Por José Joaquín Beeme
Ahí en medio de su museo exclusivo, en el antiguo hospital español del Castillo Sforzesco de Milán, se yergue solitaria y en mudo clamor la Piedad Rondanini, última fatiga del viejo Miguel Ángel.
Corresponsal del Pollo Urbano en Italia
Sabemos que la dejó inconclusa en un taller atravesado de bocetos y versos furiosos, apenas incoados, pero ese brazo desgajado de pulimentada piel, esa madona bifaz que tan pronto sostiene al caído como lo impulsa, o eso quisiera, a regiones más transparentes, el mismo hombre roto que se nos desnuda y desfallece en lánguidos chorros de sueño amargo, diciendo están que la cosa no termina ahí, que alguien, nosotros, puede seguir dándole idealmente al cincel dentado para desenredar la escena, darle vuelo al mármol, desentrañar el enigma que aún se guarda la torturada piedra.
A la sombra de esa escultura nonata (siempre en trance de ser), heridos por el ojo misticoide de las cámaras, dos sabios historiadores, uno del arte y el otro de la literatura, dialogan ante un grupo de escogidos espectadores. El festival Soul, consagrado a explorar la espiritualidad y mirando de excavar, en esta su primera edición, diversas sacas de maravilla en nuestra atribulada contemporaneidad, ha invitado a Victor Stoichiță y Carlo Ossola para que nos ayuden a entender la belleza inacabada o incompleta que jalona la mejor historia del arte: el non finito.
Mientras el profesor turinés, después de confesar su impotencia ante lo inefable, termina por hacer una lectura alegórica del drama: el genio florentino imbuido de erasmismo por su amistad con la marquesa-poeta Vittoria Colonna (ambos del círculo secreto del cardenal Pole, atentos lectores de la doctrina de Juan de Valdés), el polímata de Bucarest recuerda la obsesión miguelangelesca por aquella escena madre, en la que incurrió varias veces desde la juvenil, espléndida talla vaticana, y su manía o costumbre de interrumpir las piezas en alguna vuelta del camino a la perfección, pero cuidado: el héroe de la obra de arte inacabada, en la primera edición de las Vidas de Vasari, no era Michelangelo sino Leonardo, aquel mago de la prospectiva.
“Quitar el exceso”, tal era su divisa para liberar (titánicamente) el alma de su cárcel matérica. O dejarla, en tensa suspensión, por imposible: hacia lo imposible. Estadios intermedios, inminencias, germinales barruntos que yo particularmente persigo, atesoro. Estudios preparatorios, apuntes de taller. Cuadernos de ideas peregrinas. Pruebas de estado. Labras a medio hacer. Fragmentos y partes de un todo ideal. Instante congelado o cápsula del tiempo creador. Babeles y catedrales sin fin. Movimientos de humo. Seres metamórficos, cose confuse. Finales abiertos, obra abierta. Zapa infinita. Aleph. Mise en abyme. Untitled.
También Soul, creo yo, acomete una quijotada destinada al fracaso in itinere, pues va en busca de bellezas marginales, del infinito cósmico y del infinito subatómico, del escándalo en La última cena o del estupor en que nos tiene cogidos la IA, del “cuarto trasero” de cada quien (Montaigne), del silencio monacal y del doloroso grito de los prójimos, del mundo, en fin, encantado pero escondido que se revela (!) en poesía, música, filosofía, literatura, misterio.
Antes de volverse a Friburgo, Anna Maria y Victor Ieronim nos cuentan, en refrigerio de amigos, de su juventud andariega por tierras de España y Portugal, de sus libros que son como jardines de senderos que se bifurcan, de sus muchos viajes a muy principales institutos de investigación, de sus hijos y nietos en encrucijada de lenguas y culturas: su propia, extensa maravilla, que tampoco lleva muchas trazas de poner punto final.