Los estrenos en los cines: Gray, cuestión de riesgo

Por Don Quiterio 

  De ascendencia judía rusa, el neoyorquino James Gray es uno de los cineastas más singulares y arriesgados del actual panorama hollywoodense. Su nueva película, ‘Z, la ciudad perdida’, aventuras de un padre ausente en la jungla brasileña, lo vuelve a corroborar.

    Debuta en la dirección a los veinticinco años con ‘Cuestión de sangre’ (1994), relato duro y seco que cala emocionalmente y ya parece obra de un realizador maduro, con un estilo marcado. Y va construyendo una filmografía en verdad estimulante: ‘La otra cara del crimen’ (1999), drama urbano de trama sindical y familiar; ‘La noche es nuestra’ (2007), ambientada en el mundo de la mafia rusa; ‘Dos amantes’ (2008), argumento de clásica comedia romántica a los terrenos del melodrama sombrío, o ‘El sueño de Ellis’ (2013), duro retrato de la odisea de la inmigración. Su cine está siempre marcado por el desplazamiento, la hibridación y la complejidad de las identidades. Un cineasta de enorme envergadura y músculo, tanto en el trato de los sentimientos como en el suspense y en la maquinación argumental.

  Ahora, en ‘Z, la ciudad perdida’, adapta una novela del periodista del ‘New Yorker’ David Granns, publicada en 2009, en la que se describe una suerte de quijotesca búsqueda del paraíso, que, a veces, puede convertirse en un auténtico infierno. Estamos ante la aventura de Percy Fawcett, militar británico convertido en explorador y desaparecido misteriosamente en el Amazonas en 1925, sumándose a la larga lista de malogrados buscadores de El Dorado. Fuera de cualquier épica peliculera (Spielberg, ay, a la cabeza), Gray opta por el naturalismo de sus imágenes y situaciones, con referencias visuales a Herzog, a Kubrick, a Malick, a Coppola, a Scorsese o, más explícitamente, al Bob Rafelson de ‘Las montañas de la Luna’ (1990), centrada en una expedición inglesa a las fuentes del Nilo a mediados del siglo diecinueve. Gray le da a su filme un buscado clima de sobriedad, siempre en clave intimista, a lo que ayudan la gran fotografía de Darius Khondji y una banda sonora construida sobre piezas clásicas (‘Las cuatro estaciones’, ‘La consagración de la primavera’). La serenidad contemplativa prevalece sobre la acción, mínima y siempre breve.

  El cine estadounidense está igualmente de enhorabuena con ‘Déjame salir’ (Jordan Peele), lúcida y agresiva reflexión en torno al choque de razas contemporáneo, que trasciende aquel discreto filme de Stanley Kramer ‘Adivina quién viene esta noche’ (1967), en una acertada mezcla de crítica social con el cine de suspense; ‘El caso Sloane’ (John Madden), vibrante relato de las tripas de la política norteamericana, con una ejecutiva adicta a las pastillas y al trabajo, y con un algún arbitrario giro de guion para que todo encaje, y ‘Wilson’ (Craig Johnson), corrosiva comedia dramática de un cuarentón neurótico y solitario que descubre que su exmujer tuvo una hija de la que él es padre y la dio en adopción, según el cómic de Daniel Clowes.

  Otras producciones norteamericanas, sin embargo, dejan bastante que desear: ‘Alien Covenant’ (Ridley Scott), previa del original de 1979, confusa y vacía, que hace la sexta de la saga alienígena; ‘Money’ (Martín Rosete), discreto thriller con un final bastante precipitado sobre dos químicos que trafican con secretos de su empresa; ‘El círculo’ (James Ponsoldt), mediocre thriller de ficción científica entre la parodia y la fábula con moraleja, en torno al control que ejerce internet en todos nosotros; ‘Nunca digas su nombre’ (Stacy Title), cine de terror que sigue la estela del documental ‘Beware the Slenderman’, el último -y cansino- fenómeno viral entre las películas de miedo para adolescentes, que entretiene lo suficiente para no ser recordada; ‘Noche de venganza’ (Baran Bo Odar), baratija de acción y tiros al por mayor, remake de la producción francesa ‘Nuit blanche’ (2011), de Frédéric Jardin, con una red de policías corruptos implicados en el control de un casino, y ‘Piratas del Caribe: la venganza de Salazar’ (Joachim Ronning y Espen Sandberg), quinta entrega de la ruidosa y pirotécnica franquicia de aventuras fantásticas, en la que Javier Bardem encarna al capitán del título, quien tratará de acabar con todo el que se cruce en su camino. A ver si de verdad se acaba de una vez.

  El cine europeo viene representado por la coproducción entre Croacia, Eslovenia y Serbia ‘Bajo el sol’, del croata Dalibor Matanic, tres entrañables historias de amor en tres décadas distintas (1991, 2001, 2011), dentro del marco de la sangrienta disolución de Yugoslavia, una herida traumática que sigue abierta todavía; la alemana ‘Guardián y verdugo’, del sudafricano Oliver Schmitz, digna y bressoniana película de denuncia, aunque funciona mejor cuando se centra en el tema de la pena de muerte que como thriller judicial al uso, según una novela de Chris Marnewicz; la alemana ‘Goodbye Berlin’, filme menor del cineasta de origen turco Fatih Akin, entre la comedia y el drama, una ‘road movie’ centrada en la fuga sin fin, rumbo a ninguna parte, emprendida por dos adolescentes a bordo de un destartalado coche robado, según una novela de Wolfgang Herrndorf; la también alemana ‘Paula’, de Christian Schwochow, tópica y blanda historia de la pintora te(u)tona Paula Modershon-Becker que, a finales del siglo diecinueve, intenta cumplir su sueño de triunfar pese a los obstáculos que se cruzan en su camino; la italofrancesa ‘Las confesiones’, de Roberto Andò, insustancial sátira con dosis de suspense a lo Agatha Christie, sobre las maldades del sistema capitalista y el poder de la religión -¡ese monje cartujo!-, como un intento fallido de cruzar a Ferreri con Fellini; la irlandesa ‘Entre los dos’, del escritor que debuta en la dirección cinematográfica Mark Noonam, atractivo drama sobre las difíciles relaciones de familia entre un tío y su sobrina; la bulgobelga ‘El regreso de los belgas’, realizada al alimón por Peter Brosens y Jessica Woodworth, insuficiente mezcla de comedia y drama que tiene como protagonista al monarca Nicolás III en su solitario deambular por la vida cotidiana, para reflexionar sobre la brecha de comunicación entre el pueblo, las instituciones y el poder; la francoalemana ‘Personal shopper’, de Olivier Assayas, inquietante historia de fantasmas con una textura onírica por momentos de naturaleza polanskiana y de exquisita puesta en escena; la anglocheca ‘Un reino unido’, de la londinense de origen ghanés Amma Asante, un blando biopic romántico entre el rey de Botswana, más negro que el betún, y una británica de clase obrera, tan blanca como el merengue, y la rusoalemana ‘Paraíso’, de Andrei Konchalovsky, sobrio y desnudo drama sobre los horrores del holocausto, de rango casi brechtiano, filmado en un gélido blanco y negro, que recuerda al Fassbinder de ‘El matrimonio de Maria Braun’;

  De Latinoamérica llegan la coproducción hispanoargentina ‘Casi leyendas’, de Gabriel Nesci, el reencuentro de tres amigos fascinados por la música que dejaron de verse hace un cuarto de siglo, en clave de comedia amarga, pero con demasiada carga de melancolía y nostalgia, y ‘Me casé con un boludo’, de Juan Taratuto, torpe humor del absurdo que mezcla guerra de sexos, ficción y realidad, con guiño inesperado al ‘Vértigo’ hitchcockiano y un pelotudo irrecuperable dando mal. Y de Japón, la ‘Maravillosa lluvia de Tokio’, de Yoji Yamada, segunda parte de ‘Una familia de Tokio’ (2013), del propio veterano director, a su vez una versión de ‘Cuentos de Tokio’ (Ysujiro Ozu, 1953), en la que una anécdota leve propulsa una trama que desarrolla una comedia costumbrista tan serena como deliciosa.

  El cine de animación, maldita sea, no está de enhorabuena, con dos flojas películas: ‘Richard, la cigüeña’ (Toby Genkel y Reza Memari), producción luxemburguesa con las aventuras de unos pájaros que deberán adaptarse y sobreponerse a los contratiempos, y ‘Ovejas y lobos’ (Maxim Volkov y Andrey Galat), producción rusa más bien previsible y de un guion casi inexistente, que enfrenta una manada de depredadores con la vida pastoral de un rebaño.

  Del cine español se han estrenado ‘No sé decir adiós’ (Lina Escalera), eficaz y deprimente retrato de un viejo enfermo terminal y las relaciones que mantiene con sus dos hijas, y ‘El jugador de ajedrez’ (Luis Oliveros), anodina y acartonada historia de un ajedrecista católico que en 1934 gana el campeonato de España, se casa con una periodista francesa y se marchan, con el hijo que tienen, a vivir al país galo tras la guerra civil, donde tendrán que enfrentarse a un nuevo fantasma, el nazismo, según la novela homónima de Julio Castedo -igualmente guionista-, quien se inspira en la vida del campeón del mundo Alexander Aliojin para fabricar la metáfora de que nuestras vidas dependen también de cómo movamos las piezas. Villaronga, digo yo, no estaría orgulloso. Me quedo, maldita sea, con el Summers de cualquier juego de la oca. Y tiro porque me toca.

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