Italia: Oro viejo


Por José Joaquí Beeme

     Quién sabe si los ladrones andaban por ahí, a nuestro lado, inspeccionando cámaras de seguridad y vías de fuga y tomando medida a las vitrinas del D’Annunzio secreto, el espacio museal —bajo un soleado anfiteatro neopompeyano— donde se guardan ajuares y recados de escribir del laureado poeta y donde se exponía medio centenar de joyas y esculturas en oro colado de Umberto Mastroianni, tío del actor.

Por José Joaquín Beeme
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia

    Lo cierto es que, pocos días después, dieron el golpe entrando por una portezuela de la reja que separa el bosque de la casa-museo del Vittoriale; los carabineros de Salò recuperan una de las piezas, pero sólo porque se les cayó a los birladores en su precipitada huida; el legado dannunziano está indemne, se apresura a puntualizar Bruno Guerri, presidente de la fundación privada que administra este complejo monumental del lago de Garda, por su orilla bresciana; un millón de euros, estimado por lo bajo, sigue volatilizado.

    Desde el promontorio de Sirmione, imaginando a Maria Callas en sus jardines ahora provisoriamente nuestros y paseando las «grutas» de Catulo cuyas roídas terrazas de placer patricio se disparan aún como un dorado espolón sobre el turquesa de un paraíso termal perdido, le teníamos ganas a esa excentricidad lacustre del famoso poeta-soldado de Pescara: allí donde “todo es azul como una repentina ebriedad, como una cabeza que se desmayase para recibir un profundo beso”. Así que entre mesnadas de estudiantes, turistas Michelin y —quién podrá ya negarlo— algún que otro nostálgico del fascismo, llegamos a ese Victorial de los Italianos que se recorta, ostentoso, en Gardone Riviera. 

      Apagadas las brasas del festín anarcoide de Fiume (Tito ganó la ciudad, hoy Rijeka, para su federación eslava), envainado el sable y rendidos los pendones irredentistas, Gabriele D’Annunzio, caballerete de opereta que ejercía de superhombre salvapatrias, se retiró a este dorado autoexilio entre 1921 y 1938, año de su muerte. Villa Cargnacco, como originalmente se llamaba, le fue regalada por Mussolini tras confiscarla a su propietario, el alemán Henry Thode, un catedrático de historia del arte que estuvo casado con Cosima Liszt Wagner y que se especializó en Renacimiento italiano, entre Francisco de Asís, Mantegna, Tintoretto y Miguel Ángel, y cuya espléndida colección de libros y revistas, álbumes fotográficos y preciados ornamentos embolsó el italiano en su personal magma de trofeos, fetiches y maravillas. 

    Era aquella una ciudadela babilónica, el palacio de un cocainómano que, aspando teatralmente en su penumbra fotofóbica, se sorbía la polverina para adentrarse en deliquios indecibles junto a su pequeño harén (ardía aún la llama de Eleonora Duse), asistido en todo momento por su factótum el arquitecto Maroni. Un refinado studiolo rebutido de esculturas clásicas, incunables, partituras, cartas y manuscritos, muebles lacados, vestidos de seda estampada al estilo de Fortuny, exóticos perfumes y farmacopea varia, envuelto en jardines ascensionales en los que todavía puedes perderte entre limoneros, barrancos y ninfeos, fontanas y exedras, pórticos y escalinatas, un cementerio para canes dilectos, una escudería de automóviles de lujo y hasta un torpedero incrustado en la roca cuya proa apunta al Adriático. Coronado todo por un mausoleo a tambor, de resonancias etruscas, donde reposa el vate con sus fieles legionarios.

    Figura ambigua por sus coqueteos con el régimen, como ocurrió con los futuristas (única vanguardia histórica que, por su motorizado belicismo, me produce repelús), también Pirandello o Ungaretti firmaron manifiestos de adhesión. Cierto, D’Annunzio sirvió de prototipo fascista (intervencionismo, colonialismo, política-espectáculo, culto a la personalidad) pero no dudó en firmar la revolucionaria e igualitarista Carta de Carnaro y fue un francófilo firmemente opuesto a Hitler (el “pintor de brocha gorda” se aliaba al “payaso feroz”), de manera que sobre su residencia principesca cayeron los mil ojos del dictador, como cuenta el film El poeta y el espía a través de un viejo dandy —bien defendido por Castellitto— que, cansado y aprensivo, se abisma progresivamente en su solitaria locura.

     Devoto del esteticismo, “ideología mediocre sin fuerza ni coherencia moral”, según Pasolini, para quien el Vate escribía a la buena de dios, como quien mastica pipas de calabaza, descuidado en su aparente celo estilístico, el ilustre académico terminó sus días lejos de la gloria literaria y del fervor de las masas, aunque plenamente coherente con su soberbio lema leonardiano: “Si estás solo, serás todo tuyo; acompañado, lo serás sólo a medias” (Tratado de la pintura, II-48).