‘Local 7’, documental de Jorge Nebra


Por Don Quiterio

  Los finales de la década de 1960 son irrepetibles en la historia del rock. El elepé se consolida como formato musical, estalla la contracultura, llegan los jipis -y el verano del amor- y arrancan los grandes festivales.   Es también la época de las primeras veces y de las noticias terribles. Los viajes cósmicos del LSD y la utopía de origen hormonal.

    Todo eso ocurre, principalmente, en Estados Unidos y en Gran Bretaña. Los Ángeles, siempre, es el paraíso; San Francisco, el imán para los más jóvenes. En Londres y en Liverpool también se cuecen habas. En casa, mientras tanto, poco –o nada- cambia.

  Es una celebración de la nueva filosofía. A saber: la autonomía personal, la descentralización cultural, la vida en comunas, la conciencia ecológica, el uso de las drogas lisérgicas para una conciencia (otra vez) superior y las posturas políticas más radicales. El rock sicodélico es la banda sonora perfecta. Y abundan los universitarios desencantados. En el panorama ibérico de esos finales de la sexta década del siglo veinte permanece lo “typical spanish” y no faltan los momentos frikis. Solo unas pocas canciones reflejan la cultura juvenil emergente.

  Del territorio aragonés –o de gente afín, con raíces- se encarga el zaragozano Jorge Nebra en su admirable documental ‘Local 7’, toda una manera de entender el hecho fílmico que rastrea, a través de sus protagonistas, aquel campo en el que realmente resulta influyente e inevitable para generaciones posteriores: el cultural, social y político. Un modo de vida que todavía resuena con distinta intensidad en determinados usos culturales completamente interiorizados en la sociedad actual. ¿Qué es lo que queda de aquel exceso de utopía y contracultura? ¿Desaparece con el mismo gesto vertiginoso con el que surge de las cenizas del descontento? Días de celebración del cuerpo y la armonía universal, y del consumo entusiasta y desbocado de los ácidos lisérgicos derivados del cornezuelo de centeno.

  Por el documental de Nebra aparecen músicos actuales de esta tierra nuestra, con el crítico musical Pablo Ferrer como una suerte de hilo conductor, desde Enrique Bunbury hasta Cuti Vericad, pasando por Drunken Cowboys, Niños del Brasil, Manolo Kabezabolo, El Brindador, Los Modos, Las Novias, Silvia Soláns, Leo Susana, Juanita Calamidad, Bigott, Tachenko, My Expansive Awareness, The Kleejoss Band, Calavera, Julio de la Rosa, Mama Kin, Nacho Estéve ‘el Niño’, Los Bengala, Loquillo y alguno más, en sus afinidades, diversidades y diferencias conceptuales. A todos, sin embargo, se les cruza en sus vidas, en un momento dado, el gusanillo de la música. Algunos discos de la época dorada, pionera podría decirse, tienen la culpa. Otras veces son los sabios consejos –o al revés- de ciertos profesores. Unos músicos de orígenes humildes, muchas veces, que reclaman un sitio en la parte soleada de la sociedad, aun a costa de dejar tras de sí un reguero de enemistades. Algunos lo consiguen con holgura y exhiben el botín de celebridad.

  Y hablan de esos momentos que marcan el comienzo de sus carreras, difíciles pero apasionantes. De cómo se abren paso en el proceloso mundo del rock o de cualquier disciplina contemporánea. De sus experiencias con toda clase de músicos y grabaciones. Todo esto se agolpa en un auténtico artefacto cinematográfico, que sabe unificar los diferentes lenguajes manejados, sin perder el ritmo narrativo, con imágenes de archivo, fotografías, carteles, recortes de prensa, conciertos filmados… El director de fotografía, un especialista llamado Beltrán García Valiente (‘¡Al quinto!’), unifica todos los formatos y texturas utilizados, apoyándose en un guion del propio Nebra que abraza las complejidades del universo de la creación.

  Para ello se sirve de su sapiencia cinematográfica –nada que ver con los convencionales reportajes televisivos, maldita sea, a los que estamos acostumbrados, y que nos quieren vender, ay, como cine-, para que el espectador decida, saque sus propias conclusiones, tratándole con respeto, ante las diferentes intervenciones de los protagonistas. Y, así, estos líderes de cualquier banda ofrecen sus opiniones, tan variadas y ricas como las de cualquier ser humano medianamente inteligente. Unos buscan el éxito y otros consideran que solo los buenos sentimientos pueden unirnos, que el interés jamás ha forjado uniones duraderas.

  Algunos se muestran con una personalidad apabullante –musical y de la otra-, lo cual ya da suficientes claves para entender la altura creativa de sus fraseos. Otros, con sus ritmos, intentan abrir nuevas sensibilidades desde el folclore más cercano (o más lejano) a las sonoridades eléctricas y electrónicas. Y así. Como los que aseveran que la inspiración llega con duras jornadas laborales o los que, al contrario, estiman que en sus recorridos en moto forjan su ideario, a la manera de la Binoche nadadora en una de las películas de los tres colores del gran Kieslowski.

  El título del documental se refiere al local situado en el polígono Cogullada, en la nave OK Corral, uno de la veintena de espacios en que los grupos musicales ensayan sus piezas. Es una película sobre el aprendizaje de la música, de dónde brota la inspiración, cómo surge un grupo, cómo se compone, y nos sitúa en el pensamiento, a saber escuchar e interpretar, a dialogar, a comprender con los protagonistas las verdades y mentiras de todos sin dar nada por sabido. La película, a fin de cuentas, nos enseña a mantener en vilo la pregunta que somos: mar adentro y en el rumbo de la nave en que bregamos sin cesar personalmente. La música, en este documento de primer orden, no es un medio de vida, es una forma de vida. No es vivir a tontas y a locas, sino a sabiendas, a ciencia y conciencia. No es saber tocar cualquier instrumento, o saber entonar cualquier melodía, que eso es técnica, sino saber hacer la vida, que es una experiencia en curso y una pregunta viva.

  Son estéticas libres y abiertas, sorpresivas e íntimas, henchidas, en el mejor de los casos, de fraseos altamente poéticos o venidas por el fuego improvisador. O los que se alejan de las tentaciones de los despachos discográficos y la purpurina barata del éxito comercial. O los que no atienden a las melodías reflexivas y no les interesa la posible carga emocional. Para todos los gustos. Porque unos intentan depurar sus conceptos sin mirar atrás, para no repetirse tal vez, y otros siguen erre que erre en los mismos registros. Hay músicos que tienen método, otros no; los hay que son supervivientes, otros no. Pero, para todos, la comunicación es un acto de fe.

  La muerte de Rafa Angulo recorre los recodos vitales de todo el documental, todo un referente en el mundillo musical aragonés, del mismo modo que el productor y músico Rafa Domínguez, ‘Guisante’, se erige como un catalizador de lo que se hace y se ha hecho por esta tierra nuestra. En el fondo, ‘Local 7’ habla de la vida, de cómo somos y qué soñamos. Acaso los más rocanroleros sean Cuti –“soy un conejo asustado”, afirma con sorna- y Loquillo –“yo trabajo para tener éxito”, dice con contundencia-, y el más entrañable Manolo Kabezabolo, que quiso ser cantante “para llevar a las chicas de calle”.

  Cada músico encuentra su estilo propio, pero buscan todos ellos la diferencia en un mundo muy competitivo, disfrutando de lo que hacen. A veces, en una banda, las carencias de uno son las virtudes de otro integrante. Parece que la música tiene que estar encasillada siempre en un estilo, el rock con el rock, el punk con el punk, el pop con el pop, el heavy con el heavy, el blues con el blues, el reggae con el reggae, el rocanrol con el rocanrol, el country con el country, el flamenco con el flamenco, el dance con el dance, el metal con el metal, el jazz con el jazz, el rap con el rap, las baladas con las baladas, y así, pero gracias a experiencias con grupos como los zaragozanos Drunken Cowboys vemos que no, que se fusiona todo, con estilos diferentes, y en algunas ocasiones se pueden encontrar desde instrumentales con un toque de jazz hasta mezclas con electrónica. Y todos se muestran como son, con sus defectos y sus virtudes, y la música, además de ser un medio de vida para unos pocos privilegiados, les sirve como vía de escape a los problemas del día a día. Los malos momentos los tiene todo el mundo, pero eso se puede expresar en canciones, se puede convertir en arte. Ya decía Bukowski que “un intelectual es el que dice una cosa simple de un modo complicado, y un artista es el que dice una cosa complicada de un modo simple”.

  Esa edad de oro inspira e ilusiona a los protagonistas de ‘Local 7’, un apasionante documental, rico en narración, en montaje y en material, que trasciende el género musical para convertirse en el retrato casi de ficción de unos creadores a los que el director saca todo el jugo, desde todos los ángulos, y también revela el lado salvaje de los retratados y sus vehemencias. Un disco puede contar una historia, tener una narrativa. Y también se puede ver el mundo a través de un álbum. Con sus melodías. Con la poesía sucia. Con la vanguardia aprendida. Con el gusto por la repetición. Con el minimalismo rítmico. Con el poso de la tradición guitarrera. Las canciones hablan de experiencias al límite y de cenicientas. Algunas veces suenan celestiales; otras, todo es un barullo de distorsión y disonancia. Frente a llanuras llenas de tedio y sin ningún accidente importante, hay otros momentos llenos de picos y valles, en los que se acumulan de forma violenta todo lo que la imaginación puede ofrecer.

  Y Jorge Nebra (‘Habanece’, ‘Don Quijote de la marcha’) deja a sus criaturas manifestarse, con tanta seriedad como guasa, para entroncar sus creaciones en aquellas fuentes originarias. Una toma de conciencia alimentada por los movimientos pacifistas, la revolución sexual y, por encima de todo, el LSD. Y este era su lema: “Actívate, sintonízate, libérate”. Muchos músicos de la edad dorada usaban la exaltación de la fantasía como metáfora de la ingesta de ‘tripis’. De ellos beben los protagonistas de ‘Local 7’. De esos momentos de transformación de finales de los años sesenta del siglo veinte en adelante, con esa capacidad para sortear los prejuicios y crear formas nuevas. Son sus espejos y reflejan lo que son. Son el viento, la lluvia y el crepúsculo, la luz en la puerta que les indica que han llegado a casa. Y Nebra, que ya tocara el registro musical en ‘Tierra de cierzo’ o en el videoclip ‘I promise (Dab)’, se muestra sobrio y contundente en el encadenado de escenas, de planos, de primerísimos planos, de travellings, de fundidos en negro, de notas literarias y de todo tipo de detalles que lo confirman como un gran realizador. Clásico, sí, pero, al mismo tiempo, rabiosamente moderno.

  El resultado es un documental de casi dos horas que se pasa en un pispas, en torno a la creación, difusión y análisis de la música, del impulso –esto es- creativo, de sus máscaras también, los atuendos, las poses, a través de los testimonios de los profesionales del sector, tanto paisanos nuestros como artistas nacionales e internacionales, completado, además, con personajes integrados directa o indirectamente en el sector para reflexionar sobre el particular.

  Un documental vivo, enorme. Una experiencia abierta como la vida misma, con un pie en tierra y otro en el aire. Un gran trabajo, en fin, con tantas capas como una cebolla. Y no precisamente de Fuentes.

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