Por José Joaquín Beeme
Criatura lacustre tú mismo después de un cuarto de siglo ensopado en algas perezosas y somormujos madrugadores, bajas al de Bracciano en el corazón de la Etruria lacial.
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
Te espera allí la villa Clementina, bucólico carmen donde el pintor romano Renzo Vespignani, escenógrafo de Brecht y Janáček, ilustrador de Kafka, Mayakovski y Eliot, se retiraba a urdir cuadros y francachelas a la sombra de los altísimos robles y los pajareros arces del bosque de San Celso.
Alrededor de ese cráter milenario, de aguas tranquilas y negras playas sangradas de amapola, caminarás el jardín señorial de San Liberato, la vieja ermita de los agustinos tomada por bodorrios de postín, gigantes ya los arbolazos (liquidámbares, alcanfores, tulíperos) seleccionados por el paisajista Russell Page para los condes Sanminiatelli, el espectro de la princesa Odescalchi recién entregado a las ninfeas de su amado estanque. Recorrerás las estancias del castillo Orsini-Odescalchi para otear el redondo lago y medirte con sus lustrosas armaduras, calzándote una al descuido del cuerpo de guardia, y hasta repudiarás aquellas nobles cazatas que han llenado de trofeos la hollinienta cocina. Treparás a las ruinas del castillo de Trevignano Romano después de merendar en su adormilado paseo y compartirás un helado de crema y limón con las garcetas del puerto de Anguillara Sabazia.
Pero será en las necrópolis etruscas, extrañas ciudades fantasma de un trogloditismo húmedo e imposible, donde te rapte un fueradelmundo sin tiempo ni propósito que aún bisbisea, familiar idioma, en tus oídos. Te acuerdas entonces de Antonio Colinas, poeta risueño de aire profesoral, entre rétor krausista y científico loco, a quien entrevistaste hace ya muchos años, y acuden a tu mente sus vivas doncellas y sus guerreros caídos y en sombra, aquel “etrusco noble bajo las raíces / de almendros y olivares endulzados / por la honda primavera de Tarquinia”.
En Cerveteri rodeas túmulos como hongos ciclópeos de sombrero vegetal, que ya en mayo están segando los peones del ministerio; entras y sales de cámaras excavadas en la toba que durante siglos albergaron centenares, miles de cuerpos en remedo casi egipcio de sus vidas anteriores, y donde ahora han hecho nido los lagartos y enloquecen los murciélagos, y las ranas de ultratumba se zambullen en sus pozancos de nata amarilla después de las últimas lluvias. Manadas de estudiantes almuerzan entre esas piedras liquenosas, parque al fin, excursión gozosa, vida eterna o aplazada que los grillos saludan con lejano acento de psicopompos.
A las puertas del cementerio de Monterozzi, en Tarquinia, Marco el ceramista consigue colocarte una vasija de delfines giratorios, zoótropo ante litteram con pátina como recién extraída de uno de esos tabernáculos que te dispones a saquear con la mirada. Son, en efecto, casi treinta las casitas con chimenea y sótano que visitas, una a una, desgastando cientos de escalones para hundirte en la maravilla de esos frescos pululados de bacantes, leopardos y diablillos azules. Escenas mudas de un rito de paso, de una delirante metamorfosis que te habla entre susurros, el hacha encendida, las paredes temblonas, unos ojos rojos desprendiéndose del óxido rupestre y guiñándote, seductores, el ingreso supremo.
Roma, Florencia, Siena, Arezzo, han limpiado para sus respectivos museos los ajuares funerarios de este pueblo que aún conserva su enigma, asimilado y casi borrado por sucesivas depredaciones imperiales, pero nadie supo ni pudo llevarse el aura porque ésa es inaprensible, dirías que una especie de antiguo sortilegio que allí, cuajado en la quieta atmósfera hipogea, te aguarda siempre a poco que consigas abordarlo a solas, como se aborda un día el vertiginoso círculo del más allá.