Italia: Gallo crítica


Por: José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
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    Lorenzo Milani, en carta abierta a los capellanes militares que consideraban un insulto antipatriótico la objeción de conciencia, les prevenía contra las patrias que dispensan de pensar, invitándoles a sustituir la confrontación italianos / extranjeros por la de privilegiados / oprimidos (y les recordaba que fueron italianos rebeldes y desterrados, objetores precisamente, quienes contrastaron al Corpo Truppe Volontarie que, provisto de 50.000 soldados por Mussolini, «corrió en ayuda de un general traidor» que todavía en 1965 enviaba al garrote «a los culpables de haber defendido a la patria»).

 

    El cura florentino no ha sido el único dolor de cabeza de esta iglesia temporalmente enlazada a cuantos poderes le bailen el agua. Ahí están Ernesto Balducci y su «hombre planetario», Danilo Cubattoli con su ancha apertura cinematográfica, el poeta resistente David Maria Turoldo, el también partisano (y superviviente de Mauthausen) Andrea Gaggero, aquel Camillo De Piaz que se partía el brazo por los drogatas. Y ahí, incombustible y venenosísimo a sus 83 años, Andrea Gallo, el flagelo de Génova que coquetea continuamene con la excomunión mientras sostiene, evangélico, a los «últimos». Hasta su casa de San Benedetto al Porto fuimos, una comunidad autogestionada de ayuda a toxicodependientes, y su lengua (ahumada de vegueros pero sin pelos que la enturbien) nos fue batiendo verdades ásperas de las que irritan por igual a réprobos y comulgantes. Entre plato y plato, al tiempo que recordaba sus escaramuzas de guerrillero adolescente —la bomba en el cine Odeón, lleno de alemanes, o las torres eléctricas dinamitadas, a la Feltrinelli, hasta que el general Meinhold depuso las armas—, quiso rendir homenaje a su coterráneo De André, con quien presentó a los anarcos de Carrara su disco Señora Libertad, señorita Anarquía, un cantautor ateo que llamó a su hijo Cristiano porque con el galileo compartía ideales revolucionarios. Y es que Don Gallo, primero, se reputa miembro de la familia humana, al lado de la mayoría desheredada, y sólo después presbítero, en una iglesia «siempre penitens, siempre reformanda«. Aún hoy partisano (que no «patriota», cual rezaba el diploma del general aliado Alexander), pues partisano significa estar de la parte justa: la de los excluidos de la mundialización bancaria, que practica la «eutanasia de la democracia». Dos cosas retengo de aquella tarde: «ética de la polis, república democrática y laica, son la verdadera pietas: lo contrario es impiedad»; o que «fascismo, populismo, liguismo y berlusconismo tienen un punto en común: destruir la Constitución». Gallo es uno que exhorta al recién bautizado: «Caminarás, hijo de Abraham, con el pueblo de dios por la senda de la justicia y la paz; sé, por tanto, cristiano y siempre antifascista» y canta Bella ciao, el día de la Inmaculada, haciendo coros con Gino Paoli. Bajo un retrato de Juan XXIII (a Wojtyla le reprochaba que le había matado a sus maestros, los teólogos de la Liberación), lo mismo invoca a Gramsci («odio a los indiferentes», y llevó su compromiso a la cárcel, al desahucio de su cuerpo) que al pastor Bonhöffer («no resistir es rendirse», y le ahorcaron por atentar contra Hitler). Al abrazarnos, Don Gallo nos soltó otra traca de las que piden (ahora sí, ahora sí) una llamada urgente del cardenal: el día que Teodosio declaró que había que defender la religión imperial, en esta Europa cristiana cuyas raíces, si acaso, habría que buscar en Caldea-Mesopotamia, alumbró el imposible binomio de la cruz y la espada.

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