Carrière o la insoportable levedad del ser


Por Don Quiterio

        Ha muerto el prestigioso y prolífico guionista Jean-Claude Carrière, vale, pero su sabiduría siempre seguirá ahí. Y lo ha hecho a los ochenta y nueve años en su casa del barrio cabaretero de Pigalle, en París, mientras dormía.

       “Seguramente”, dijo en una ocasión, “no hay una vida después de la muerte, pero fijo que hay una vida antes de la muerte y hay que construirla tan rica como podamos”. Un entrañable y divertido tipo, culto y gran conversador, ateo declarado y autodidacta de genio, al que llegué a conocer gracias a Juan Luis Buñuel, el hijo del maestro, y que ha trabajado para cineastas como Jacques Tati, Louis Malle, Jean-Luc Godard, Jacques Deray, Marco Ferreri, Milos Forman, Volker Schlondorf, Nagisa Oshima, Constantin Costa-Gavras, Jean-Paul Rappeneau, Andrzej Wajda, Michael Haneke, Luis García Berlanga, Carlos Saura, Philip Kaufman, Daniel Vigne, Jonathan Glazer, Philippe Garrel, Louis Garrel o Fernando Trueba, aunque algunas de sus contribuciones más creativas se derivan de la larga relación mantenida con Luis Buñuel. Sí, su pluma francesa, su escudero, su cómplice. Inseparables.

  El flechazo se produce en un primer almuerzo, juntos. Buñuel pregunta a Carrière si bebe vino, a lo que este responde: “No solo lo bebo, sino que también lo hago”. De esa relación profesional, de comidas, de caminatas y, sobre todo, de amistad, surgen, a lo largo de cuatro intensos lustros, títulos como ‘Diario de una camarera’ (1964), ‘Belle de jour’ (1967), ‘La vía láctea’ (1969), ‘El discreto encanto de la burguesía’ (1972), ‘El fantasma de la libertad’ (1974) y ‘Ese oscuro objeto de deseo’ (1977), trabajos en los que a veces interviene como actor ocasional. Hay una séptima colaboración, ‘El monje’, que acaba rodando otro director.

  Del surrealismo le queda la desconfianza por lo supuestamente racional, como plasma en sus memorias españolas, esa declaración de amor a una cultura y una manera de ser. “Trabajar con Buñuel”, en palabras del guionista, “es llegar a una final de los juegos olímpicos, porque no hay un nivel más alto, y su principal mérito ha consistido en saber trasladar al cine el difícil equilibrio entre lo posible y lo imposible, siguiendo un camino muy estrecho, pues lo más difícil es hacer un filme que no sea ni ordinario ni banal ni fantástico”. Buñuel, por su parte, afirma que “de los dieciocho escritores con los que he trabajado, con quien más identificado me he sentido ha sido, sin duda, con Jean-Claude”.

  En total, el aragonés y el francés escriben nueve guiones cinematográficos, seis de los cuales llegan a convertirse en película. Por la cuneta se quedan proyectos -esto es, no culminados- como ‘Las bombas de Palomares’, ‘La-bás’ o ‘Agón’, donde unos terroristas atentaban contra el museo del Louvre. También escribe las memorias del calandino, ‘Mi último suspiro’, el libro ‘Buñuel x Carrière’, editado en 2001 por el Instituto de Estudios Turolense, con dibujos y caricaturas que el guionista hacía de Buñuel, algunas de ellas en servilletas de bares donde se reunían, y el magnífico ‘Buñuel despierta’, publicado en 2016.

  Lo recuerda Alexis Racionero, en relación a cómo creaban Buñuel y Carrière: “Encerrados en un convento, se levantaban por la mañana y se narraban los sueños de la noche anterior. Leían la prensa y la comentaban, buscando noticias relacionadas con la historia que escribían. Luego, entraban en un juego de automatismo espontáneo en el que uno proponía una imagen y el otro respondía sí o no. Al final de la tarde, se daban treinta minutos de paseo silencioso para inventarse una escena, un gag o una narrativa completa”. De hecho, la verdadera escritura se asienta en las profundidades del ser. Somos lenguaje, y lenguaje a veces desbordado. Lo que importa no es la historia sino el personaje. La esencia no es la férrea estructura dramática en tres actos, sino la humanidad de su protagonista. Los humanos somos contradictorios, llenos de dudas y aunque eso no sea dramático es la vida misma. Las historias pueden perfectamente fluir siguiendo los espontáneos automatismos del azar.

  Sus inicios en el mundo del cortometraje (su debut como director es en 1961 con ‘Rupture’) le llevan a conocer en el festival de Cannes de 1963 a Buñuel, quien buscaba un guionista conocedor de la vida de la burguesía francesa de provincias para su película ‘Diario de una camarera’, según la novela de Octave Mirbeau. Un año antes, Carrière consigue, junto al realizador Pierre Étaix, un Oscar con el corto ‘Feliz aniversario’. Licenciado en literatura e historia, coautor del ‘Mahabaratta’ de Peter Brook (coronación de un cuarto de siglo de colaboraciones con él), letrista para Juliette Gréco, Jean Moreau, Boris Vian, Françoise Fabian o Brigitte Bardot, autor teatral (‘La controversia de Valladolid’, de 1999, acerca de la conquista del Nuevo Mundo en el siglo dieciséis por parte de los españoles, con la insólita disputa entre el dominico fray Bartolomé de las Casas y Juan Ginés de Sepúlveda), buen dibujante (ilustra su ‘Dictionnaire amoreaux de l’Inde’), divulgador científico y sabio en religiones (‘Croyance’, denuncia del retorno del oscurantismo eclesiástico, en 2015), Carrière nace en una familia humilde de viticultores y habla en occitano hasta sus trece años, como recuerda en su libro autobiográfico ‘Le vin bourru’ (2000). A los veintiséis años publica su primera novela, ‘Le Lézard’, inspirada en el modesto café que regentaban sus padres, frecuentado por artistas y gitanos, y firma varios libros entre la serie negra y el terror con el seudónimo Benoit Becker. Su obra literaria es rica y abundante, gran parte centrada en las religiones y las herejías. Y adapta a Balzac, a Edmond Rostand, a Choderlos de Laclos, a Proust, a Hadley Chase, a Milan Kundera, a Eugene O’Neill, a Gunter Grass…

  En 1969 llega a ganar el premio especial del jurado en el festival de Cannes por su corto ‘La Pince à ongle’, codirigido por Milos Forman, antes de acabar con su carrera como realizador y poner su talento al servicio de los demás. Así, a lo largo de su extensa carrera, el autor francés escribe cerca de doscientos libretos cinematográficos que se plasman en películas como ‘Le soupirant’, ‘Salve quien pueda, la vida’, ‘¡Viva María!, ‘Milou en mayo’, ‘La piscina’, ‘El tambor de hojalata’, ‘El amor de Swann’, ‘Valmont’, ‘Danton’, ‘Los poseídos’, ‘Cyrano de Bergerac’, ‘Juventud sin esperanza’, ‘Los fantasmas de Goya’, ‘La cinta blanca’, ‘Amante por un día’, ‘Liza’, ‘Tamaño natural’, ‘Antonieta’, ‘Reencarnación’, ‘La sombra de las mujeres’, ‘Regreso de Martin Guerre’, ‘La sal de las lágrimas’ o ‘El artista y la modelo’.

  Al mismo tiempo, Carrière ha sido actor en obras como ‘Copia certificada’, de Abbas Kiarostami, o ‘Buñuel y la mesa del rey Salomón’, una de las peores películas del oscense Carlos Saura (a quien, por cierto, se lo presenta el propio calandino), a su vez coguionista junto al salmantino Agustín Sánchez Vidal, en el papel de un productor judío inspirado en Serge Silberman (el que financia los filmes franceses de don Luis). Repasar su filmografía se antoja básicamente un ejercicio desmedido. Surrealista incluso.

  Marcado por el amor a las culturas orientales (no se pierdan esas fábulas de la tradición tituladas ‘El círculo de los mentirosos’) y a la práctica del yoga, el francés dedica gran parte de su vida a profundizar en las raíces del budismo, el hinduismo y el cristianismo en varios ensayos. Y ha sido uno de los bustos parlantes en los documentales del también calandino Javier Espada (‘El último guion’, por poner un ejemplo, codirigido por el vasco Gaizka Urresti) o el que rueda –es un decir- la zaragozana Vicky Calavia en 2015 sobre el productor zaragozano Eduardo Ducay.

  Pues eso, el cine que siempre estuvo ahí. O la insoportable levedad del ser. Porque tener miedo de la muerte es un absurdo: la vida es la que resulta aterradora. Nadie sabe la verdad sobre sí mismo. El valle de la nada. Palabra de Carrière.

(Más artículos dedicados a Jean-Claude Carriére en este número de ‘El Pollo Urbano’, en las secciones de Opinión y de Letras)

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