estocolmo nevada y sombría, y allí, en un céntrico hotel, hace caminar, girarse, mirar directo a cámara, sonreír, a candidatos que portan un cartelito numerado. Tras seis o siete descartes, entra por fin el muchacho descrito por Thomas Mann: pálido, cabellos color de miel, serenidad divina, lineamentos de estatua griega de época áurea, una perfección a la vez natural y artística. Un poco alto, duda Visconti, y seguramente con algún año de más; no obstante le pide, y parece que es al único, que se desnude, primero el jersey, luego los pantalones: aunque su piel lechosa no trasluzca ningún sonrojo, Björn, ya para siempre Tadzio, está en todo momento envarado, visiblemente azorado, detrás de una aparente impasibilidad sobrehumana. Visconti dice a sus colaboradores que quizá haya que seguir buscando, pero el papel es, definitivamente, suyo.

     Aseguraba el conde y patricio comunista mirar con los ojos de Aschenbach, el escritor terminal que para la pantalla convierte, sobre la horma del amado Mahler, en compositor. Pero el efebo que le hechiza había de mantenerse fiel al texto. En ese azar combinatorio que es la vida, el verdadero Tadzio, un noble polaco hijo del riquísimo barón Moes, que perdió propiedades y títulos en la guerra, flirteó efectivamente con Mann en el balneario y la playa venecianos. Visconti-Mann-Aschenbach / Andrésen-Władzio-Tadzio: un juego de espejos que el documental biográfico (Lindstrom y Petri, 2021), de vuelta en Venecia, cierra enfrentando en plano / contraplano, “ante el neblinoso infinito”, las dos edades, las dos encarnaciones del mito trágico de Narciso: el último Björn, plantado en la arena, que tiende su mirada hacia un mar crepuscular; Tadzio esplendente, las olas doradas a la altura de sus rodillas, que lo mira con dulce, fraterna, inmensa melancolía.

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