Simón en Burdeos


Por Don Quiterio

   ‘Jota’, de Carlos Saura, renueva su interés ante el ninguneo de los premios del cine aragonés. Signifique lo que signifique lo de “cine aragonés”, sorprende que la película del oscense se fuera de vacío en la sexta gala de los Simón, más del desierto que nunca.

    De entrada, ‘Jota’ no competía en la sección de documentales, cuando, en realidad, se trata de un auténtico documental (musical), un homenaje de alto voltaje a la danza popular, cuidado hasta el último detalle en su recorrido histórico, e impecable formalmente. Tampoco el resto de los candidatos oscenses -Ramón J. Campo, Orencio Boix, Maxi Campo- obtuvo galardón alguno. ¿Sería nuestra particular revancha futbolística? Pobre Francisco de Goya: esto sí es claroscuro y no sus pinturas negras. Simón en Burdeos, vaya.

  Sea como fuere, la gran triunfadora de la gala Simón fue ‘Bestfriends’ -algo así, traducido, como ‘Mejores amigos’-, del zaragozano (de San Mateo de Gállego) Carlos Val y el teutón Jonas Grosch, que cuenta también con la participación de los zaragozanos Beltrán García Valiente como director de fotografía y Sara Gómez como ayudante de cámara. Esta digna crónica urbana, que habla de colegas del alma, se llevó los premios al largometraje de ficción, dirección y guion. La otra triunfadora de la gala celebrada en la sala Mozart del auditorio de Zaragoza fue el rutinario discurso feminista ‘La ciudad de las mujeres’, de Vicky Calavia, que se alzó como el mejor documental y la mejor producción (de Camino Ivars).

  El premio al mejor cortometraje se lo llevó Jorque Aparicio con el mediocre ‘El morico’, que competía con los realizadores Felipe Sanz, Natalia Moreno, Rubén Pérez Barrena, Gaizka Urresti y Javier Macipe, este con ‘Un minutito’, un trabajo de mucho mayor calado. Los otros “grandes” derrotados fueron Miguel Ángel Lamata (‘Nuestros amantes’) y Nacho García Velilla (‘Villaviciosa de al lado’), aunque, en el fondo, sus comedias son de muy escasa entidad. Mayor suerte merecieron, sin embargo, los largometrajes ‘Angustias y Remedios’, de Fernando Usón, y, sobre todo, ‘Análisis de sangre azul’, de Blanca Torres y Gabriel Velázquez, una estupenda película de corte experimental, muy arriesgada y la más original de las finalistas. Decía Einstein que los únicos que no cometen errores son lo que no se arriesgan a probar lo nuevo. Si esto no lo vemos, mal vamos. Como ofrecer una ridícula candidatura menor al corto de Rosa Gimeno ‘Sin conexión’, una de las mejores y más arriesgadas piezas cortas del reciente cine autóctono. Por no hablar de otros trabajos de la temporada que ni siquiera han entrado en la caprichosa selección.

  Acaso el cine aragonés (signifique lo que signifique) debería tener más de una ocasión para exhibirse y televisarse. Cuando se reúne, con trajes largos y esmóquines, para premiarse a sí mismo, expande un espíritu idealista que algunos tachan de “charlotada” y otros de amateurismo. Hubo una tensión acartonada sobre el escenario que se filtró en algunos discursos, engorrosas dedicatorias a familiares y presentaciones a dúo, como esas películas de Pili y Mili. O de Esteso y Pajares. Algunas féminas anduvieron resueltas y seguras con sus trajes largos, tacones largos y larguras varias. Otras, por el contrario, parece que el vestido las llevase -como el cierzo-, sin que se notara que se lo hubieran prestado. El estilismo, en el cine aragonés (signifique lo que signifique), aún es forzado. Delata impostura, algo parecido a las indumentarias de las bodas. Los gachós son más versátiles: igual visten de etiqueta que van en vaqueros.

  El resto de premios recayeron en Jacob Santana por el videoclip para Playa Cuberris ‘Luces de neón’, Laura Contreras por su interpretación en ‘Luz de soledad’, Francisco Fernández-Pardo por la fotografía de ‘Rewind’ y Ara Malakian por la banda sonora de ‘Le chat doré’. El Simón honorífico fue a parar a las manos de la actriz María José Moreno y el cineasta navarro Moncho Armendáriz intervino como embajador del cine aragonés, quien, al menos, se acordó del maestro Saura. El guion de la gala, flojo; la presentadora (Iris de Campo), justita, y el discurso final de Jesús Marco, nuevo presidente de la academia del cine aragonés (signifique lo que signifique), un despropósito. Siempre pasa lo que sucede. Porque habría que ir pensando en cambiar la estatuilla buñuelesca de ‘Simón del desierto’ por la de ‘Los olvidados’.

  Los Simón, digámoslo ya, rezuman colegueo, y esto divierte a unos y degrada a otros. Son gremiales, pero a la vez colocan al sector en el foco autóctono. Hubo una palabra recurrente en los Simón, y fue “cultura”, reivindicada con tanto amor como ingenuidad. Ocurre igual que con el vestido (prestado, lustroso): lo que le falta al cine aragonés (signifique lo que signifique) es que se crea a sí mismo. Es como si después de la cultura se impusiese el culturismo. Ya adivinó Tayllerand que toda exageración es insignificante. Porque las películas producidas en nuestro territorio, por lo general, son de una endeblez apabullante. A veces creo que Josep Pla no dejó de tener razón: “El lenguaje ha de ser matemático, geométrico, escultórico. La idea ha de encajar exactamente en la frase, tan exactamente que no pueda quitarse nada de la frase sin quitar eso mismo de la idea”. Hace demasiado que el cine aragonés (signifique lo que signifique) no tiene más profundidad que la de las farolas de mi calle.

  ¿Qué hubo de verosímil en la gala del cine aragonés, signifique lo que signifique? Más bien fue un espectáculo de fórmula, una puesta en escena reglada, un sucedido de lugares comunes, un ritual conocido, una convención. Y los ganadores, al parecer, no lo saben hasta el momento de su proclamación pública. ¿Es verosímil que los perdedores se mostrasen tan contentos y tan efusivos con el ganador? Es, claro, otra parte esencial del espectáculo, una sobreactuación, una consigna que se convierte en una manera de crear una noción de falsa amistad. Al ver la gala en directo (por televisión debió ser peor, me cuentan) rezaba para que la vergüenza ajena no me devorara cual banco de pirañas en el Amazonas. Como soy ateo, aunque creo en la fe de los demás, los rezos se convirtieron en risas malévolas. O sádicas. Como las de Richard Widmark en ‘El beso de la muerte’. Decididamente, Zaragoza no fue Los Ángeles, ni tampoco las estatuillas de los Simón fueron los Óscar. No lo fueron ni siquiera en comparación con Madrid o los Goya.

  No quería hacer una crónica destructiva de esta ceremonia, pero nobleza (baturra) obliga. Me pregunto quién ha sido el encargado de organizar semejante engendro de gala. Premiosa, autocomplaciente, aburrida. Como espectáculo, la gala de los Simón está a la misma altura de la calidad media del cine aragonés, signifique lo que signifique “cine aragonés”. En cuanto seña de identidad corporativa refleja con mucha propiedad la percepción que de sí mismos tienen los profesionales de esta tierra nuestra. La de una tribu endogámica, henchida de inmotivada fatuidad y entregada a un narcisismo desprovisto de autocrítica. A veces falta talento, y esa carencia es innegociable. Pero también hay prestigiosos directores, actores excelentes, competentes técnicos y solventes guionistas. Con buenas costumbres no sale buena literatura, decía André Gide. Y bien que podríamos utilizar la sentencia en cuanto al hecho cinematográfico aragonés, signifique lo que signifique.

  Más allá de su escaso ingenio y de su ritmo tedioso y torpón, la fiesta de los Simón ejemplifica ese aire pretencioso de un grupo satisfecho de haberse conocido. Pero no pasa nada, que hasta los premios Goya y los Óscar son aburridos. Sucede que el reparto de parabienes nos aburre tanto como presenciar el apareamiento de las focas patagónicas, y alguna salida de tono tendría que inventarse. Los trabajadores de la cultura demuestran ser distintos a los demás, y tienen que organizar una gala de altos (o bajos) vuelos para recibir el reconocimiento anual de la sociedad. Pero cuando hablan de la crisis, o del iva, parece que solo va con ellos. Todos los trabajadores pagan sus impuestos. Algunos empresarios o pequeños comerciantes sobreviven como pueden a los embates de la crisis y, si les va muy mal, cierran el chiringuito que montaron con su mucho esfuerzo y aportando y jugándose su patrimonio personal. Y a ellos nadie les reconoce la importante labor que hacen a la sociedad: crear puestos de trabajo.

  Los del mundo del cine -y de las artes y letras en general- tienen su peculiar forma de decir que no son una profesión subvencionada, sino que aportan riqueza al acervo común. ¿Y esto les parece algo extraordinario? La crisis es para todos. Si solo el ocho por ciento -o el que sea- de los actores tienen trabajo, ¿se han preguntado cuántos jóvenes científicos, universitarios con carreras, idiomas y másteres pueden vivir del suyo? De la gente sin estudios, ni hablamos. Esto es el sálvese quien pueda, como la película de Louis de Funès. Aquí no hay generosidad, ni amistad, ni compañerismo, ni gaitas. ¿Hasta qué punto hay que mentir para seguir en la brecha de las pocas oportunidades laborales? Lola Flores diría: “¿Cómo me las maravillaría yo?”.

  Claro que al decir esto le acusan a uno de demagógico. Será porque, en el fondo, lo son ellos. Y porque en este perro mundo hay clases. Los de primera categoría y el vulgo. La demagogia, queridos, habita un espacio alternativo, hecho de trolas y cisnes. Esto es como ese alto muro que trató de detener al músico Woody Guthrie. En él había una pintada en la que podía leerse: “Propiedad privada”. Pero en la parte trasera no había nada. Falta exigencia y humildad, probablemente porque un término necesita del otro. Es, en fin, el sentimentalismo de baratija. O la cultura líquida, por decirlo con Bauman. Al final, maldita sea, todo lo cose el sentimiento: música de violines y abrazos. Mucha orquesta y muchos abrazos. Porque el sentimiento es como el hambre: cuando el gusano se agita en el interior es capaz de transformarse en una enorme solitaria con fuerza para doblegar los hierros de la jaula.

  Es muy difícil sustraerse a la emoción que implica la combinación de los artificios de la puesta en escena para potenciar la sentimentalización cuando el premiado de turno salta a la palestra. Cuando el sentimiento se desata es complicado sostener las bridas. Hay que llegar al corazón de la gente. Al corazón del espectador. O, mejor, del consumidor. La sentimentalización no es más que una consecuencia de la propia rebaja del discurso. Ahí están, para demostrarlo, esos tintes reivindicativos en favor de la mujer y en solidaridad con la huelga de los servicios audiovisuales de Telefónica.

  Para terminar de arreglar el desaguisado, los números musicales no pegaban ni con cola, al margen de las “capacidades” de sus intérpretes. Todo anacrónico. Todo de un falso glamur. Que si la voz de Frank Sinatra. Que si la de Marilyn Monroe. Que si un swing por aquí, un jazz por acá y otras melonadas por acullá. Solo faltaron los boys y las vicetiples. ¿Estamos tontos o qué? ¿No hay ninguna cabeza pensante que pueda tener en cuenta estos detalles insatisfactorios para organizar una digna y entretenida gala? Si lo que se vio es el reflejo de nuestro sector cinematográfico, entonces es que estamos muy mal. O eso o que hay un abandono total de la academia. Si esto es el escaparate del cine aragonés (signifique lo que signifique), por el amor de dios, apaga y vámonos.

  No hace falta decir que el cine aragonés (signifique lo que signifique) no es mucho peor que la gala que lo celebra. Los del gremio están cometiendo el error gravísimo de los tiempos de reposo: quererse más a sí mismos que al respetable. Y esa arrogancia se les nota. Nada hay más vulgar que ir mostrando las costuras. Como un vulgar ataque de importancia. Y la dominación del escenario con una carta de abstracciones aceitosas. Una gala es una gala, pero la de los premios Simón alcanzó las cotas de lo inmoral. Un día saldrán diciendo que la culpa es nuestra, por prestarles atención. O de Saura, por rodar a Goya en Burdeos.

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