Por Don Quiterio
La comicidad del cara de palo Buster Keaton (Pickway, 1896-Hollywood, 1966) nace tanto del personaje en situación como de lo específicamente visual.
Y se convierte en uno de los grandes cómicos que acredita un fabuloso talento como director, un creador absolutamente irreductible. Su personaje es uno de los más íntegros e incontaminados de la historia, cuyos conflictos con la realidad provienen de dos órdenes lógicos dispares. Estamos, pues, ante un autor completo, que participa en la redacción de sus guiones. “Cuando hacíamos largometrajes en tiempos del mudo”, constata, “ninguno de nosotros tenía guion, pues cambiábamos la historia a mitad del rodaje con suma frecuencia”. En la dirección se apunta resonantes éxitos con la puesta a punto de algunos gags que exigen auténticas proezas técnicas, y con el montaje se permite ajustar con precisión el ritmo de sus películas. Y, aproximadamente, la mitad del material lo rueda en toma única.
Hijo de unos cómicos de orígenes escoceses e irlandeses, a los tres años sale ya a escena con sus padres en el número ‘Los tres Keaton’. Esta experiencia le convierte en un acróbata de primer orden –cuya técnica, al parecer, maravilla al propio Houdini- y desarrolla su actividad de cómico. A los veintiún años, cuando trabaja en el Winter Garden de Nueva York, conoce al gordo Fatty Arbuckle, quien le propone tomar parte en uno de sus filmes. Esta primera experiencia –‘Fatty, asesino’- agrada a Keaton, que rechaza un ventajoso contrato para dedicarse al cine. De 1917 a 1920 interviene en diecisiete cortometrajes del equipo de Fatty. Tras combatir en Francia durante la primera guerra mundial, interpreta un largometraje, ‘The Saphead’, de Herbert Blake, en el que encarna a un rico heredero, estúpido y distraído, que salva de la ruina a su familia después de una memorable sesión de Bolsa. Este personaje, cuya soledad lo encierra en un feroz mutismo, es tratado de forma más trágica que cómica, y muestra en embrión las cualidades que le hacen célebre.
De 1920 a 1923, en colaboración con Eddie Cline, realiza diecinueve cortometrajes. El primero de ellos es ‘One week’, en el que entabla un combate homérico contra los elementos de una casa prefabricada y que le vale una enorme popularidad. ‘La mudanza’, donde una serie de persecuciones lo revelan como uno de los mejores directores de masas en la historia del cine, y ‘Los sueños de Pamplinas’, en el que se plantea una sutil dialéctica de las relaciones entre la realidad y la fantasía, figuran entre las obras más importantes de este periodo. De 1923 a 1929 –lapso durante el cual Charles Chaplin rueda únicamente ‘El peregrino’, ‘Una mujer de París’, ‘La quimera del oro’ y ‘El circo’- Keaton dirige y protagoniza doce largometrajes, que son otras tantas obras maestras. Desde ‘Las tres edades’ –parodia de ‘Intolerancia’- hasta ‘El comparsa’ –farsa dramática de la inadaptación-, brilla en todo su esplendor una personalidad excepcional, a veces con la colaboración de cineastas como Jack Blystone, Donald Crisp, Clyde Bruckman, James Horne, Charles Reiner o Edward Sedgwick.
Como cineasta, Keaton posee un admirable sentido de la construcción dramática, de lo cual son perfectos ejemplos ‘La ley de la hospitalidad’, ‘El maquinista de la General’ o ‘El cameraman’, una imaginación cómica siempre fecunda y una capacidad de aprehensión directa de la realidad, de captación de la naturaleza, que lo hacen digno continuador de Griffith. A estas cualidades, además, une la creación de un personaje cómico sorprendentemente moderno, en cuyo rostro de impasibilidad dolorosa, digna de un fetiche, de un “cara de palo”, funde lo cómico y lo sentimental, dando una lección de sobriedad frente a la gesticulación de la época, que algunos interpretan, erróneamente, como inexpresividad. Creador de una mitología de la voluntad férrea que acaba por barrer todos los obstáculos, todos sus filmes son apólogos pragmáticos sobre la moral de la acción, pese a apoyarse, muchas veces, en directores decididamente mediocres, tal es el caso de William Brothy, Max Nossek, Raymond Kane, Jules White o Del Lord.
Keaton, en realidad, es el clown de la gracia un poco cerebral, como los excéntricos de las pantomimas inglesas. De estos típicos excéntricos ingleses toma Keaton su impasibilidad, para llevarla a sus últimas consecuencias y hacer de ella una máscara invariable. En esto se diferencia de Chaplin con su evolución de lo cómico a la comedia dramática, tal y como demuestra en esa pieza maestra titulada ‘Luces de la ciudad’. O de Oliver Hardy y Stan Laurel, quienes se reafirman en sus concepciones plásticas distintas: el gordo y el flaco, la seguridad y la debilidad, la altanería y la debilidad, esto es, en su culto a la destrucción. Pero esta máscara no es ya el rostro sin significado de Harold Lloyd, sino la expresión de un valor definido: la ingenuidad.
El payaso –ahí están, sin ir más lejos, los hermanos Marx, siempre entroncando con el surrealismo- rompe lo convencional de la vida sin razón ni motivo visible, consciente. Y el clown –Keaton- lo rompe por una causa concreta y humana, esto es, la ingenuidad. Así, puede atraer la furia más espectacular de la naturaleza, como en ‘El navegante’. O puede conjurar sobre el odio de la venganza secular, como en ‘La ley de la hospitalidad’. O puede correr todos los peligros y vivir todas las aventuras, como en ‘El cameraman’. O puede, en fin, desafiar el ridículo más grotesco, como en ‘El comparsa’.
Pasa a través del mundo sin enterarse, sin comprender, impasible e insobornable, disolviendo –o, mejor, neutralizando- las tempestades del mar y los odios de los hombres. De este choque entre el mundo de fuera y el alma humana, por así decir, brota la risa cerebral, casi ideológica, casi crítica. Pero no llega a la idea ni a la crítica: no le interesa. Y, con esos elementos, logra filmes maravillosos, geniales, a la manera de esquemas vitales.
La figura de Keaton se ha querido presentar, muchas veces, como la antagonista de Chaplin. Es, a mi modo de ver, totalmente absurdo, pues simplemente convendría recordar que cada uno de ellos posee rasgos muy definidos y no tiene sentido, desde luego, participar en una disputa de preferencias. Llegado al cine más tarde que Chaplin, su etapa dorada son los años de la década de 1920. En ese tiempo feliz consigue una comicidad muy pura en sus fórmulas de la lucha del hombre con las máquinas, el dominio de la sensibilidad gracias a la ruptura interna mediante un gag inesperado o la creación de una situación angustiosa a la que da una solución.
Al advenimiento del sonoro, pues, Keaton se halla en la cúspide de su gloria y de su arte. Y aunque la nueva técnica se ajusta mal a las exigencias de su estilo, puramente visual, no vacila en adoptarla. Pero la ruptura es inevitable y, tras ‘De frente, marchen’ –la última de sus obras significativas-, su carrera inicia el declive. Su asociación con Jimmy Durante le conduce a una comicidad más burda, que acelera su decadencia. ‘Queremos cerveza’, cuyo verdadero protagonista es Durante, significa el principio del fin. Al mismo tiempo, un proceso por divorcio lo arruina, y sus diferencias con el productor Louis Mayer ponen fin a su contrato con la compañía, la mastodóntica Metro Goldwyn Mayer.
En 1934 solo rueda un cortometraje, ‘El fantasma del oro’, dirigido por Charles Lamont, donde todavía queda algo de su personalidad. A partir de aquí, ay, su cine muestra una lamentable caricatura. Tras un reposo de un año en una clínica siquiátrica, desde 1939 realiza solo episódicas apariciones en algunas películas. En 1946 intenta en México una problemática reaparición, ‘El moderno Barba Azul’, con dirección de Jaime Salvador, que resulta un fracaso. Y participa en ‘San Diego, te quiero’ (Reginald Le Borg, 1944), ‘El crepúsculo de los dioses’ (Billy Wilder, 1950), ‘Candilejas’ (Chaplin, 1952), ‘La vuelta al mundo en ochenta días’ (Michael Anderson, 1956), ‘El mundo está loco, loco, loco’ (Stanley Kramer, 1963), ‘Guerra a la italiana’ (Luigi Scattini, 1965), ‘Golfus de Roma’ (Richard Lester, 1965) o el cortometraje ‘Film’ (Alan Schneider, 1964).
Después de una discreta retirada, la Paramount le dedica el documental ‘The Buster Keaton Story’, dirigido en 1957 por Sidney Sheldon. Pese a su mediocridad, este filme biográfico hace mucho por su resurrección. Desde entonces hasta la fecha, en efecto, han sido innumerables las películas dedicadas a su obra, poniendo en solfa, con toda justicia, a una de las máximas figuras del cine de todos los tiempos. Cara de palo, sí.