Por Carlos Calvo
Hombre de mar, pero anclado en el pueblo y en sus batallas, uno de los grandes reproches que se ha lanzado al cine del cántabro Mario Camus, recientemente fallecido, ha sido el de su tendencia al esteticismo.
También su condición de mero ilustrador de guiones. Y aunque ello sea cierto en parte, no le ha impedido lograr películas de excepcional hondura, obras de un director personal e imaginativo, con mirada propia. Un profesional como la copa de un pino dotado de fluidez narrativa, estilo sobrio y funcional, de vocación clásica. Si, en efecto, a veces se muestra como un simple artesano, Camus hace gala, ya desde sus inicios, de una sólida personalidad como cineasta y una especial predilección por los personajes desafortunados. En casi todos sus guiones está presente el tema del amor perdido, recuperado, el amor a lo largo del tiempo. Son amores perdidos, ya por la política (‘Los días del pasado’, ‘La vieja música’) o ya por la muerte (‘Cuando tú no estás’).
Es, igualmente, un importante adaptador literario del cine español, al llevar con éxito a la pantalla obras de Sueiro, Lorca, Calderón de la Barca, Valle-Inclán, Galdós, Aldecoa, Semprún, Azcona, Goethe, Chejov, Delibes o Cela. En muchos casos, son traducciones imposibles, que solo puede acometer con éxito un gran lector y un guionista capaz de comprender la esencia de las obras a las que se enfrenta, sin traicionarlas y, a la vez, sin caer preso de sus trampas literarias. Nos encontramos, en el fondo, ante un escritor que cae en la trampa del cinematógrafo. También deja claro su talento para la dirección de actores. Estamos ante un cineasta con una sintaxis de gran virtuosismo, pero basada en la claridad, la sencillez expositiva, la eficacia y la humildad narrativa. Es un cineasta invisible que no potencia un sello personal, uno de esos clásicos que opera sin barroquismos. Por eso parece que no tiene una mirada personal, pero es todo lo contrario. Su núcleo de películas tiene la mirada de un humanista que muestra las debilidades, las fragilidades y las potencias del ser humano en un contexto social e histórico.
Miembro de una generación de cineastas en la que figuran Francisco Regueiro, Miguel Picazo, Basilio Martín Patino, Manuel Summers, el oscense Carlos Saura o el zaragozano José Luis Borau, Camus se matricula en la escuela oficial de cinematografía, se diploma como director en 1962 con la práctica ‘El borracho’ y más tarde es profesor. Como guionista, colabora en las películas de Saura ‘Los golfos’ (1959), crónica de jóvenes desarraigados -tiene más que ver con la novela de Sánchez Ferlosio ‘El Jarama’ que con el cine del propio autor-, y ‘Llanto por un bandido’ (1963), suerte de fallido wéstern andaluz repleto de bandoleros del siglo diecinueve y sendos papelitos para Luis Buñuel y Antonio Buero Vallejo. A su vez, Saura es coguionista del filme de Camus ‘Muere una mujer’ (1965), con fotografía del zaragozano Víctor Monreal y producción del sello aragonés Moncayo Films, para desgracia del también zaragozano José Luis Pomarón, quien queda ninguneado, maldita sea, para dirigir la historia. Después de realizar el corto ‘La suerte’, debuta en el largometraje con ‘Los farsantes’ y, ese mismo año de 1963, dirige también ‘Young Sánchez’, ambos producidos por Ignacio Ferré Iquino, un tipo que nunca ha destacado por sus inquietudes intelectuales y, como buen negociante, juega la carta del “nuevo cine español”, aunque rápidamente abandona la partida.
Basada en una novela de Daniel Sueiro, ‘Los farsantes’ es la crónica de las andanzas de un grupo teatral ambulante perseguido por la miseria y la intolerancia de sus miembros, en una atípica película de carretera con alguna influencia buñueliana (¡ese final!), de peculiar fuerza y por momentos acongojante. En cuanto a ‘Young Sánchez’, con fotografía en contrastado blanco y negro a cargo de Monreal, es la adaptación de un relato de Ignacio Aldecoa ambientado en el mundo del boxeo amateur, una película insólitamente dura, algo moralizante y en un estilo semidocumental.
En 1965 dirige ‘Con el viento solano’, otra novela de su admirado Aldecoa, de estructura itinerante, ecos del género wéstern y nada de moralina, más dramática que policiaca en su relato de un gitano (Antonio Gades) perseguido tras matar a un guardia civil. Y de valor documental al registrar el ambiente de los pueblos de la España profunda. Y con Imperio Argentina en el papel de la madre del protagonista. Ese mismo año realiza el discreto divertimento ‘La visita que no tocó el timbre’, con fotografía otra vez de Monreal y los cómicos José Luis López Vázquez, Alberto Closas o Rafaela Aparicio.
‘Cuando tú no estás’ (1966) es el debut en el cine de Raphael haciendo lo que mejor sabe hacer, cantar, en un empalagoso melodrama en la peor tradición del cine español del género que el pobre Camus saca adelante como buenamente puede. Lo mismo sucede un año después en ‘Al ponerse el sol’, otra vez Raphael en un folletín intragable, a pesar del esfuerzo del cántabro en esos travelling de la mansión o la carretera, que supone su primera colaboración con el compositor turolense Antón García Abril. Y como no hay dos sin tres, el gimoteante Raphael y sus sentidísimas canciones vuelven a aparecer en ‘Digan lo que digan’ (1968), de nuevo con banda sonora de García Abril. Otro melodrama sin mayor interés es ‘Volver a vivir’ (1967), ambientado en el mundo del fútbol, acerca de un entrenador amargado por fracasos anteriores. Por no hablar de la tediosa ‘Esa mujer’ (1968), que no es otra que una nula Sara Montiel, con guion delirante de Antonio Gala.
También trabaja en televisión, a partir de la década de 1970, a veces coincidiendo con el realizador zaragozano Alfredo Castellón, en series como ‘Paisaje con figuras’, ‘Conozca usted España’, ‘Cuentos y leyendas’, ‘Si las piedras hablaran’, ‘Los camioneros’, ‘La forja de un rebelde’, ‘La vuelta del Coyote’, ‘Curro Jiménez’ (con episodios dirigidos por Pilar Miró, Antonio Drove, Francisco Rovira Beleta, Joaquín Romero-Marchent y otros), la goyesca ‘Los desastres de la guerra’ o la magnífica adaptación del clásico literario de Benito Pérez Galdós ‘Fortunata y Jacinta’, realizada en 1980. Al fin y al cabo, de lo que se trata es de interpretar y explicar la vida y los comportamientos humanos.
Si ‘La cólera del viento’ (1971) es una especie de paella wéstern, en tono social, confuso y poco convincente, malogrado especialmente por la inexpresividad de la pareja protagonista (Terence Hill y Maria Grazia Boccella), en una Valencia rural de finales del diecinueve y que Camus se da el lujo de citar a Durruti sin que la censura lo note, más interés ofrece ‘La leyenda del alcalde de Zalamea’ (1972), versión libre de sendas obras teatrales de Lope de Vega y Calderón de la Barca, con ese enfrentamiento entre el poder del pueblo y el poder militar. Tres años después, Camus realiza ‘La joven casada’, un melodrama erótico a mayor gloria de Ornella Mutti (un caramelo ante la cámara, todo hay que decirlo). Estas dos últimas producciones llevan, otra vez, la firma, en la composición musical, de Antón García Abril.
Y es que tanto García Abril como Aldecoa se erigen en estrechos colaboradores de Camus. Ahí, incluso, juntan sus fuerzas en la interesante ‘Los pájaros de Baden-Baden’ (1975), una obra de amores derrotados y redenciones imposibles, en la que el cineasta mueve sus imágenes con una cadencia pausada, minuciosa, de la que nace una contenida emotividad. También García Abril participa en el delicado y lírico melodrama ‘Los días del pasado’ (1977), sobre una mujer que intentará reencontrarse con su novio después de la guerra civil española. Las imágenes reflejan sentimientos, estados de ánimo, carencias e ilusiones con una meritoria fuerza expresiva, en una historia de perdedores tratada con magia. El desgarro amoroso y la desesperanza vital actúan como claves narrativas de un filme de poso amargo que crea personajes vivos, certeros. La cámara de Camus los acompaña, pudorosa, sigilosamente, lejos de adornos o aspavientos, con aroma a café de recuelo en taza desconchada.
Camus, en fin, alterna encargos con películas más personales y le lleva a una trayectoria guadianesca. Si Carlos Saura encuentra a su productor perfecto, Camus no encuentra a su Querejeta. Y eso le marca, interrumpe o no completa su discurso. Una pena. Incluso ‘La colmena’ (1982) es un encargo, y supera una novela plana, mediocre, a partir de su narrativa y los intérpretes. Pese a su acusado academicismo, este filme es una elaborada adaptación del homónimo de Cela (que aparece en un pequeño papel), retrato de varios personajes que viven en el Madrid de la inmediata posguerra, del hambre de perro y del frío de sabañones. La ardua tarea de adaptar la obra y glosar las historias de sus múltiples personajes, dentro de la situación económica, social y política de la época, no recae en el director, sino en el productor del filme, a su vez guionista, José Luis Dibildos, que lleva a cabo un apreciable trabajo que Camus sabe aprovechar en una extraña mezcla de oscuridad y luz, de tragedia y media sonrisa, con la ayuda, otra vez, de García Abril en la banda sonora.
También García Abril es el autor de la música de ‘Los santos inocentes’ (1984), la extraordinaria adaptación de la novela homónima de Miguel Delibes, un estremecedor acercamiento al territorio rural y cacique de la década de 1960. Con un guion (de Antonio Larreta, Manuel Matji y el propio Camus) en clave de poesía esperpéntica de audaz estructura (cada capítulo, un personaje), el filme recrea con tanta sobriedad como agudeza las miserias de la España profunda con constantes imágenes de impecable hondura dramática. Una descripción inclemente de las relaciones entre la familia de terratenientes y la de los campesinos que cuidan de la propiedad, entre la prepotencia y la humillación. El filme abre en canal la estampa del paisaje y por la herida se ve la miseria física y moral de la España en sepia, apolillada, de una época. Camus logra su mejor película –para algunos, el cruel filme supera la fuente literaria- gracias a un argumento tan crudo como verista enmarcado en tierras extremeñas, y cuenta con el refuerzo del recital interpretativo que nos brinda el reparto al completo.
Un año después, Camus dirige ‘La vieja música’, otra vez con García Abril a los mandos musicales, un melodrama algo trasnochado con un planteamiento argumental más bien de comedia. Con ‘La casa de Bernarda Alba’ (1987), según el homónimo lorquiano, Camus respeta al máximo el original escénico, lo que repercute negativamente en el desarrollo dramático de una historia dolorosa e intensa, merecedora de un tratamiento muchos menos encorsetado. Aunque en un principio la obra de Lorca capta la atención de Buñuel, es finalmente Camus quien lleva a la pantalla las penas de una mujer y sus hijas que, tras la pérdida del cabeza de familia, se encierran en un luto rigurosísimo, en un sometimiento de férrea disciplina que resulta ser un enterramiento en vida. Una adaptación fiel y muy sobria, pero demasiado lastrada por una puesta en escena teatral.
Con producción de Pedro Masó, la última colaboración del compositor turolense con el cineasta se produce en ‘La rusa’ (1987), un flojo thriller político escrito entre el propio Camus y Juan Luis Cebrián, autor de la novela original. Tampoco ‘Después del sueño’ (1992) despierta un especial entusiasmo, un filme que habla de la guerra civil allá al fondo, del exilio, la vuelta y los tesoros perdidos, pero de un modo enrevesado, demasiado literario, forzado en lo ideológico y en lo sentimental, y en exceso reposado, premioso, pese a un punto de partida argumental que guarda no poco interés por tratar la traición a la memoria histórica. Sin embargo, un año después, con ‘Sombras en una batalla’ vuelve Camus por sus fueros. Un asunto recurrente en el cine del cántabro, el peso de los fantasmas del pasado, con un añadido no tan usual en su filmografía (alusión al terrorismo), son el meollo del argumento de este drama sombrío, amargo e intimista, en un ambiente rural y con unos sentimientos interiorizados, pese al torpe subrayado que representan generalmente los diálogos.
Sea como fuere, y con mayor o menor fortuna, Camus nunca se deja arrastrar por las trampas del cine descaradamente taquillero, guardando siempre las formas. Siempre alejado de las corrientes de moda y seguidor de impulsos, el cántabro es un resistente que cuenta historias para él y para otros cineastas. Ahí están, para demostrarlo, Jorge Grau (‘Chicas de club’), Miguel Hermoso (‘Truhanes’, ‘Marbella, un golpe de cinco estrellas’), Miguel Ángel Díez (‘Luces de bohemia’), Pilar Miró (‘Werther’, ‘Beltenebros’, ‘El pájaro de la felicidad’), Manuel Octavio Gómez (‘Gallego’), Adolfo Aristaraín (‘Roma’) o Pedro Olea (‘Más allá del jardín’). Él mismo lo ha dicho: “He trabajado mucho, y mi concentración y dedicación han sido al cien por cien. Seguramente en todas mis películas hay pequeñas manías, un toque personal. Y esa persistencia se llama personalidad. Lo que más me molesta es cuando has fallado. Yo estoy contento con lo que he hecho, unas películas me han salido bien y otras menos bien. Mi intención siempre ha sido trabajar bien”.
La última etapa de su carrera es muy interesante y trata de factores clave de la sociedad española de su momento, pero que por cambios en el juego comercial del cine pasan más bien desapercibidas. Es una etapa que ofrece una mirada a la España del salto económico que cae en la cultura del pelotazo, el enriquecimiento fácil, la mentira social y la pérdida de los valores tradicionales de la izquierda. Camus, esto es, propone un vistazo a todas esas cualidades del mundo de la codicia y el trinque. Así, en ‘Amor propio’ (1994), escrita junto a José Luis Cuerda, se anticipa al asunto de los chanchullos bancarios, aunque, sorprendentemente, le falla la puesta en escena y el filme se queda a medio camino de todo: unos intérpretes poco ajustados, una indefinición de género y acaso una estética equivocada.
‘Adosados’ (1996) es casi un ensayo sobre la mentira en la sociedad a todos los niveles, según la novela homónima de Félix Bayón. El estilo sobrio de Camus y su fe en los silencios pesan un poco en esta suerte de parábola kafkiana, una intriga sicológica sobre la fragilidad del ser humano, a modo de crítica social en un ambiente familiar para una historia de mentiras y fracasos. A raíz de un hecho intrascendente, en efecto, una mentira sin importancia crea un clima propicio para la soledad y la distancia, la incomprensión y la angustia.
Teñido de melancolía y con leves intrigas entre las personas y el húmedo paisanaje cántabro, ‘El color de las nubes’ (1997) es un drama rural intimista, relatado casi en voz baja, que defiende los sentimientos frente a la ambición y el culto al dinero. Camus, un año después, realiza ‘La vuelta del Coyote’, remontaje para el cine de un díptico televisivo que recupera el mítico personaje creado por José Mallorquí, partiendo de un guion donde participa el hijo de este, César. El resultado es anodino y plúmbeo, pura rutina genérica. Ni un experimentado director como Camus logra que este Zorro vernáculo logre convencer. Si con ‘La ciudad de los prodigios’ (1999), según el original de Eduardo Mendoza, no logra Camus trascender un relato sobre las intrigas en la Barcelona de principios del siglo veinte, vuelve dos años más tarde a sus mejores logros. ‘La playa de los galgos’, en efecto, es una de sus obras más personales, y versa sobre las secuelas emocionales y morales del terrorismo en la España de la década de 1980.
En 2007 realiza ‘El prado de las estrellas’, su testamento cinematográfico, con sus habituales de sus últimas películas: Hans Burmann en la fotografía y Sebastián Mariné en la música. Rodada en la grisura cantábrica y rodeada de sencillez y humanidad en el cuerpo y alma de sus personajes, trata de cómo conjugar la vida, lo que uno ama y lo que uno ha de esforzarse por llegar a ser. Pese a que este melodrama rural resulta algo complaciente en su interés paisajístico y con unos diálogos que chirrían más de la cuenta, Camus escribe un emotivo y austero relato sobre los problemas cotidianos, que mira a su tierra con una velada crítica a la realidad social: el olvido del sector agrícola y ganadero, la soledad de los ancianos y la especulación inmobiliaria. Y todo ello al ritmo melancólico del director.
Un buen broche, pues, a una filmografía que revolotea como una ‘milana bonita’ y queda anclada en la imagen ennegrecida de esa familia que rodea a Paco, el bajo, y a su cuñado Azarías. Porque, en palabras del propio Camus, “esa misma subordinación, humillación y sometimiento de los personajes de ‘Los santos inocentes’ los tenemos nosotros hoy. No hay gobierno, sino una serie de corporaciones. Y lo que defienden es el dominio del capital frente a todo Cristo. Sobrevivimos y convivimos con esas monstruosidades, pero, si lo piensas un poco, te quedas asustado”.