‘El balcón del parnaso’, documental de Alberto Pérez Espuña


Por Don Quiterio

   No son frecuentes las ocasiones en que uno puede reconciliarse con el documental aragonés (signifique lo que signifique) dedicado al (sub)género de los artistas plásticos de la tierra (vivos o preferiblemente muertos).

   A veces, la buena voluntad no basta, porque falta la necesidad de hacer surgir una temporalidad que dialogue su aceleración. A este tipo de documentales (más o menos de creación) se han acercado cineastas aragoneses como Pedro Avellaned (‘Julia no habla’), Germán Roda (‘Goya, siglo XXI’), Eduardo de la Cruz (‘El explorador del horizonte’), Emilio Casanova (‘De profesión incierta’, ‘La escultura luminosa’) o el tándem que forman José Manuel Fandos y Javier Estella (‘Naturaleza muerta’, el más conseguido), por solo citar unos cuantos de la última hornada. Son documentales que les cuesta respirar de tantas metas sobreexpuestas, como si diese igual que se hablase de Goya o de Gargallo o de Julia Dorado o de José Beulas o de José Luis Cano o de Eduardo Laborda o de quien sea. Hay como un exceso de exhibición pública que solo quiere deslumbrar, sin concretar aquello que se persigue. Las propuestas que se intentan desplegar son como las alas del avestruz, que permiten impulsarse para coger velocidad, pero no para volar.

  Algo así sucede con el largometraje documental del zaragozano Alberto Pérez Espuña, una semblanza del pintor Sergio Abraín que no termina de volar, pese a su empeño, por lo disperso de su contenido. Pareciera que el director da un paso adelante y, de inmediato, dos atrás, sin trascender aquello que cantaba Leonard Cohen: “Todo tiene una grieta y es por ahí por donde entra la luz”. La película, así, quiere ser poética, pero no hay manera. Según los postulados de Godard, poesía es todo aquello que transforma la noche en luz. Pero las imágenes, vaya por dios, tienen una escasez de luminosidad, tanto de día como de noche, acaso por falta de medios, acaso por un exceso de ambición que rompe el ritmo interior de lo que se pretende contar. Lo que llamamos poesía tiene que ver con la iluminación -distinta a la exploración-, con la verticalidad -lo espiritual, lo subterráneo-, con el misterio y la belleza, con el tiempo y la memoria.

  A modo de cuaderno de viaje físico y filmado que nos hace participar de la propia experiencia personal de Sergio Abraín, ‘El balcón del parnaso’ nos introduce en su obra -y sus circunstancias- haciendo un pequeño recorrido vital desde sus inicios en la ciudad inmortal en que nace y vive, a través de la voz en off de Ana Esteban. Y nos habla de la imposibilidad de clasificar, de etiquetar, y también de la opacidad de la pintura. Alberto Pérez Espuña inicia el documental con el jugoso abanico sociológico ocurrido en la Zaragoza de los amenes de la dictadura franquista hasta nuestros días, pasando, claro está, por nuestra particular “movida” cultural, en la que Sergio Abraín se erige como uno de sus impulsores, con su emblemático ‘Caligrama’, un espacio audaz concebido al modo de telón de fondo para las copas, la música y la pintura.

  Para ello, el realizador utiliza recortes de prensa, fotografías de archivo o documentos varios en el intento de ‘narrar’ la capital del Ebro durante la transición española y, de este modo, ubicar a Sergio Abraín en una época especial y bohemia del mundo de la radio, las artes plásticas, la dramaturgia o la moda. Por ahí andaban las ondas de Plácido Serrano o las griferías de Dionisio Sánchez, entre otros muchos característicos de la época, así como un sinfín de revistas (‘A viva voz’, ‘El pollo urbano’, ‘Caracola’, ‘Menos 15’, ‘La avispa’) o de garitos (‘Escaparate’, ‘Modo’, ‘Paradys’, ‘Colores’, ‘Interferencias’, ‘Monaguillo’, ‘Bonanza’, ‘El Alba’, ‘Central’, ‘KWM’, ‘En Bruto’). La lista sería interminable. Lo afirma el mismo Abraín: “Una energía electrizante, alegre y resuelta, envolvía el ambiente. Una época en la que veíamos mucha gente y a las diversas tribus envueltas en humo del tabaco y olor a alcohol, gente loca, modos, roqueros con gomina, punkis con sus crestas chillonas alzándose hacia el cielo y pesadas cadenas, músicos obreros y pijos modernos, intelectuales posmodernos y gente normal y bien enrollada”.

  El realizador ofrece una crónica rápida que repasa las mudanzas educativas, el comportamiento de las familias, el progresismo de los años ochenta y los nuevos hábitos que llevaron al porro y a las sustancias varias para fijar la trayectoria inicial del artista Sergio Abraín en un contexto de observación sobre la vida cultural zaragozana y sobre el propio placer de pintar. Un artista que, en las postrimerías del régimen franquista, forma parte del colectivo plástico formado por Rubén Enciso, Eduardo Salavera, José Luis Cano, José Luis Tomás, Carmen Estella, Enrique Larroy o Mariano Viejo. Todos ellos desembarcan en el viejo caserón de Santa Cruz, llamado del Prior Ortal. Son los principios, la toma del palacio más emblemático del arte zaragozano del último tercio del siglo veinte, por el que también pasan Eduardo Laborda, Ángel Aransay, el mítico Grupo Forma y otros muchos artistas o colectivos.

  Ahora, Sergio Abraín sigue combatiendo en primera línea de fuego, pero, claro, se ha hecho mayor, menos ingenuo, con más obligaciones y apuntando canas. Y Alberto Pérez Espuña lo filma para dar paso a sus opiniones, refrendadas por los clásicos -y tópicos y molestos- bustos parlantes de rigor (Pepe Bofarull, Santiago Echandi, Manuel Sánchez Oms, Manuel Pérez Lizano). Una compañía de baile, con coreografía de Alejandro Silveroni, sirve de contrapunto a su relato, en un juego de movimiento que parece engarzado, ay, a la buena de dios. Los esfuerzos de las bailarinas (Alejandra García, Elena Gordo, Eva Marruedo, María Pérez, Henar del Río, Esperanza Rojano, Sara Soria) no son suficientes para trascender el conjunto. Pero el realizador confía mucho en el azar y se excita estableciendo una alianza con él. El pulso entre el azar y el cálculo está en la naturaleza más íntima del cine. Es su modo de viajar y fabular simultáneamente, porque escucha, esto es, la naturaleza de su propio material, es fiel a lo que dice y lo sigue a ver dónde le conduce. Y aquí viene, maldita sea, la dispersión. Y lo descoyuntado. Y lo fragmentario.

  Alberto Pérez Espuña, que ya había dirigido dos cortos (‘Las mil y dos noches’, ‘La hija de Andrómaca’) y dos mediometrajes documentales (‘Kumiko’, ‘Un poeta recién casado’) hurga ahora en el arroyo de Abraín, un retrato de este pintor aragonés contado a través de un estilo estructuralista, y se apoya en textos propios o de Parménides, lo que enfatiza en exceso el trabajo. Tanto el protagonista como quien lo filma parecen vivir felizmente dispersos. La banda sonora es otro de los pabellones de reposo del realizador, también operador, guionista y productor. Por las imágenes de ‘El balcón del parnaso’ se escucha la música de Luis Mateo, Claude Débussy (‘Sirenas’, ‘Pelléas et Méllisande’, ‘Claro de Luna’), Johan Sebastian Bach, John Cage o Baroque Ensemble. Pero está organizada en la abundancia, sin limar lo suficiente para llegar a la sobriedad.

  Uno echa en falta un lenguaje próximo al drama y la parodia, la ficción y el asombro. Esto es lo que consiguen documentalistas de creación de más alta alcurnia, pero para acercarnos a ellos, caramba, tenemos que cruzar la frontera comunitaria: Fernando Franco, Félix Viscarret, José Luis Guerín, Chus Domínguez, Virginia García del Pino, Víctor Iriarte, María Cañas, Jorge Tur, Lluís Escartín, Elías León Siminiani, Andrés Duque… Los personajes que pululan estas películas se encuentran en un lugar remoto e inclasificable, entre la verdad, la mentira y una divertida teatralidad para no despistar al espectador y centrarle en lo que se está contando, aunque lo que se cuente no sea ninguna certeza y se utilice de espejo para devolverles las preguntas que se hacen sobre la vida y el arte. Cineastas, en fin, que realizan apasionantes y sentidas reflexiones sobre el arte y la comunicación, además de lúcidos acercamientos a los mecanismos de la mitificación de los artistas. Alberto Pérez Espuña, por el contrario, se queda en una nadería flácida e irrelevante, como los trabajos de los mentados Casanova, Avellaned, Roda, De la Cruz y compañía.

  En el fondo, los buenos realizadores -y cualquier creador de las artes y las letras- siempre andan buscando alguna verdad que les da miedo encontrar, porque la verdad es siempre monstruosa. Y los buenos documentales de creación, por tanto, no son traducibles en palabras, pero dejan rastros de dudas o emociones que resultan fascinantes. Al menos, Alberto Pérez Espuña lo intenta y su esfuerzo es loable. Hace su película como le sale y como buenamente sabe. Y, sobre todo, la hace como puede. Hay algo en el cine que le interesa y lo que busca en su documento es una fisura entre plano y plano, algo así como pequeñas grietas por las que se escapen mundos paralelos al relato que está contando. Aunque su ‘halcón’ parnasiano se quede, finalmente, en avestruz, que coge velocidad, sí, pero no vuela.

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