Solo se vive una vez: De las conversaciones con Santiago Meléndez a la cinefilia en la sangre de Ramón Perdiguer


Por Don Quiterio

   Da mucha pena escribir sobre personas que se ha ido. Más todavía si has llegado a conocerles y hablabas con ellos casi a diario.

   El turolense Santiago Meléndez y el zaragozano Ramón Perdiguer nos ha dicho adiós, maldita sea. El primero en un santiamén, a los cincuenta y ocho años. Será difícil olvidarle. Sobre todo a los que le tratamos durante muchos años. Siempre que estrenaba obra me dejaba dos entradas de cortesía. Acudía regularmente a mi quiosco del casco antiguo zaragozano y conversábamos (largo y tendido, pese a su fama de reservado y distante) de esto, de aquello y de lo de más allá. Le reservaba todos los meses sus revistas predilectas (‘Fotogramas’ como oremus) y recortes de prensa de cualquier diario -local o nacional-, ya en forma de entrevistas o en críticas (buenas o malas) de su trabajo, tanto teatrales como cinematográficas. Tenía dos cualidades que luego me han ratificado sus compañeros de fatigas: una era su absoluto compromiso con cualquier proyecto en el que participara y la segunda su adaptación a cualquier circunstancia de producción. Era un todoterreno. Era el eterno secundario. Uno de sus momentos más tristes fue el fallecimiento de su mujer, la también actriz Pilar Molinero, hace dos años, lo que definió bien su personalidad. Se tomó unos días para resolver el entierro y los papeleos y al tajo otra vez. Pero fue un mazazo y la mirada se le iba.

  Muy amante y perfeccionista de su profesión, meticuloso hasta lo enfermizo, celoso de su intimidad, brutal y tierno al mismo tiempo, Santiago Meléndez venía de la resonancia rebelde del teatro independiente de los años setenta en Zaragoza, cuando la estructura básica de la escena requería estar decidido a cambiar el mundo de la caligrafía de Bertolt Brecht. El teatro era una forma de protesta bajo un alud de soflamas que lanzaba su impetuoso temperamento contra el discreto encanto de la burguesía. Meléndez estaba en todos los fregados desde un frente conspirador y múltiple donde conjugaba la utopía transformadora de un texto con el tumulto de sus muchas vocaciones. Nunca creyó que la indiferencia ante el mundo fuese un signo de felicidad. Con esa potencia de hombre convencido de tener una misión sin fisuras, se metió en los ‘fregaos’ que corresponden a quien no sabe detenerse. Además de actor y dramaturgo, dio forma a un montón de montajes.

  De Shakespeare a Strindberg, de Lorca a Ibsen, de Calderón a Miguel Ángel Mañas, de Sófocles a Francisco Nieva, de Molière a Darío Fo, de Jean Genet a Fernando Arrabal. Todo un profesional de la escena, un hombre de oficio, que trabajaba sin cesar, infatigable, con algo inmaterial, tan fluido como el lenguaje más físico, y que siempre hurgó en los escombros de la vida, en los relatos del amor y la amistad, en la moral y las verdades, acaso para resaltar el valor del arte como salvación. Para, esto es, llegar a la verdad. Su verdad. Su herramienta principal fue la vida paralela, la del pensamiento y los deseos. En cierta medida, Meléndez buscaba un teatro del que no salir indemne. El teatro era su manera de respirar, su oxígeno.

  Fundador de Teatro del Alba, de Vitamínico, de La Mosca, de Microteatro Zaragoza, colaboró también con las compañías El Temple –en la obra ‘Buñuel, Lorca, Dalí’ interpretaba al cineasta calandino-, el Teatro de la Ribera, el Teatro Imaginario o el Centro Dramático de Aragón. En la pantalla llegó a ser un secundario de lujo y alcanzó cierta popularidad por su aparición en numerosas series televisivas, desde ‘Arrayán’ hasta ‘El ministerio del tiempo’, pasando por ‘Compañeros’, ‘Al salir de clase’, ‘Tierra de lobos’, ‘Sin tetas no hay paraíso’, ‘Aída’, ‘El comisario’, ‘Motivos personales’, ‘Física y química’, ‘Acusados’, ‘Amar en tiempos revueltos’, ‘Amar es para siempre’, ‘La que se avecina’, ‘Olmos y Robles’, ‘Águila roja’, ‘El chiringuito de Pepe’, ‘Carmina’, ‘Bandolera’, ‘El Caso’, ‘La reina del sur’ o ‘Los secretos de Laura’. También intervino en diversos largometrajes (‘Fuera de carta’, de Nacho García Velilla; ‘Diamond flash’, de Carlos Vermut; ‘Justi&Cia’, de Ignacio Estaregui) y cortos (‘La felicidad’, de Ferrán Queralt; ‘Somos’, de Nacho Rubio; ‘Fasces’, de Gerald Filmore; ‘Solo’, con dirección del propio Meléndez).

  Era un tipo al que la ceremonia del posibilismo se la soplaba. De los tipos que, cuando apagan la luz –o se van o son abatidos o nos dejan o mueren- lo hacen sin aspavientos y con una sabiduría ancestral, como el que se sabía de paso y ha quedado para ir a pescar o tiene cita con el callista. Como uno de esos animales en extinción de los documentales: tienes la sensación de que ya queda uno menos de una especie que se agota. Y te emociona. Y te jode. Aquí todos los hombres de principios tienen finales que no debieran. Y él era un espécimen raro, sólido como una roca, insobornable, a quien le traía al pairo lo que a la mayoría no. La profesión le echará de menos.

  Otros amigos que se han ido, al menos a unas edades “razonables”, son Ramón Perdiguer (el de la mítica bodega del barrio del Gancho, en la calle San Pablo), Teodoro Amadeo (el Inocencio Ruiz de la Magdalena y su ‘Casa Amadeo’, en el Coso bajo) y Tomás Vela (el de ‘Casa Paco’, en la calle San Lorenzo), quienes regentaban unos locales de la Zaragoza de siempre. Los tres llevaban la cinefilia en la sangre, pero el que se llevaba la palma era Perdiguer, con el que tuve encuentros y desencuentros en sus tertulias, pero siempre amigablemente, y al que acompañé a un sinfín de presentaciones de libros, conferencias e inauguraciones de exposiciones. Y aunque nunca he entendido la mitomanía (lo importante es la obra, a mi modo de ver, no el mobiliario), el vinatero seguía erre que erre con sus mitos.

  Que si Greta Garbo, que sin Jean Arthur, que si Norma Shearer, que si Mary Astor, que si Imperio Argentina, que si Antoñita Colomé, que si Anna Sten, que si Lina Yegros, que si Alice Faye, que si Linda Parker, que si Eddy Lamarr, que si Marlene Dietrich, que si Delma Byron, que si Frances Drake, que si Winifred Shaw, que si Dorothy Kent, que si Ann Sothern, que si Claire Trevor, que si Katherine de Mille, que si Sylvia Sidney, que si Virginia Pine, que si Marta Eggerth, que si Joan Blondell, que si Carole Lombard, que si Joan Bennett, que si Rosalind Russell, que si Merle Oberon, que si Paulette Goddard, que si Glenda Farrell, que si Gloria Stuart, que si Claudette Colbert, que si Ida Lupino, que si Loretta Young, que si Paula Stone, que si Jane Hamilton, que si Margaret Wallmann, que si Ginger Rogers, que si Shirley Grey o que si Conchita Montenegro, para no extenderme más, la que hizo las Américas antes que Sara Montiel, la que escandalizó a media Europa bailando desnuda en el París cabaretero de Joséphine Baker y la que era llamada “la Greta Garbo nacional”, la cual, por cierto, le animó a ser fría.

  Con la Garbo, precisamente, hacía el repaso de un rostro que, para Perdiguer, representaba el momento frágil en que el cine iba a extraer una belleza existencial de una belleza esencial, en que el arquetipo iba a desviarse hacia la fascinación de figuras perecederas, en que la claridad de las esencias carnales dejarán lugar a una lírica de la mujer. Así, se explayaba en el mito. Y empezaba con sus lecciones. Que tras su excelente colaboración en ‘Mata-Hari’, Greta Garbo y George Fitzmaurice rodaron ‘Como tú me deseas’, en pleno apogeo de la diva. Que su expresividad facial sugirió a menudo a los espectadores y a sus oponentes masculinos –como a Herbert Marshall en ‘El velo pintado’, de Boleslawski- la altiva y enigmática imagen de una esfinge. Que el director feminista por antonomasia, George Cukor, tuvo en ella a una de sus intérpretes ideales y viceversa, siendo su primer trabajo conjunto ‘Margarita Gauthier’, con Robert Taylor. Que el apodo de ‘Divina’ que mereció la actriz designaba menos un grado superlativo de belleza que una cualidad arquetípica de su rostro, encarnación de una idea platónica de la creación.

  Soy testigo de la cosa pues he ido a festivales con Ramón Perdiguer y si el que esto escribe acudía a la fiesta con una amiga, aunque a ella el cine –o los mitos del cine- no le interesara… ¡que se preparase!, pues le ponía la cabeza como un bombo. Buena gente, en cualquier caso, este Ramón. Lo conocí de niño, allá por los finales de los años sesenta del siglo veinte, cuando mi abuela me llevaba a las matinales dominicales del cine Victoria, en la antigua avenida Francisco Franco (ahora Conde de Aranda), y a la salida íbamos a su establecimiento a por vino a granel y líquidos varios, después de recoger los panes y los dulces en las tiendas familiares de alrededor (Pignatelli, Boggiero, Miguel de Ara), franquicias de ‘Quiteria Martín’, donde el fallecido conoció a una jovencísima Pilar Lorengar (entonces Lorenza García), que trabajaba con mi madre Esther en la fábrica del envoltorio de caramelos, entonces unidad por unidad, a mano, que no había maquinaria.

  En cualquier caso, no todos estos mitos de la gran pantalla que adoraba el fallecido mantuvieron a la vez su intensa actividad profesional unida a un alto nivel de exigencia, se pusiese como se pusiese el bueno de Ramón. Un Perdiguer que, en cuanto podía, sacaba del baúl de su prodigiosa memoria datos y leyendas de unas estrellas del celuloide, como bien se encargó de plasmar en las páginas de las revistas culturales zaragozanas ‘La avispa’, órgano difuso del rastro ubicado a las espaldas del mercado central (allá por los años ochenta), y ‘Pasarela’, la publicación de artes plásticas que dirigió a finales del siglo veinte el pintor Eduardo Laborda. La memoria es un tesoro que actúa (como decía Arrabal del porvenir) a golpes de teatro. Un suceso lleva a otro, pero por medio se mezclan alucinaciones, hechos improbables. Si Perdiguer no se encontraba con esquinas nuevas, lo que decía podía quedar seco, o por lo menos distante, ajeno. Él le ponía entusiasmo, pasión, como buen mitómano. Un mitómano incorregible. Y la Garbo era su modelo, su referente.

  Una época de míticos cines zaragozanos de estreno, reestreno y arte y ensayo, de los que Perdiguer pisaba con fruición, y no las salas actuales de las grandes superficies, palomiteras e impersonales. Sí, aquellos Dorado, Actualidades, Avenida, Rex, Mola, París, Palacio, Coliseo, Goya, Don Quijote, Fleta, Argensola, Pax, Norte, Coso, Fuenclara –luego Arlequín-, Gran Vía, Salamanca, Torrero, Venecia, Roxy, Dux… Había un montón de cine en versión original, no como ahora. La vida pública se desarrollaba en el espacio público, si te quedabas en casa no te enterabas de nada. El cine tenía un valor preceptivo y cultural que hoy ha perdido.

  Mi abuela Quiteria y yo, decía, salíamos de ver películas folclóricas, o del gran Jerry Lewis, o de los teléfonos blancos con Doris Day y Rock Hudson, o musicales, o de tarzanes, o de romanos y marranas. Y Ramón, don erre que erre, empezaba a explicarnos la vida y costumbres de cualquier actor o, sobre todo, actriz. Y, en ocasiones, nos acompañaba –también aparecía su amigo Manolo Rotellar, que entre ‘pillos’ andaba el juego- al barrio rival del Gallo para visitar las “casas” de sus entrañables Teo y Tomás, y agenciarse algún libro de cine o alguna revista o coleccionable afín, mientras uno recopilaba tebeos y así.

  Perdiguer llevaba inoculado en vena el virus de la cinefilia. Todos los que crecieron devorando programas dobles en salas de barrio tenían un cine favorito, el cine de su vida. El mío, por ejemplo, era el Latino, en una bocacalle de Don Jaime. Miraba la cartelera de ‘Heraldo de Aragón’ –el de antes, el verdadero- y elegía una película. Así, de pequeño, fui conociendo los barrios de la ciudad. Y siempre con Perdiguer en el pensamiento. Luego, ya de adulto, me visitaba a menudo en mi tienda, y me compraba la ‘Dirigido por…’, aunque se suscribió, el cabrón, y dejó de comprármela, y me preguntaba por algún dato de la cinefilia que desconocía o no encontraba en las filmografías de los diccionarios…

  Culto y buen lector de literatura, Perdiguer creía firmemente en el poder de la redención de, esto es, la cultura. Sabía que es imperioso rehumanizar, por así decirlo, el mundo para que sea un mundo habitable y sabía también que el ser humano, si no quiere pasarse la vida desnortado, necesita educación, sentido de la cultura, más humanidad. Y prefería ver las películas en versión original, con la ventaja de su dominio del inglés y, sobre todo, del francés, y por ello frecuentaba aquellas viejas salas “de arte y ensayo” (el Elíseos, el Rialto, los multicines Buñuel o los más recientes Renoir) que tantas tardes –y mañanas y noches- de alegría le proporcionaron.

  Me quedé con las ganas de regalarle la obra póstuma del argentino Manuel Puig, ‘Los ojos de Greta Garbo’ (Alfabia, 2017), una miscelánea de cuentos y ensayos de formas libres y abiertas en torno al cine que incluye una selección de retratos de la actriz de la colección privada del escritor, al mismo tiempo una reflexión sobre las diferencias entre escribir para el cine y escribir literatura, y por cuyas páginas circulan emigrados marginales, actrices en crisis, hombres de negocios, homosexuales mitómanos y chiflados por el séptimo arte.

  Y me despido del singular Ramón Perdiguer con las palabras de nuestro amigo en común Fernando Gracia: “Este hombre, de memoria prodigiosa y aficionado al cine desde su más tierna infancia, miembro de una conocida familia de vinateros todavía ejerciente, asombró a España en 1957 al participar en el concurso de radio ‘Medio millón’, conducido por José Luis Pécker. Llegó a la final, transmitida en directo desde la plaza de Las Ventas, y ganó un coche amén de un buen pellizco de dinero. El tema elegido fue Greta Garbo. Posiblemente era el hombre que más sabía de la sueca en España. Yo mismo, muchos años después, presenté algunas veces al bueno de Ramón como ‘el hombre que más sabía de cine en esta ciudad, por no decir de España… que también’. Y se reía Ramón al oírlo. Y disfrutaba, porque para él el cine fue su vida. Algo que pronto fue reconocido por mucha gente, como los premios en los festivales de Uncastillo, La Almunia, Fuentes de Ebro, Zaragoza o Las Delicias, por citar algunos. Pero su gran obra, sin duda, fue su tertulia. En febrero de 1996 reunió a unos cuantos aficionados y transmitió su vieja idea de crearla. Allí fuimos convocados unos cuantos y, mes a mes, disfrutamos de su sabiduría, su bonhomía y su hospitalidad. Desde jóvenes veinteañeros a maduros en la tercera edad hemos ido pasando buen número de cinéfilos y/o cinéfagos. Hasta que Ramón se despidió en la tertulia de junio, porque, aunque no lo dijera, muchos supimos que ya no volvería a sentarse en su silla presidencial. Nos consta que su deseo siempre fue que la tertulia continuara. Y así será, con su magisterio desde las estrellas, donde comparte amigablemente con tantas otras estrellas de las que él fue incansable y siempre amable seguidor”.

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