De Uncastillo a Calanda


Por Don Quiterio

  Los artistas tienen el cerebro inflamado de fantasías y por eso se les hace difícil adoptar el proceder del común. Pero si no lo tuvieran poseído por sus ficciones, no podrían luego construir esas complejas armaduras oníricas que exigen tanta laboriosidad.

    El artista es su primera ficción. Así que ningún artista sabe quién es en realidad. Uno de estos es el cineasta turolense Luis Buñuel, fundador de la vanguardia fílmica y revolucionario de la ética (y estética) del celuloide, siempre arañando los límites del lenguaje. El festival de Calanda y la muestra del cine silente de Uncastillo homenajearon, respectivamente, ‘Un perro andaluz’ y ‘La edad de oro’, dos títulos clave de la cinematografía mundial. El primero son diecisiete minutos de imágenes surrealistas. Su breve metraje convulsiona a los espectadores en un lejano 1928. Un momento en que los jóvenes artistas europeos despliegan su inconformismo y en los que el surrealismo encuentra con este cortometraje su arma fílmica. Buñuel reconoce que al trabajar en el guion con Salvador Dalí ambos se proponen un objetivo: “No aceptar idea ni imagen alguna que pudiera dar lugar a una explicación racional, sicológica o cultural”. De este modo, ‘Un perro andaluz’ hace tambalearse las bases de un arte que apenas tiene treinta años de vida. Y Buñuel, que se atreve a mezclar el tango y Wagner en la banda sonora, cercena en esta obra memorable su ojo ingenuo, su inocencia. Es igualmente revelador su título de rodaje: ‘Es peligroso asomarse al interior’. Toda una declaración de intenciones. La revolución de los noveles.

  Y precisamente de las revoluciones ha tratado la decimoséptima edición de la muestra uncastillera de cine mudo. Unas jornadas que ‘hablaron’, esto es, de la revolución plasmada en el cine, pero también de la revolución del propio cine con las expresiones del surrealismo. Las proyecciones contaron con música en vivo a cargo de José Luis Lozano, Josetxo Fernández de Ortega, Jordi Marfá, Daniel Pitarch, Jordi Herreros, Blanca de Haes, Guillermo Collado, Alberto Sánchez, María José Hasta, Pablo Bello, Pilar Gonzalvo, Susana Arregui o Daniel Matute, quienes dieron lustre, en algunos casos con piezas compuestas exclusivamente para la ocasión, a clásicos revolucionarios como ‘El acorazado Potemkin’ (Serguei Eisenstein, 1925), ‘La sufragista’ (Urban Gad, 1913), ‘Cuidando una serpiente’ (David Ward Griffith, 1909), ‘Cama y sofá’ (Abram Room, 1927), ‘Charlot, panadero’ (Charles Chaplin, 1914), ‘Salida de los obreros de la fábrica’ (Louis Lumière, 1895), ‘La concha y el clérigo’ (Germaine Dulac, 1928) o ‘La edad de oro’ (1930), uno de los productos más puros y contundentes, demoledores y lúcidos, de la revolución surrealista con unos significados e intenciones bien precisos, que giran –como en ‘Un perro andaluz’, aunque con mucha mayor violencia y claridad- sobre el tema del amor (‘l´amour fou’ surrealista), cuya consumación tropieza con las barreras y prejuicios sociales y religiosos.

  ‘La edad de oro’, que se abre con un documental sobre escorpiones, es una serie de secuencias de tipo onírico alrededor de un hombre irascible en una sociedad decadente y con continuas referencias a Marx y a Sade. Y son significativas las imágenes de los arzobispos reducidos a esqueletos, la aristocrática recepción durante la cual se desarrolla la escena de amor frustrada, la vaca sobre la cama de una elegante villa de la alta burguesía, el rostro maníaco de Gaston Modot, el frágil bandido agonizante encarnado por el pintor Max Ernst y el epílogo blasfemo en que el duque de Blangis, personaje criminal ideado por Sade, aparece bajos los rasgos del angélico Jesucristo. “El instinto sexual y la pulsión de la muerte forman la sustancia de esta película romántica realizada con frenesí surrealista”. Son las palabras del propio Buñuel, quien crea yuxtaposiciones traviesas de sus imágenes escabrosas, sinfonías románticas (Wagner, Schubert, Debussy) y los retumbantes tambores ceremoniales de su nativa Calanda.

  Y de las jornadas de Uncastillo a Calanda, que rindió tributo a Buñuel con treinta películas, en un festival internacional que ha cumplido su decimotercera edición. Las vanguardias artísticas y su influencia en el cine fueron protagonistas de un certamen ciertamente atractivo. Fue homenajeado el escritor, guionista y realizador mexicano Guillermo Arriaga, y las películas galardonadas fueron ‘Las elegidas’, de David Pablos (mejor largometraje); ‘Análisis de sangre azul’, de Blanca Torres y Gabriel Velázquez (segundo premio al largo); ‘Studio Pasolini’, de Pablo Jordán (mejor cortometraje), e ‘Identity parade’, de Gerard Freixes Ribera (segundo premio al corto). El documental ‘María Moliner, tendiendo palabras’, de Vicky Calavia, obtuvo la mención del público.

  El broche de oro al festival de Calanda lo protagonizó el escritor, cineasta y redactor de ‘El pollo urbano’ Antonio Tausiet, que ofreció una conferencia en torno a ‘Un perro andaluz’, como experto en Buñuel que es. Una obra definida por el propio Buñuel como “un desesperado y apasionado llamamiento al asesinato”, y por Dalí como “la línea recta y pura de conducta de un ser que persigue el amor a través de los innobles ideales humanitarios, patrióticos y otros miserables mecanismos de la realidad”. Se trata de un intento de aplicar al cine el procedimiento creador del automatismo síquico, si bien su poesía del absurdo parece ofrecer algunas claves de interpretación concreta, como en la escena del amante que, al aproximarse a su amada, debe arrastrar la pesadísima carga de dos pianos de cola con dos asnos muertos encima y dos seminaristas. O sea, la cultura burguesa y la religión.

  Ya desde el arranque, con el inserto de un ojo de mujer seccionado por una navaja de afeitar, o esa otra imagen de la muchacha andrógina que juega en medio de la calle con una mano cortada, o la de la mano del protagonista atrapada en la puerta y transformada en hormiguero, ‘Un perro andaluz’ impresiona profundamente al grupo surrealista encabezado por André Breton, y  consideran al corto como la realización cinematográfica más válida e importante aportada al movimiento.

  ‘Un perro andaluz’ explora el subconsciente y su explicitación por medio de imágenes de choque, las referencias a las represiones sexuales y las pulsiones liberadoras. Un poema visual de tremenda fuerza que se ha querido “explicar” de mil maneras cuando precisamente su intención es la de “mostrar”, como bien indica Antonio Tausiet, escapando de cualquier etiquetaje y dejando a cada espectador que vea aquello que su propio subconsciente le permite ver. Es, al fin y al cabo, un diálogo entre la racionalidad superficial y las fuerzas profundas y agitadoras del, esto es, subconsciente, y que Buñuel continuaría explorando hasta el fin de su carrera.

  A pesar de ser tan concreto, tan robusto, tan apegado a la tierra y a las cosas, Buñuel cifraba su verdadera vida, su vida profunda, indiscutible, esa que no se comparte, en los sueños. Incluso decía que la pasión por los sueños, inicialmente, lo acercó a los surrealistas antes que cualquier otro deseo, palabra o imagen. ‘Un perro andaluz’, en efecto, tuvo su origen en dos sueños: una mano de hormigas (sueño de Dalí) y un ojo de mujer rebanado por una navaja de afeitar (sueño de Buñuel).

  Sueños y ensoñaciones diurnas, a medio camino entre el día y la noche. El sueño como prueba de calidad etérea y de libertad subterránea. A la manera de unos entremeses fílmicos, con ingredientes o sin ellos. Y Tausiet, como buen entomólogo, o como buen observador, mata al insecto, lo diseca y le clava un alfiler.

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